Violencias domésticas

Hoy, este que escribe, tiene gana de meter bulla; es decir, de escribir algo que huela a rancio sin que necesariamente tenga que ser ese el tufillo que desprenda. Empecemos. Poca gente he admirado tanto, durante los últimos años, como aquel coronel de la Guardia Civil que se descolgó en los periódicos afirmando haber sido maltratado por su esposa; es decir, como un hombre al que su mujer había infligido maltrato físico; no solo psíquico, que parece ser el aceptado. Hay que tenerlos muy bien puestos para hacer tal confesión en un país que, sin ser distinto en tal sentido de muchos otros, por no decir de todos, pasa por ser la cuna del machismo hispánico, al parecer, el más acendrado de todo el orbe occidental. Y además perteneciendo, en su condición de jefe, al benemérito instituto fundado por el duque de Ahumada. Un loco, un suicida, o un santo. Quizá tan solo un tío cabal. Lamento no recordar su nombre.

En su confesión pública señalaba el coronel el hecho, según creo recordar, de haber acudido a uno de los llamados juzgados de violencia de género sin lograr que le prestasen la mínima atención. Desde entonces procuro fijarme en las denuncias de ese tipo. En ellas siempre hay un marido quejoso de la prácticamente nula predisposición de estos juzgados a ocuparse de un tipo de violencia que debería ser llamada de otro modo, acaso violencia doméstica, quizá violencia intrafamiliar; de alguna otra manera que evitase relacionarla con un género cuando en realidad puede ser y de hecho es practicada por los dos, algo que inclina la conocida y al parecer equilibrada balanza de la justicia tendenciosamente hacía un solo lado.

La pregunta es, puesto que todos sabemos cuántas mujeres mueren anualmente a manos de sus maridos, cuántos hombres lo hacen a las de sus esposas. No en las de sus esposas, cantidad de ellos. No ignoramos que los hombres mueren antes, vayamos a saber por qué, aunque la ampliamente considerada emancipación de la mujer esté ayudando de forma denodada a nivelar las cifras. Vayamos a saber también por qué. ¿Cuántos lo hacen? ¿Cincuenta al año? ¿Habla alguien de ellos? ¿Dice alguien algo de ese atroz número de envenenamientos que según no pocos permanece ignorado, cuando no silenciado y oculto?

Las preguntas anteriores sugieren otras. Admitamos, la mayoría de la gente así lo considera, que en los llamados juzgados de violencia de género se presta especial atención a las demandas presentadas por quienes en la pareja matrimonial ocupan el lugar considerado siempre más débil y necesitado de protección; el de las mujeres. Nada que objetar a ello. Deben ser atendidas en la medida en la que lo están siendo. Pero sin olvidar nunca que la realidad suele tener dos caras, al menos; que la violencia se puede ejercer de muy distintos e irritantes modos; y que de buenas intenciones se empedró siempre el infierno.

¿Qué sucederá o que sucede cuando en uno de estos juzgados la demanda de protección o la denuncia se formula desde un matrimonio homosexual? Si el juzgado es de violencia de género, supuestamente, ¿habrá que ponerse a discriminar el rol que juega cada uno de los componentes en el seno de su pareja? ¿Cuál será la dirección si la pareja en cuestión es de lesbianas, cuál si es gay? ¿Habrá que saber primero quién es quien o habrá que atajar directamente la violencia? Siéndolo, al menos habiéndolo sido históricamente, el problema no es de género, no es únicamente de violencia de género. El problema es de violencia. Lo que hay que combatir es la violencia. No solo la ejercida por una parte de la pareja, sino la desarrollada por las dos, siempre que esta se produzca.

Pensamos con palabras, nos construimos con ellas y la construcción así entendida de una sociedad no es más que la sumatoria del constructo de las individualidades que la forman. Quizá eso sea algo parecido a lo que se puede acabar por llamar o por considerar parte del imaginario colectivo. Pero también es cierto que ese imaginario no siempre se estructura de abajo a arriba y puede hacerlo, de hecho también lo hace, de arriba a abajo.

Entonces son los individuos, los líderes de opinión, los políticos salvadores de patrias, o fundamentalmente los colectivos actuantes en el seno de esa sociedad, quienes crean los estados ambiente, los estados de opinión que determinan lo que Maurice Maeterlinck denominó "el espíritu de la colmena"; es decir, aquella determinación colectiva que nos hace pensar que, efectivamente, las abejas son capaces de emitir juicio. La prueba más evidente de ello, sigue diciendo Maeterlinck, es que, en cantidad de oportunidades, el enjambre se equivoca en sus acciones colectivas y pone en peligro su propia razón de ser.

La experiencia de los años transcurridos desde que se implantaron deja en evidencia la discriminación que supone el hecho de que un juzgado pueda ser llamado de violencia de género. Sucede así desde el momento en que esta no es ejercida siempre unilateralmente, sino que puede actuar en los dos sentidos. De hecho, lo hace así.

Considérese, pues, a esta violencia intrafamiliar o doméstica, matrimonial o como se decida. Y si no, llámensele a las cosas por su nombre para que nadie, incluso un coronel de la Guardia Civil, pueda sentirse llamado a engaño. Llamémosle juzgado de violencia machista, que la hay y se ejerce con una profusión estremecedora. Negarlo sería tan miserable como hacerlo con la otra y equivalente, tan terrible como ella.

Alfredo Conde, escritor.