'Viriato' aprieta, pero no ahoga

Por muy diversas que sean las circunstancias el corazón humano siempre responde de igual manera al mismo tipo de estímulos. Comprendo, pues, que a los pocos minutos del inicio de la lectura de la sentencia del 11-M algunos de los máximos dirigentes del PP sintieran la misma mezcla de estupor, decepción y congoja -si me pasó a mí, cómo no iba a pasarles a ellos- que debieron sentir el joven general José María Torrijos y sus más directos compañeros cuando aquel 2 de diciembre de 1831 todo empezó a ir mal desde que avistaron la costa malagueña.

Nada hay tan terrible como descubrir que se ha sido víctima de un engaño justo en el momento en que uno se dispone a consumar su gran cita con la gloria. El cuerpo humano lo somatiza. La primera reacción llega en forma de hormigueo circular en el estómago. Luego parece como si se bloquearan los pulmones, se encogiera la garganta y se obturara la epiglotis. Enseguida todo gira alrededor. Es el pánico, es la indignación, es el vértigo.

La sorpresa estupefacta que inicialmente invadió a los líderes populares al escuchar el tenor del sádico resumen judicial -¿desde cuándo las sentencias se «resumen» y, además, enfatizando asuntos tan laterales, 10 líneas entre 600 folios, como la hipótesis nunca investigada de que ETA hubiera tenido algún papel tangencial?- fue una sorpresa estupefacta equivalente a la que embargó a los conspiradores liberales embarcados dos días antes en Gibraltar, cuando fueron comprobando que su expedición había sido detectada por la policía fernandina, que en ningún lugar de la provincia de Málaga -ni siquiera en Alora, localidad natal de Javier Gómez Bermúdez- existía núcleo organizado alguno preparado para secundar su llamamiento a la insurrección y que en la playa de Fuengirola los únicos que les esperaban eran los soldados del Rey Felón, listos para cazarlos como a conejos.

Eso no era ni lo previsto, ni lo anunciado, ni lo esperado. Puede que en circunstancias así todo engaño tenga mucho de autoengaño, que sus expectativas nunca se hubieran construido sobre un fundamento real, que su propio idealismo y sus mismas ansias de quedar reivindicados ante la Nación fueran los principales mimbres de la trampa en la que acababan de caer. ¿Pero, entonces, qué sentido tenían los mensajes de Viriato? ¿Quién era, en realidad, Viriato?

La verosimilitud de los recados recibidos durante las semanas anteriores al Día D se basaba tanto en su procedencia como en su concreción. Desde el mismísimo entorno de la amistad o relación más íntima con dos de los miembros del Tribunal los dirigentes populares habían recibido cuatro confidencias: que Trashorras sólo iba a ser condenado por tráfico de explosivos, que la instrucción del juez Del Olmo sería duramente vapuleada en la sentencia, que habría deducciones de testimonios contra algunos policías, en línea con la alusión al «caminito de Jerez» -enclave del penal del Puerto de Santa María-, supuestamente esbozada por un magistrado ante una asociación de víctimas y que además...

Pues bien, nada de eso se estaba cumpliendo. Todo lo contrario. Mediocremente fundados o no, los ingredientes elegidos por el presidente de la sala para su alocución -la presencia real de los 61 objetos en el interior de la furgoneta «vacía», la autenticidad de la mochila de Vallecas pese a que nadie la viera en el tren o en el andén, la procedencia del explosivo «en todo o en su mayor parte» de Mina Conchita- parecían más bien destinados a proporcionar a aquella jauría de carniceros carlistones que aguardaba apostada tras los riscos de la playa de Fuengirola los elementos necesarios para maniatar a los prisioneros, someterles a un simulacro de juicio sumarísimo y proceder a su fusilamiento in situ, tal y como había sido previsto por los designios gubernamentales. De hecho aún no había concluido de hablar el magistrado, cuando Pepiño Blanco ya tenía marcadas y caracterizadas a sus principales víctimas: el condenado como «autor material» del «engaño masivo» a los españoles era Acebes, el responsable como «autor intelectual» Aznar y los «cooperadores necesarios» Rajoy y Zaplana. Así lo dijo enseguida, dejando para Del Burgo el papel de cómplice en el traslado de la dinamita intelectual de la intoxicación.

