Violencias

Se veía venir. Tras una serie de muertes injustificadas de ciudadanos negros a manos de la policía en múltiples puntos de Estados Unidos era sólo cuestión de tiempo que las manifestaciones, enrabiadas pero pacíficas, se tornaran violentas. Como la que hace exactamente 23 años incendió Los Ángeles tras la absolución de los policías que apalearon a Rodney King. O como las explosiones de indignación que sacudieron todo el país, y particularmente Baltimore, tras el asesinato de Martin Luther King. Cuando la indignación no encuentra respuesta más allá de comisiones de investigación que diluyen la responsabilidad en el tiempo o juicios que acaban en la exculpación de los acusados, la sangre hierve (sobre todo la sangre joven). Claman por una “purga”, título de una película sobre una sociedad en que un día al año se suspenden las leyes por doce horas. “Purga” fue el hashtag de las protestas de Baltimore tras el funeral por Freddy Gray, ese joven de 25 años al que los policías que le detuvieron le partieron la columna vertebral en circunstancias ocultadas. ¿Su delito? Echar a correr al ver a la policía. ¿Su error? Como dijo su abogado, no correr lo suficientemente deprisa. Los jóvenes negros perciben un mundo sin ley para ellos. Por eso suprimen la vigencia de toda ley para purgar esa sociedad. Y entonces queman lo que no deben quemar y se enfrentan a la odiada policía. Pero si no son violentos no existen.

La impunidad de la policia continúa, las vidas negras no valen nada. Y muchos blancos oscilan entre la indiferencia o el “Algo habrán hecho”. Porque más de medio siglo después de la publicación en 1948 del famoso libro de Gunnar Myrdal Un dilema americano, el dilema sigue sin resolverse. La sociedad que se precia de haber inventado la democracia representativa (antes que Francia) excluyó en la práctica a algunos de sus más antiguos miembros, a los que trajeron como esclavos y siempre fueron ciudadanos de segunda clase cuando llegaron a ser ciudadanos. Con el agravante de que la elección de un presidente negro no ha cambiado sustancialmente la violación de los derechos civiles de sus hermanos por autoridades locales y estatales. Hubo, sí, progreso en la lucha contra la iniquidad legalizada en los años 1970, precisamente como respuesta tanto a los movimientos pacíficos de Martin Luther King y las organizaciones cívicas multirraciales como a las violentas explosiones de cólera que incendiaron el país.

Se formó así una clase media negra, sobre todo en el sector público y por razones políticas, pero más de una tercera parte de la población negra (y casi la mitad de sus niños) sigue viviendo en condiciones de abyecta pobreza, entregados al alcohol y al tráfico de drogas como medio de vida para los jóvenes, con pésimas escuelas, sin seguro de salud y con pocas oportunidades de tener un trabajo regular y digno. En Baltimore, una ciudad con dos tercios de población negra, hay zonas enteras de la ciudad, abandonadas por la clase media blanca, con edificios vacíos, sin comercios, sin equipamientos. El mundo conoce de Baltimore la gran Universidad John Hopkins (la mejor en medicina) y la renovación urbana del puerto, que fue el modelo seguido por Maragall para el puerto de Barcelona, tras enseñar en esa universidad invitado por el catedrático Vicente Navarro. Pero pocas manzanas más allá, todo es desolación. En los barrios de Sandtown-Winchester y Harlem Park, puntos candentes de las protestas, un tercio de los edificios están abandonados, ventanas rotas e interiores derruidos, la mitad de los habitantes no tienen trabajo, una cuarta parte viven de la asistencia social, la mitad de los estudiantes de secundaria no van a clase, y 60% de la gente no completaron la secundaria. Esa zona de West Baltimore tiene la tasa de encarcelamiento mayor de Maryland y la tasa más alta de heroinómanos del país. Nada ha cambiado para ellos entre el Baltimore de los años sesenta, que llevó a la explosión, y el del 2015, que está llevando a una nueva explosión. Como declaraba un congresista negro de Maryland, la Administración Obama ha hecho planes para todo, para la energía, para el medio ambiente, para las universidades, pero absolutamente nada para las zonas pobres urbanas en donde se concentra la desesperación. Eso, según algunos, también es violencia institucional, más allá de la brutalidad racista de la policía. Violencia la de Obama, al haber suscitado enormes esperanzas entre la población negra de que su calvario llegaba al final para luego encontrarse con una política práctica (más allá de la retórica) muy por detrás de las tímidas reformas sociales de los predecesores blancos en la presidencia.

Porque tanto la alcaldesa negra de Baltimore como Obama han centrado sus declaraciones en criminalizar la protesta, y su acción, en militarizar Baltimore. ¿Qué puede pensarse entonces de una situación en donde la destrucción cotidiana de las vidas negras, y en particular de los hombres jóvenes, continúa de por siglos; en donde la policía (mayoritariamente blanca) actúa como un ejército de ocupación en esos barrios; en donde la impunidad de la violencia policial es una práctica generalizada; en donde los escasos recursos que se asignan sirven al poder y el dinero de los corruptos políticos locales; en donde cualquier protesta es desoída y remitida a las elecciones cada cuatro años y a la justicia ordinaria; y en donde cuando llegan las elecciones, los elegidos, incluso negros, con Obama a la cabeza, reniegan de sus orígenes y priorizan sus tareas de estadistas?

Y si las ciudades arden se utiliza el ejército y se estigmatiza a los indignados. No hay sólo una violencia. Hay violencias. Y las peores son las que provienen de quienes abusan del poder que les delegaron.

Manuel Castells

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