Virus, guerra y ansiedad

La pandemia del coronavirus exige confinamiento. El mandato gubernamental impone la distancia física, que conlleva el distanciamiento emocional. Un muro invisible se ha levantado entre los hombres y profundiza la individualización. La justificación de tal mandato es primero científica: evitar el contagio. “Quédate en casa” es un eslogan insoslayable en los medios que produce miedo al otro y angustia. La segunda legitimación es moral (“este virus lo paramos todos”) y apela a una comunidad cívica, en realidad una sociedad de individuos encerrados. Este civismo se teje del interés bien entendido: mi encierro contribuye al control del contagio. La virtud privada y el temor supervivencial generan beneficios públicos.

Esta supuesta comunidad cívica, exceptuando los voluntarios, los sanitarios y demás empleados que nos atienden, que sí forman parte de ella, es en realidad una “comunidad armario” que aplaude a las ocho a los héroes de la guerra y vitupera al Gobierno a las nueve. Luego vuelve a su armario, a su reducto tras este breve ritual. Tampoco constituye una comunidad imaginada, basada en una cultura leída común, porque cada cual lee prensa diferente, ve canales distintos o se nutre de Internet. Sólo la prensa seria y las cadenas de noticias internacionales ofrecen información fiable. Medios minoritarios para formar una opinión pública crítica, alerta a posibles abusos del Estado. La intoxicación informativa transforma a los ciudadanos en un enjambre digital que acepta la preeminencia de la seguridad sobre la libertad. La metáfora de la guerra contra el virus facilita la labor del Leviatán. (Hasta Radio Clásica repite las consignas y relaciona a Beethoven con los “héroes” sanitarios. Escapar de la presencia del virus es imposible).

En el relato dominante de la guerra está de un lado el Estado, el despliegue policial, el control digital que en España se acepta dócilmente: seguimiento de itinerarios, toma de temperatura, cámaras por doquier. Todos nos hemos convertido en enemigos, en potenciales fuente de contagio. En una lucha por la supervivencia, permanecemos encerrados y sin armas. En vez de instrucción, recomendación de rutinas para no caer en la depresión que apenas se menciona. En la cultura contemporánea hay que ser siempre “positivos”. Se habla poco de daños colaterales. Quiero subrayar la ansiedad que puede provocar el teletrabajo, impuesto súbitamente y presentado como una oportunidad de desarrollo personal o un desafío. De necesidad se hace virtud, poco importa la coacción sobre el trabajador, obligado a aprender y practicar herramientas rápidamente.

El ritmo de la vida social detenido en las calles se incrementa en las casas, donde hay que hacerse con la informática sin profesor ni ayuda que no sea, también, telemática. El bucle de aprender telemáticamente a teletrabajar incrementa la aceleración. El capitalismo gerencial y la psicología positiva, que no resistirá a la recesión que viene, entienden al individuo como emprendedor de sí mismo y responsable de cuanto le acontezca. Si el nuevo trabajador siente ansiedad por la invasión de correos electrónicos, y por el deber de reciclarse en un trabajo no presencial, ello es signo de falta de flexibilidad, de fracaso. La carrera y el pasado laboral son menos importantes que la capacidad de adaptación on line. Quien no es flexible es antiguo, incapaz, sustituible. Además de la incertidumbre vital ante la nueva peste, tenemos que aceptar la retórica optimista del teletrabajo (en el caso del docente dar clase a una pantalla sin caras de alumnos, con mayor posibilidad de fraude en los exámenes. Copiar es fácil, no requiere dotes de imaginación). Incertidumbre y ausencia de control sobre el locus de trabajo llevan a la depresión. Esta es una enfermedad de la responsabilidad, de quien se explota a sí mismo encerrado con su ordenador sin descanso. Es asimismo la enfermedad de la insuficiencia, de la incapacidad de adaptarse a la aceleración técnica y social.

En este paisaje baldío que recuerda a Dick, Orwell, Ballard y a Cormac McCarthy los ciudadanos deben recuperar la confianza en su Gobierno. Que este deje de crear falsas esperanzas con vaguedades sobre la desescalada. Si vamos a estar encerrados sin libertad de movimientos, y sin lugares de cultura y educación, hay que saber por cuánto tiempo. La esperanza es un sentimiento engañoso. Tras el choque de saber cuántos meses nos esperan es menester volver a la virtud antigua del coraje, del valor, del aguante. Y el grito pregonado por Churchill durante los bombardeos de Londres. Si esto es una guerra, dígannos algo de los planes a medio y largo plazo. No valen los datos cambiantes ni ninguna forma de “positivismo” político y tecnófilo. Es el momento de proponer la empatía con los voluntarios y con unos profesionales que representan lo mejor de la sociedad civil. Para que dichas virtudes cívicas se extiendan. Un relato nuevo generaría una ciudadanía cívica y empática. Una Vida Buena y racional en tiempos de desastre. Una ciudadanía educada en costumbres morales pedirá cuentas a un Gobierno democrático responsable.

Helena Béjar es catedrática de Sociología. Autora de Felicidad: la salvación moderna (Tecnos).

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