¡Visca Madrid!

En aquellos felices 80, un chico barcelonés tipo, grandilocuente en contradicciones y perseverancias de chupa de cuero, paisaje portuario y canciones de Loquillo, se entregaba a la tradición identitaria.

No nos confundamos, esa llamada de la identidad se circunscribía a la erótica de la Ciudad Condal, industriosa, más franquista que Franco en sus antecedentes inmediatos, tan underground como el cómic y tan golfa como los infinitos aledaños de las Ramblas.

¿Tópicos de la melancolía? Quizás. El pasado es una idea, una fórmula poco científica. Sin embargo, los oídos del chico barcelonés que pateaba los raros, extraordinarios mundos de la capital catalana, escuchaban una sentencia entonces en boga. Se repetía ante cualquier argumento o soflama de los rancios nacionalistas. Y expresaba: “Soy de Barcelona”.

Ahora esto parece una rémora novelesca, una antigualla, pero daba en el punto exacto de todas las virtudes que una urbe puede permitirse. El orgullo del ciudadano. Fuera, como aquel chico, estudiante, rockero y amante de los cómics, camarero en la coctelería Gimlet o aprendiz en un taller oscuro del barrio de Pueblo Nuevo.

Las cosas, digamos, no fueron después muy bien. La Historia es, a veces, un monstruo de incalculable tibieza. Ahí los políticos municipales hicieron de siervos de sus bolsillos ideológicos, la Nación calculó beneficios electorales y los barceloneses vieron cómo se iba escapando el sueño fuerte de la ciudad imaginada y real, de las calles que siempre conducían a los deseos.

Por entonces, Madrid era presencia y lejanía, una suerte de actualización de la competencia ya iniciada cuando Barcelona superó el millón de habitantes, allá por los años 1930. Sus noticias, frondoso barullo de capitalidad, poder, imperio viejo. Y, también, su castiza modernidad, cúmulo de todas las abuelas de España, el humor y la cultura (aquel Pedro Almodóvar lo entendió y plasmó), resumen de la españolidad al mismo tiempo y fin también estético de régimen.

La burguesía catalana comenzó, después de la orgía olímpica, a suicidarse. No existe relato íntimo, a la manera de un León Tolstoi o un Aleksandr Solzhenitsyn, del daño causado a este rincón del Mediterráneo por sus propias elites. De su abominable y execrable miseria para con la casa propia, la ciudad que fue de los prodigios.

En cualquier caso, está todo documentado en el ánimo, en la cuenta de resultados que ahora tenemos sobre la conciencia, sobre el gesto de cada barcelonés mínimamente despierto. Crítico. Y ahí aparecen, ironía de la Historia, las terribles comparaciones.

Madrid. Computado el absoluto fracaso del procés (enredo mayúsculo en que la Condal ha sido oscuro objeto deseo), de todos los gestores últimos de la nueva política hasta la presente Ada Colau, la capital del Reino se parece mucho a las esperanzas perdidas de aquella Barcelona exitosa. En una intimidad plaiana, numerosos burgueses se rasgan hoy las vestiduras ante la ciudad de los Austrias. Causa esto ternura, cuando no hinchazón del espíritu, por decirlo eufemísticamente.

Pero es un fracaso catalán, barcelonés, y del que buena cuenta debieran tomar esas elites antes envalentonadas y ahora tan lamentosas. Los barceloneses teníamos fama de libres y excelentes gestores. Hasta de buenos capitalistas.

Ahora es la capital el ejemplo de tales virtudes. Y, encima, acogedora por presente y tradición. ¡Visca Madrid!

Carlos García-Mateo es escritor.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *