Virulencias

El último fin de semana de febrero participé en el III Festival de Filosofía de la ciudad de Málaga. La jornada final, en el que yo intervine, se convocó bajo el título «Por fin suenan las trompetas», por referencia, por supuesto, a las que tocarán siete ángeles el día del Apocalipsis para anunciar cortésmente a la nutrida concurrencia otras tantas catástrofes cósmicas que al punto se desencadenarán: lluvia de granizo y fuego mezclado con sangre, una montaña ardiendo que se precipita sobre el mar o una estrella que se descuelga del firmamento y cae sobre nuestro planeta. Mi conferencia versó sobre el problema del aburrimiento en la cultura contemporánea y las dificultades que tenemos para soportarlo, ansiosos como estamos de un entretenimiento perpetuo de alta intensidad, hasta el extremo de que muchas veces preferimos imaginar escenarios aterradores si sus ingredientes de vértigo, embriaguez y excitación logran al menos sacudir este hastío que nos domina. Mencioné la novela «Tedio» de Moravia (1960), cuyo protagonista, Dino, como vive atenazado por la indiferencia y la incomunicación, ensaya experiencias extremas, llegando al intento del suicidio con tal de salir de su aburrimiento mortal. Mi tesis, en fin, era que en las sociedades democráticas opulentas nunca pasaba nada, que el aburrimiento forma parte de la condición postmoderna y que debíamos desarrollar un temple particular para convivir con ello sin inventar pueriles fantasías apocalípticas.

Y he aquí que pocos días después de mi peroración filosófica suenan de verdad las trompetas y sobreviene el Apocalipsis en forma de una epidemia mundial que salta de un continente a otro aniquilando, como ángel de muerte, a miles de personas sanas, convirtiendo en enfermas a cientos de miles más, sin importar raza, lengua, religión o estatus económico-social, y poniendo a la especie humana entera en peligro. Si me preguntan qué lección he aprendido de este tan súbito como dramático cambio de perspectiva, que ha mudado de la normalidad cotidiana a la excepcionalidad más escalofriante, lo resumiría de la siguiente manera: antes pensaba que el hombre era frágil y la humanidad fuerte, ahora he comprendido que el hombre es frágil y la humanidad también. De pronto, la pandemia nos ha hecho conscientes de que estamos amenazados como especie y que su extinción, aunque no ocurrirá esta vez, ya no es impensable. Esta conclusión contrasta con el exceso de confianza en nosotros mismos que los acelerados avances de la ciencia nos estaban insuflando. Se decía que viviríamos 120 años muy pronto, que la investigación sobre las telomerasas podrá detener en el futuro el envejecimiento, que estábamos a punto de dar un salto en la evolución a una especie superior, transhumana más que solo humana. Y, de la noche a la mañana, una pandemia confina a sus casas a cientos de millones de personas en el mundo que anhelan recuperar su situación anterior, añorada ahora como la más bella de las posesiones, a quienes ya no les parece poco ser simplemente humanos, sino, al contrario, el bien más codiciable. Damos por descontada normalmente la salud del cuerpo y sólo si enfermamos caemos en su importancia. Cuando, como en estos tiempos calamitosos, corre peligro el cuerpo de la humanidad en su conjunto, el mal que nos acecha despierta nuestro sentimiento solidario de pertenencia a una misma y única raza, la humana, presidida por un solo principio, la dignidad individual, frente a la cual se evaporan antiguas querellas sobre identidad, fronteras, territorios, regiones y aldeas. Sólo existe la aldea global: el virus, que no usa pasaporte, nos hace cosmopolitas.

La dignidad es una excelencia incanjeable, inexpropiable, que todo hombre y mujer poseen por igual por el hecho de serlo y que pone a su titular en la posición de acreedor y al resto de la humanidad en la de deudora, porque la segunda debe a la primera, siempre y en todo caso, un respeto. Desde Aristóteles se estableció el principio de que el interés particular cede ante el interés general, igual que la parte cede ante el todo. La gran aportación moderna estriba en haber añadido un nuevo elemento a la antigua ecuación: el interés particular cede ante el general, pero el general se inclina ante la dignidad individual, propiedad humana irrebasable. En la práctica, el respeto debido a la dignidad se presenta muchas veces como resistencia al interés general y al bien común o como estorbo a la eficacia y los intereses de la mayoría. La dignidad es, por esencia, antipragmática, antimayoritaria y antiutilitaria.

El coronavirus se está cebando con los más débiles: los ancianos, los discapacitados, los que ya arrastran patologías anteriores. Frente a este hecho, hay que elegir entre dignidad y cálculo. No hablaré de la inicua dictadura china, que exporta el virus y presume de despreciar ese invento extranjero de la dignidad y sus derechos. Me refiero a sociedades democráticas. Hay democracias (Reino Unido, Estados Unidos, ahora Holanda) en las que algunos, con el aplauso de muchos, alientan que la naturaleza imponga su ley y haga su trabajo con viejos, enfermos y discapacitados para privilegiar a jóvenes y sanos, al parecer de mejor condición, y de paso no estorbar demasiado el curso general de la economía. Hay otras que, en cambio, combaten el darwinismo de la llamada «inmunidad del rebaño» y se esfuerzan por sustituir la ley del más fuerte, que rige en la selva, por la ley del más débil promovida por la civilización, asumiendo los costes económicos que comporta por respeto a esa cualidad diamantina individual que todos poseemos. No se trata, naturalmente, de ignorar la trascendencia de la economía, algo así como la salud de las sociedades, sino de ponerla en su lugar y obligarla a contribuir a la causa de la dignificación de la especie evitando que el virus mute finalmente en virulencia de unos contra otros, en suma, en enfermedad moral.

¿A cuál de las dos sociedades, lector, preferiría pertenecer?

Llegados a este punto, ya sólo me queda desearles a ustedes un rápido retorno al santo aburrimiento de antes y sus fantasías compensatorias.

Javier Gomá Lanzón es filósofo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *