Visiones del Dos de Mayo

El levantamiento del pueblo madrileño contra las tropas francesas el 2 de mayo de 1808 se convirtió en un referente imprescindible para legitimar el Estado liberal español. En plena acefalia de la monarquía, ese Estado lo trazaron los liberales en las Cortes de Cádiz y se plasmó en la Constitución de 1812. Su viga maestra era el principio de soberanía nacional. Para justificarlo, los liberales doceañistas exhumaron una deformada historia medieval, en cuyos códigos se hallaba recogido supuestamente ese principio, y apelaron al patriotismo surgido precisamente del levantamiento popular de mayo y de las Juntas que a partir de entonces se fueron creando a lo largo del país.

Apoyar la Constitución de Cádiz significaba revalidar ese levantamiento e invalidar la Constitución de Bayona, que consagraba la cesión de los derechos dinásticos de Carlos IV y Fernando VII a Napoleón, sin haber contando con el consentimiento de la nación española. No sin razón los partidarios de José I acusaron a los liberales doceañistas de revolucionarios. Pues revolucionario era sin duda ampararse en un levantamiento popular y en la soberanía nacional para justificar un orden jurídico-político hasta entonces basado en el principio monárquico, cuyo estricto acatamiento entrañaba reconocer como rey legítimo a José I.

Pero en el contexto de la Europa posnapoleónica, muchos liberales doceañistas, como el conde de Toreno, no tardaron en templar sus ideas y en revisar la propia validez de la obra de las Cortes de Cádiz y de la Constitución de 1812. Cierto que los ahora autodenominados liberales moderados, que se hicieron con las riendas del poder tras la muerte de Fernando VII, tras dos penosos exilios y un convulso Trienio, no dejaron de rendir tributo al 2 de mayo y a la Guerra de la Independencia. Pero no lo es menos que entre ellos se fueron imponiendo las tesis de sus antiguos enemigos, los "afrancesados", para quienes la labor de las Cortes de Cádiz y la propia Constitución de 1812, precisamente por su espíritu jacobino, había acarreado más males que bienes. Incluso algunos de esos hombres, deseosos de modernizar España sin los peligros de la revolución liberal, pasaron a engrosar las filas de los moderados durante la monarquía isabelina. Javier de Burgos fue uno de los más destacados.

En realidad, durante el reinado de Isabel II la apelación al levantamiento del 2 de mayo, a la lucha contra el francés, a las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812 corrió a cargo del liberalismo progresista, sobremanera de su ala izquierda, que en 1849 fundaría el Partido Demócrata. La soberanía nacional como base de un supuesto derecho (natural) a la revolución se convirtió en su asidero ideológico más relevante, en pugna con la jovellanista doctrina de la soberanía compartida entre el Rey y las Cortes, en la que se apoyaban los moderados.

Las Juntas revolucionarias que preceden a la sublevación de los sargentos de la Granja en agosto de 1836, la Regencia de Espartero, la Vicalvarada de 1854 y la Revolución de septiembre de 1868, jalonan la actuación de este permanente poder revolucionario, heredero del 2 de mayo, que progresistas y demócratas esgrimieron contra los moderados. Si los primeros se apoyaron en la Milicia Nacional y en los ayuntamientos electivos, los segundos, que fueron en rigor los que articularon el Estado liberal, prefirieron crear la Guardia Civil y configurar unos ayuntamientos nombrados por el Gobierno.

Durante el Sexenio Revolucionario y la Restauración, el levantamiento popular del 2 de mayo fue objeto de constante reivindicación por parte de no pocos demócratas y republicanos, como José María de Orense, Emilio Castelar, Vicente Blasco Ibáñez, Rafael María de Labra (incansable conmemorador de la Constitución de 1812 durante su primer centenario) y, con algunos matices, Pi y Margall.

Una actitud que se contraponía con los meros elogios de cortesía que nuestro primer liberalismo recibió de los partidarios de Sagasta y sobre todo de los seguidores de Cánovas. Para el artífice de la Restauración la decadencia de España era fruto del "provincialismo", opuesto al liberalismo, que para él era sinónimo de centralización. Un provincialismo cuyo origen situaba en el reinado de los Reyes Católicos, pero que la Guerra de la Independencia, con la eclosión de las Juntas Provinciales, había agravado de forma harto peligrosa para la "unidad civil y política" de España.

El liberalismo radical que se consolida durante la II República no fue muy generoso con el legado liberal del siglo XIX español, considerado excesivamente individualista y verboso, como tampoco lo fueron algunos destacados miembros de la Generación del 14, entre ellos Ortega y Madariaga, a diferencia de Manuel Azaña, quien supo valorar el aporte del liberalismo al progreso intelectual y a la formación de una sociedad tolerante y democrática.

Más que patente resultó la hostilidad del franquismo contra todo el siglo decimonono ("que nosotros hubiéramos querido borrar de nuestra historia", como recordó el propio Franco en 1950 desde el balcón del Ayuntamiento de Baracaldo) y su incomodidad respecto del período 1808-1814: de un lado, escuela de patriotismo; pero, de otro, cuna del execrable liberalismo.

Aunque el sector más radical del PSOE y los demás partidos obreros de izquierda nunca ocultaron su desdén hacia el "liberalismo burgués" (su fiesta popular y proletaria era el Primero de Mayo), merece la pena destacar los esfuerzos del Partido Comunista de equiparar en su propaganda bélica el levantamiento del 2 de mayo contra los franceses con la guerra popular contra la presencia en suelo español de las tropas nazis y fascistas.

Animadversión fue el sentimiento que desde su origen hasta hoy han mostrado los nacionalistas catalanes (también por supuesto los vascos) con el liberalismo que se inaugura el 2 de mayo de 1808, empeñados en identificar la nación española con el despotismo más oscurantista y en permanente lucha contra Cataluña. No importa que para tal propósito tengan que pasar por alto la decisiva importancia de algunos de sus coterráneos en la construcción de España como patria común de ciudadanos libres e iguales: desde el doceañista conservador Capmany, autor de Centinela contra franceses, hasta el general Prim, descollante dirigente del progresismo español y principal valedor del bienintencionado Amadeo I.

En la España actual, poco proclive a buscar referentes históricos anteriores al 14 de abril de 1931, la gesta del 2 de mayo de 1808 y los acontecimientos históricos inmediatamente posteriores, aparte de la consabida y festiva retórica oficial, sólo ha suscitado el relativo interés de algún sector del Partido Popular, sobre todo en Madrid. En no pequeña medida merced al empeño personal de la expresidenta de esa Comunidad, impulsora en 2008 de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad. Una fundación efímera, pues se clausuró hace un par de años, en medio de severas críticas de la oposición por su gestión económica y su sesgada orientación política.

Joaquín Varela Suanzes-Carpegna es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Oviedo. Autor de 'Política y Constitución en España. 1808-1978'.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *