Virtuosos pero incapaces

Desde hace ya no pocos meses, se viene hablando en España de una creciente desconfianza de los ciudadanos en la clase política. En estas mismas páginas, he tenido oportunidad de reflexionar acerca de las razones últimas que, en mi opinión, se esconden tras esa tendencia. La apelación abusiva a «lo políticamente correcto» y la creencia de que lo esencial en política no es decir lo que se piensa, sino decir lo que, al parecer, los demás esperan que digamos, son elementos que no sólo han privado de espontaneidad -mejor, de autenticidad- al debate público. También de emoción. Y la política, como todo lo que busca conectar con la sociedad, tiene que emocionar.

Hecho el diagnóstico, no está de más aproximarse, siquiera sea someramente, a las consecuencias -adelantamos, nada positivas- que la persistencia en el tiempo de esa desconfianza puede comportar.

Sabido es que la confianza representa un factor determinante en muchos campos de las relaciones sociales, desde las relaciones personales hasta las múltiples formas de transacción y cooperación económica que se suscitan en un mundo cada vez más globalizado. En los sistemas democráticos, la relación entre los representantes políticos y los ciudadanos corrientes es también una relación de confianza, de manera que, a través de los distintos procesos electorales, se concede a los representantes el poder de actuar y legislar en nombre de las personas que les han elegido para el cargo.

En la España actual, esa relación entre gobernantes y gobernados se ha visto contaminada por distintos grados de suspicacia y desconfianza. Existe una tendencia a considerar que muchos políticos caen cada vez con mayor frecuencia en la tentación de anteponer sus intereses particulares a los intereses de las personas a las que se supone que representan. Ahora bien, un cierto grado de suspicacia y desconfianza no es necesariamente contraproducente en los regímenes democráticos. Antes al contrario, como observa James D. Wright, puede contribuir a garantizar que las actuaciones de los representantes políticos sean fiscalizadas con regularidad y, en consecuencia, se acreciente la obligación de rendir cuentas ante el electorado, sin olvidar el fomento de una cultura que se interese por la crítica y el debate. Hay, sin embargo, circunstancias en las que una desconfianza generalizada y profunda puede tener efectos contraproducentes.

El primer efecto consiste en inducir a los ciudadanos a valorar más el carácter de los dirigentes o de los aspirantes a dirigente -el talante de otras épocas- que su competencia como operadores políticos. Cierto es que la confianza acostumbra a basarse en presupuestos relacionados con el carácter, tales como la honestidad, la formalidad o las buenas intenciones. Pero otro pilar básico de la confianza ha de ser la competencia técnica. Confiar en el médico que nos atiende es confiar en su carácter -por supuesto-, pero, sobre todo, confiar en su competencia técnica como experto, pues su principal función es curar nuestras dolencias. En cambio, hoy en España se va consagrando una fuerte tendencia que se fija, casi en exclusiva, en los rasgos de carácter de los dirigentes o de los dirigentes en potencia, con la esperanza de que alguna persona con más sólida fibra moral pueda colaborar en la recuperación de unas dañadas relaciones de confianza. Es lo que sucedió en Estados Unidos, en el período posterior al Watergate: la cuestión del carácter se convirtió en el asunto central en la carrera hacia la presidencia de 1976 y Jimmy Carter basó su estrategia de campaña, en exclusiva, en la promesa de traer un nuevo aire de honestidad e integridad moral a la Casa Blanca.

Pero no es bueno, se mire por donde se mire, que la preocupación por el carácter eclipse las cuestiones relacionadas con la competencia. De seguir así la tendencia, puede que debamos enfrentarnos a la perspectiva de vernos gobernados por dirigentes cuyas credenciales de carácter acaso sean impecables -en el mejor de los escenarios-, pero cuya competencia como actores políticos, cuya comprensión de los complejos problemas de las sociedades modernas, quede lejos de lo que razonablemente cabría esperar.

Otro efecto contraproducente de una desconfianza generalizada en los dirigentes políticos tiene que ver con lo difícil que resulta superar aquélla una vez instalada. En la actualidad, ya no se desconfía en un concreto representante político o en un dirigente en potencia. Ahora se desconfía de los «políticos» en general, con independencia de los individuos particulares que en cada caso ocupan los puestos de poder. Las repetidas quiebras de confianza derivadas, en los últimos años, de casos de corrupción, unidas a la creencia de que los políticos y las instituciones se hallan muy alejadas de los problemas de la vida corriente del ciudadano, han generado un caldo de cultivo proclive a pensar que las personas que ostentan el poder o aspiran a él no son de fiar y que, además, es poco probable que optar por uno u otro político implique la aparición de alguna diferencia positiva. La consecuencia definitiva de este proceso no se hace esperar: pérdida de interés en los asuntos políticos y muestras de apatía ante las consultas electorales.

Por último, una desconfianza generalizada y profunda, alimentada por constantes escándalos, puede generar formas debilitadas de gobierno. Una democracia fuerte no es únicamente un sistema político en el que las personas electas son capaces de actuar con eficacia. Es, además, una forma de gobierno en la que la gran mayoría de los ciudadanos corrientes desarrolla un papel activo en el proceso de funcionamiento mediante el que se les gobierna. Esto no quiere decir que una democracia fuerte necesite que los ciudadanos se muestren activa y directamente implicados en todos los procesos de toma de decisiones que afectan a sus vidas. Ahora bien, una democracia fuerte sí presupone que los ciudadanos tengan alguna participación en los procesos políticos de gobierno, que deban mostrar algún interés y conocimiento de los temas que afectan y que manifiesten también una cierta capacidad y voluntad de participación en los procesos políticos, tanto si esa participación consiste en elegir a los representantes que deben legislar y actuar en nombre de los electores, como si se centra en participar de modo más directo mediante otras fórmulas de organización.

Una sociedad en la que importantes sectores de la población hayan renunciado de hecho a participar en el proceso político, que dan la espalda a un sistema que consideran irremediablemente manchado o corrupto, no parece que sea una sociedad que disfrute de una democracia fuerte y vital. Es más bien una sociedad que exhibe una forma inerte de sistema democrático. La clave, por tanto, está en aliviar o superar esta situación, en generar un renovado interés y reavivar la participación en un contexto en el que las existencias de confianza social se han visto notablemente menguadas.

Aunque a algunos interese mantener e incentivar un marco de oscuridad, lo ineficaz es maldecirla. Siempre es más útil poner una vela. La corrupción y las demás conductas que impliquen desvíos ilícitos en la adecuada gestión de la cosa pública han de ser perseguidas inexorablemente, hasta sus últimas consecuencias. Pero lo que no contribuye positivamente a la revitalización de nuestro modelo de convivencia es que las constantes denuncias de indecencia y corrupción puedan llegar a generar una situación de parálisis política, de suerte que los dirigentes consuman la mayor parte de su tiempo y energías en apuntalar una especie de administración sitiada, en el convencimiento de que su capacidad para formular políticas y ponerlas en práctica se ve comprometida por la pérdida de respeto y por la corrosión de la confianza.

Desde luego, nadie debería quejarse de la honestidad e integridad moral en la política. Es mucho mejor ser gobernado por dirigentes virtuosos que por inmorales. Sin embargo, sí que sería preocupante que la cuestión del carácter a la que nos referíamos al comienzo de estas líneas fuera elevada a un grado de significación tan alto que los asuntos relacionados con la competencia quedaran marginados. Es improbable que el gobierno de unos dirigentes virtuosos, pero incompetentes, sea capaz de mejorar el bienestar colectivo.

Carlos Domínguez Luis es abogado del Estado y académico correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

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