Virus: cara y cruz

La pandemia de coronavirus ha tenido el efecto de un cataclismo en nuestra segura, pacífica y egoísta vida ordinaria. La incredulidad inicial ante el brutal efecto mariposa de lo ocurrido en la lejana China sobre nosotros, el acomodado occidente, ha dejado paso primero a la incertidumbre a medida que crecían las cifras de contagiados y de fallecidos, contra el optimismo inicial de los responsables de la sanidad, y luego al miedo, incluso la histeria, por el temor a algo desconocido que de manera tan drástica sacude nuestra vida.

Nos conmociona que las seguridades de nuestro organizado sistema de vida se tambaleen ante el embate de un enemigo inasible, insidioso e invisible contra el que carecemos de armas suficientes para luchar.

Cunde el desconcierto porque, por más que la tecnología y la ciencia puedan encontrar en no mucho tiempo el antídoto necesario, tememos una larga temporada de sufrimiento. Hemos de romper de modo súbito y sin preparación con nuestros hábitos de vida y renunciar a multitud de cosas que componen nuestra vida diaria. Nos sentimos débiles y abandonados a nuestra suerte porque, habituados a apoyarnos en los asideros que la sociedad del bienestar nos ofrece casi sin límites, hemos descuidado los recursos propios, las virtudes que dan consistencia a la persona emancipándola de la falsa seguridad que proporciona la opulencia.

El fenómeno es global y, por tanto, inevitable, habida cuenta de que la globalización es una de las religiones de nuestra era. Por eso no se entiende que los responsables de la cosa pública hayan despreciado en principio el peligro de contagio y, una vez admitido, lo hayan relativizado con incomprensible ligereza no adoptando las medidas necesarias y alentando, por el contrario, concentraciones que no podían sino acelerarlo, cuando en otros países ya habían decidido el confinamiento de la población.

Cierto es también que esta, la población, no se ha sentido muy concernida por la gravedad del acontecimiento y se ha mostrado remisa a aceptar las restricciones que las medidas, administradas con cuentagotas por las autoridades, imponían.

Nada sorprendente puesto que el Estado, que nos disuade de preocuparnos de nada porque ya lo hace él por nosotros, nos cede ahora el protagonismo, nos pide que soportemos nosotros el peso de esta prueba, tarea para la que no estamos preparados por haber sido desarmados a conciencia y por propia dejación de nuestras responsabilidades.

A medida que ha ido calando la gravedad de la epidemia y asentándose el convencimiento de la necesidad de las renuncias y de la disciplina, han ido aflorando los comportamientos éticos y humanos, las actitudes caritativas y solidarias que brotan de lo más limpio de las personas unidas en el sufrimiento. Empezando por los que, por razón de profesión, han dado ejemplo de abnegación, sacrificio y dedicación desde el principio y siguiendo por los españoles de a pie que, confinados en sus casas, tratan de cumplir estrictamente con su deber cívico, de animarse entre sí y animar, haciendo patente su agradecimiento y admiración de las más variadas formas, a los que luchan en primera línea en esta nueva y terrible modalidad de guerra.

Esta es la cara de la epidemia, la oportunidad de ponernos frente a nosotros mismos, a lo que somos y no a lo que tenemos, sin máscaras ni artificios que nos distraigan de lo esencial. Nos quedan muchos días, quizás meses, difíciles en los que tendremos tiempo para meditar sobre lo necesario y lo prescindible, lo importante y lo superfluo, por lo que hay que luchar y por lo que no, y también en lo que se ha hecho bien y en lo que se ha hecho mal. Y cuando superemos esta plaga quizás sintamos que no somos los mismos, quizás entendamos que el Estado solo tiene que crear las condiciones para que resolvamos nuestra vida y no fabricárnosla él, y quizás comprobemos, más pobres pero más fuertes, que podemos vivir con menos de lo que tenemos. Y es entonces cuando, más humildes y algo más sabios, deberemos analizar con rigor todo lo ocurrido para determinar quién se ha esforzado por ahorrar sufrimiento a nuestro pueblo y quién, por frivolidad, negligencia, incompetencia, intereses bastardos o cualquier otra causa, lo ha aumentado, o no ha hecho lo suficiente para aliviarlo, hundiéndonos en un pozo de padecimiento y de escasez del que nos va a costar mucho salir. Y es también entonces cuando, en legítimo ejercicio de una renovada responsabilidad ciudadana y de la más genuina justicia democrática, deberemos apartar de los puestos de mando a quienes se hayan mostrado indignos de ocuparlos y, de paso, manifestar nuestra más rotunda reprobación a quienes desde los medios de comunicación han aplaudido o aprobado acciones u omisiones imperdonables.

Francisco Almendros Alfambra es general de la Guardia Civil (R)

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