Con los mensajes de Viriato, azarosamente llegados a Gibraltar, había ocurrido lo mismo: demostraban tal conocimiento del estado de la guarnición, de la distribución de las tropas en la provincia y sobre todo del ansia de emancipación popular mediante el «rompimiento» de las cadenas del absolutismo que lo lógico era creerlos a pies juntillas. Por eso cuando el jefe de los desdichados expedicionarios descubrió que tras aquel seudónimo de patriota ibero no se escondía ninguno de sus correligionarios sino su antiguo superior y vieja Némesis, el gobernador de Málaga Vicente González Moreno -quien le había puesto el queso en la ratonera bajo directa supervisión del Consejo de Ministros-, el estupor, la decepción y la congoja alcanzaron su paroxismo.

A Torrijos ya sólo le quedaba agarrar con su mano izquierda al anciano ex ministro de la Guerra Francisco Fernández Golfín, poner la derecha sobre los dedos entrelazados del que fuera presidente de las Cortes durante el trienio liberal Manuel Flores Calderón y revisar que su amigo del alma el coronel López Pinto y su acólito favorito, captado entre los miembros de la sociedad de los Apóstoles de Cambridge, Robert Boyd, adoptaran el ademán necesario para componer la estampa de su martirio. Sólo les quedaba aguardar la caricia del viento en la pluma de Espronceda -«Helos allí: junto a la mar bravía/ cadáveres están, ¡ay!, los que fueron/ honra del libre, y con su muerte dieron/ almas al cielo, a España nombradía»- y la visita medio siglo después del pincel fotográfico de Antonio Gisbert, camino de su papel estelar en la ampliación de El Prado, bajo un monarca constitucional, en los albores del XXI.

Pero más o menos al mismo tiempo que sonaba la voz de «¡Apunten!», se escuchó en la sala, en las postrimerías de la vista pública, casi como leída entre dientes, la letra pequeña que lo cambiaba todo. Sí, la Kangoo, la mochila, Mina Conchita... todo eso había sido santificado por el Tribunal, pero los tres únicos acusados como inductores de la masacre, los tres únicos imputados con lazos de alguna consistencia con Al Qaeda, los tres únicos encargados -según la Fiscalía- de vengar con una masacre el apoyo de Aznar a la invasión de Irak, quedaban absueltos y con ellos también, en el plano político, los líderes del PP que se habían rebelado contra la caricaturesca e inconsistente versión oficial de los hechos. Viriato apretaba -¡vaya que si había apretado!-, pero no ahogaba. Las tres primeras confidencias eran falsas o al menos no se habían materializado, pero la cuarta era verdadera y ahora el estupor, la decepción y la congoja cambiaban de bando.

La orden de fusilamiento quedó de momento suspendida en el éter de la confusión. ¿Cómo era posible que El Egipcio, Belhadj, y Haski hubieran sido absueltos, cómo era posible que el relato de los hechos probados comenzara con los terroristas poniendo las mochilas en los trenes, cómo era posible que no se diera por buena ni una sola palabra del escrito de acusación sobre la génesis, planificación y organización de los atentados cuando lo que nos habían garantizado a nosotros era que...?

La programada orgía se había convertido en un coitus interruptus. Zapatero habló sólo de «mirar hacia delante», mientras Rajoy hacía compatible el respeto a la sentencia con el apoyo a nuevas investigaciones. La prensa oficialista proclamaba que estábamos ante un «caso cerrado», pero los grandes diarios de todo el mundo se empeñaban en llevarle la contraria: «In Madrid, no answers», diagnosticaba el Wall Street Journal.

Fueron las huestes gubernamentales las que por una vez se trocaron en ejército de Pancho Villa. Unos apuntaban hacia un lado y los otros hacia el contrario. Justo cuando la más meliflua de las voces del elenco destilaba inusitada bilis y juraba en arameo contra el bando «conspiranoico» -lo que hace la escasez de las audiencias-, sus mentores giraron 360 grados la torreta de sus cañones para acribillar al tribunal que había absuelto «por error» a El Egipcio y empujar a la Fiscalía, a punta de pistola editorial, a cambiar de criterio y recurrir la sentencia. Claro que sólo en lo accesorio -la pertenencia a banda armada- y de cara a la galería. Lo suficiente para que Conde-Pumpido pudiera engañar al personal, fingiendo que seguía persiguiendo a El Egipcio por «todo el daño que ha hecho», pero bastante menos de lo necesario para que el Supremo se replantee ese «daño» y esos «hechos» que, según la sentencia, no están acreditados «ni siquiera de forma indiciaria».

Rubalcaba instó a Rajoy a repetir con él: «ETA no ha sido», pero pronto se dio cuenta de que 'Irak' sólo tiene una letra más y de que 'GAL' tiene las mismas, por lo que volvió a ponerse la piel de cordero que últimamente luce con cierta donosura y protagonizó una comparecencia bastante razonable en la Comisión de Interior. Para frustración de los carniceros carlistones el anticlímax parecía haberse enseñoreado del escenario. Con Aznar vieron reabrirse el cielo de la inquina. La mera reafirmación de su diagnóstico ante la Comisión Parlamentaria, excluyendo las «montañas lejanas» y los «desiertos remotos» como lugares en los que se habría gestado la masacre, les dio el pretexto para tratar de culminar el fusilamiento contra la cúpula del PP en los términos previstos, como si en ese punto clave el Tribunal les hubiera dado la razón en lugar de alentar el escepticismo del ex presidente.

El resultado está a la vista de todos. A la voz de «¡Fuego!» Pepiño disparó su vídeo y tras el estruendo y la polvareda ni una sola de sus víctimas se tambaleó ni un ápice. La ceremonia de la ejecución pública transcurrió de acuerdo con los redobles de tambores planeados, pero a la hora de la verdad la munición suministrada por el Tribunal resultó ser poco más que balas de fogueo. El vídeo demuestra que lo que los dirigentes del PP pusieron una y otra vez en cuestión no fue la autoría material sino la autosuficiencia de los ahora condenados -«Tiene que haber alguien detrás», decía Rajoy a EL MUNDO ya en octubre de 2004- y que todas sus divergencias sobre la valoración de las pruebas por el instructor y la fiscal quedaron siempre flotando en el limbo de lo condicional: si esto se confirma... si esto se demuestra... Con ese material se podrá asestar algún que otro perdigonazo allí donde más escuece, pero es imposible matar políticamente a nadie. Si Salomón partió el bebé, el nuevo Viriato ha dejado con el mismo palmo de narices a ambos bandos.

Sobre relojes y relojeros

A partir de ahí todo ha sido ya cosmética. Tanto fundamento jurídico tiene decir en este momento que los propios suicidas de Leganés fueron los verdaderos «cerebros» de la masacre, como alegar que es imprescindible rastrear en los movimientos y conexiones anteriores de esos individuos, sin excluir gobiernos extranjeros, servicios de seguridad u organizaciones terroristas ajenas al integrismo islámico, para encontrar la mano que meció tan terrible cuna. Con la diferencia de que la lógica avala, además, esta segunda hipótesis.

Al margen de que, al atribuir ahora, de improviso, dicho papel a El Tunecino, la Fiscalía ha pretendido cambiar de caballo cuando el suyo ya se ha ahogado y ni siquiera le queda otro río que vadear que ese gran recurso que no piensa presentar, está siendo fascinante descubrir cómo de repente brotan los apóstatas de la doctrina de la «autoría intelectual» precisamente en los mismos predios en los que más arraigo obtuvo, como forma de parchear la patente falta de capacidad organizativa del comando de Lavapiés. No hemos sido ni los medios disidentes, ni el PP, ni siquiera las acusaciones particulares sino el ministerio público quien con esa u otras expresiones ha acuñado el concepto, delimitado su contenido y atribuido en falso las responsabilidades que ahora quedan pendientes de asignación.

En medio de toda la batahola de servilismo, camorra y ruido un único artículo ha planteado el asunto con brillantez y envergadura intelectual para llegar a conclusiones opuestas a las mías. Me refiero al texto de Manuel Conthe publicado el pasado martes en Expansión con el título de El espejismo del relojero. El nuevo presidente del Consejo Asesor de nuestras publicaciones económicas apela nada menos que a la «mano invisible» de Adam Smith y al «orden espontáneo» de Hayek para pedirnos a los liberales que no nos aferremos a un concepto tan intervencionista como el mito deísta del Gran Relojero.

No toda asociación de criminales precisa de un «señor X», individual o colectivo, por encima de los autores materiales de cada delito, viene a decirnos Conthe, e incluso trae a colación el sumario del caso Marey para cuestionar no la exoneración de González sino la condena de Barrionuevo basada, según él, «en conjeturas parecidas a las usadas por Santo Tomás para demostrar la existencia de Dios: una flecha en movimiento sería inconcebible sin un arquero».

Pero este ejemplo tiene un esclarecedor efecto boomerang. Cualquiera puede comprobar, ante todo, que la sentencia suscrita en 1998 por seis magistrados de la Sala Segunda del Supremo -Conde-Pumpido entre ellos- basa la culpabilidad de Barrionuevo no tanto en deducciones escolásticas como en el testimonio de la gran mayoría de sus coimputados que aseguraron haber ejecutado y controlado el secuestro de aquel pobre viajante confundido con un etarra, siguiendo instrucciones del entonces ministro del Interior. Si el relato de El Gitanillo ha sido decisivo para condenar a Trashorras -y a partir de ahí el Tribunal ha encajado como ha podido las discordancias o insuficiencias de los análisis de los explosivos-, el de Sancristóbal, corroborado por los de Planchuelo, Alvárez, Damborenea y Amedo fue el que destruyó la presunción de inocencia de Barrionuevo. ¿O alguien duda de que si Zougam hubiera reconocido su participación en los hechos y declarado que Haski le encargó poner las bombas, Belhadj le dio el dinero para el atentado y El Egipcio supervisó todos sus pasos, los tres habrían sido condenados en vez de absueltos?

Lo que sí es cierto es que el secuestro de Marey habría sido posible sin la intervención de la cúpula del Ministerio y de hecho hay numerosos episodios anteriores dentro de la guerra sucia contra ETA fruto de ese «orden espontáneo» que en este caso se correspondería con el cabreo, frustración y agresividad de determinados sectores de las fuerzas de seguridad. Para que agentes de la policía o de la Guardia Civil cometan secuestros y asesinatos utilizando de manera aberrante los conocimientos técnicos que han adquirido durante su fase de formación y trayectoria profesional no hace falta, en efecto, ningún Gran Relojero. Pero ¿puede decirse lo mismo del mayor atentado de la Historia de Europa cuando la autoría material acaba de quedar atribuida a un grupo de fanáticos sin apenas antecedentes -hasta ese momento un grupo más bien contemplativo- en conjunción con raterillos de poca monta?

Es fácil decir eso de que aquí el más tonto hace relojes, pero cuestión diferente es ponerse a ello. El aserto de que «no hay reloj sin relojero» es, efectivamente, discutible cuando se utiliza como metáfora de los más diversos principios de causalidad, pero se vuelve irrebatible si lo aplicamos en su desnuda literalidad porque las piezas de un mecanismo sofisticado de precisión nunca se ensamblan solas. Y es que para poder consumar el 11-M, de acuerdo con la propia narración de la sentencia, alguien tuvo que fabricar previamente 14 «relojes de la muerte», convirtiendo los sistemas de alerta de los móviles en iniciadores de las bombas. Una idea tan simple como inabordable para un lego en la materia, como advirtió el tedax que desmontó el artefacto de la mochila de Vallecas.

ETA lo intentó varias veces sin éxito y si en julio de 2001 Trashorras y Toro -o más bien Toro y Trashorras- buscaban a alguien que supiera fabricar «bombas con móviles» es porque ni siquiera en los circuitos del hampa y/o el terrorismo abundaba ese know how. Es muy significativo que ni en Morata, ni en Leganés, ni en ninguno de los otros refugios de los islamistas se hallara ningún soplete ni restos del material necesario para efectuar las soldaduras de los bornes de los móviles con los cables de los detonadores. Como también lo es que cuando los escondidos en el piso de la calle Martín Gaite intentaron volar el AVE lo hicieran mediante un sistema mucho más rudimentario: eso implica que no eran ellos los que dominaban esa técnica y que habían dejado de tener acceso a quien les ayudó -y tal vez dirigió- con el trabajo.

¿Quiénes fueron los que montaron las bombas del 11-M? ¿Quiénes eran esos «europeos» que dijeron hablar en «búlgaro» mientras compraban los teléfonos que luego serían desbloqueados en la tienda de un policía? ¿Quiénes eran los extraños residentes en la casa de Morata en los días previos al atentado cuya identidad El Chino ocultó incluso a sus más estrechos colaboradores? Puesto que la sentencia ni siquiera intenta contestar a nada de esto, yo me inclino a pensar que no es que nuestro nuevo Viriato malagueño haya buscado engañar a todo el mundo al mismo tiempo, sino que -cabronada en la escenificación al margen- más bien ha tratado de impedir que nadie pueda fusilar ni ser fusilado por su postura en este asunto, no vaya a ser que el futuro nos depare a todos grandes sorpresas. Tal vez por eso mi balance final sobre su veredicto es que no me ha parecido ni bien ni mal, sino todo lo contrario.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.