Viruelas cartesianas

Juan Alberto Belloch (LA RAZON, 14/07/04).

Hacía tiempo que ninguna noticia del País Vasco, casi siempre ¬desgraciadamente¬ protagonizada por terroristas y separatistas de diversa especie, lograba retener mi descuidada atención. No sé si es generalizable pero los horrores de aquella parte hermosísima de España donde viví diez inolvidables años de mi vida, desde el Golpe de Estado de 1981 hasta que las Cortes Generales me nombraron vocal del Consejo General del Poder Judicial, han logrado saciar toda forma, hasta la más trivial, de curiosidad por lo que allí ocurre. De manera singular a nadie le importa nada lo que puedan pensar, decir

o hacer los estrategas de la secesión, habiendo delegado colectivamente en el Ministro del Interior, en los populares y socialistas vascos, y en la policía, todo atisbo de responsabilidad y, lo que es peor, de interés por el devenir de las «cosas del País Vasco». Sólo en periodos electorales las tonterías más selectas de los etarras y sus casposas amistades merecen un subrayado o una atención aparente en la proporción en que dejan hueco para demostrar sin costo alguno la medida de patriotismo de que cada quien necesite alardear. Pero fuera de esos fugaces instantes de esplendor mediático-político, el resto del tiempo las incursiones de tales personajes en las noticias de actualidad son acogidas con el automático cambio de dial o de canal o con el estruendoso pase de página del periódico. Contar ovejas es, en tesis general, un genuino alarde creativo si se compara con el aburrido ejercicio de contar etarras o, peor aún, de oírles contar sus batallitas cebolleras. Es tanto el hastío que hasta resulta alarmante, pues existe el riesgo de dejar demasiado solos a la inmensa mayoría de los vascos decentes en su diario ejercicio de heroísmo cívico. El domingo pasado, por excepción, me fijé en una noticia procedente de ese inframundo tan lejano. Resulta que, por lo visto, miles de personas se dedicaron al espléndido deporte de vitorear a ETA aprovechando la infausta noticia del lamentable suicidio en una prisión francesa de una etarra de nombre tan evocador como Oihane y de apellido, para que no haya duda, Errazkin. Las breves referencias que los medios de comunicación dedicaron a tal festejo son significativas. Me sorprendió, por de pronto, la ausencia de toda referencia a su historial delictivo o a cualquier atisbo de preocupación por acercarse al móvil. Esa falta de interés de los periodistas interpreta cabalmente el sentir de los lectores, oyentes o espectadores, a los que les importa literalmente una higa tales matices. Etarra equivale a asesina (no importan los detalles) y sus cuitas carecen de otro interés que el inherente al haber propiciado su desaparición. Ojalá se haya suicidado presa de remordimientos espantosos, pero mucho me temo que lo único ejemplarizante de esta historia sea el propio hecho de su muerte, dado que los locos morales carecen de todo sentido del bien o del mal, de suerte que los motivos determinantes de su decisión de abandonar en buena hora este mundo deban buscarse en otros ámbitos.

Los manifestantes (y en eso es seguro que aciertan) dieron por cierto que su suicidio nada tuvo que ver con cualquier atisbo de escrúpulos éticos y optaron, si hemos de hacer caso al lema de su convocatoria («Dispersión: pena de muerte»), por vincular tan honorable autoliquidación al terrible hecho de no disfrutar de su pena de prisión en tierras vascas. Me cuesta trabajo creer que personajes capaces de aplaudir con las orejas el asesinato de Tomás y Valiente tengan tal alto grado de hipersensibilidad ante su alejamiento temporal de su añorada tierra. En fin, matarifes hay en la patria vasca para dilucidar el grado de exageración o certeza de los organizadores de la fiesta. No es con todo lo más instructivo. Los coros no tuvieron desperdicio. Sin ir más lejos, gritar que «el pueblo no perdonará» constituye una sorprendente visión anticipatoria de lo que el pueblo español hará con ellos. Afirmar que el PNV es «culpable y español» demuestra el inusitado grado de lucidez de esas masas, es un decir, pues ninguna duda cabe de la culpabilidad del PNV y menos aún de su españolidad, aunque sea de la genuina España de Viriato (que era portugués) y no de la civilizada España de la Constitución. Afirmar que «ETA con nosotros, nosotros con ETA» confirma con precisión matemática la identificación legal y jurisprudencial entre ETA y su mundo, lo que es de agradecer al facilitar generosamente el trabajo de policías, fiscales y jueces. Por no hablar de la espléndida y original conclusión de que «la lucha, (es) el único camino» o el escueto y rotundo «viva ETA» que todo lo resume y sintetiza.

Sarcasmos aparte, lo cierto es que lo anterior no hubiera bastado para alterar mi ritmo dominical y llevarme a hablar de tan penosos individuos. Lo que aún me sorprende (ya lo único) es que estén en contra de la pena de muerte. Recapitulemos. Si les diéramos la razón en que la medida penitenciaria de «dispersión» equivale a la pena de muerte, la única cuestión que les faltaría por aclarar es qué tienen ellos contra la pena de muerte, institución esta que, si bien es verdad nuestra Constitución rechaza, constituye la razón de ser y la metodología de la organización que aclaman y sienten como propia.

¿Sostienen acaso que sólo ETA está autorizada para aplicar la pena capital? ¿Les parece mal que el Estado haga lo mismo? ¿Porqué? ¿Por qué es ilegal? Pero, ¿no quedamos en que ETA y sus métodos son ilegales? ¿Acaso esa ilegalidad impide que se le vitoree? O, ¿es que sólo nos debe parecer mal a nosotros, los demócratas, porque no somos como ellos, los asesinos? ¿De qué coño están hablando? Merecen todos los insultos de este mundo, son deudores del más absoluto de los desprecios pero de ellos sólo me interesa su ininteligibilidad, palabra esta por cierto que son incapaces, me apuesto lo que quieran, de pronunciar. Acháquenlo ustedes a que a la vejez, viruelas cartesianas, pero lo cierto es que no lo entiendo y eso me perturba ligeramente, lo justo para escribir este artículo.