Vísperas de un fin del mundo

Hay evidencias a las que la mente humana no puede o no sabe enfrentarse. Una de ellas es la de lo cerca que estuvo el mundo de un apocalipsis nuclear durante varios días de finales de octubre de 1962. Distraídamente recordamos documentales sobre aquella crisis de los misiles soviéticos en Cuba, y, como ha hecho 60 años justos que sucedió, lo miramos todo con la indiferencia con que se recuerdan las amenazas abolidas, o incluso con la confianza retrospectiva de que si aquel peligro se evitó tampoco debió de haber sido demasiado grave. Lo que la mente racional no puede concebir la imaginación se niega a representarlo. Los libros y los documentales sobre aquellos días de octubre se organizan hacia un crescendo narrativo que alcanza su resolución después de la tensión máxima: los buques soviéticos con armamento nuclear navegan por el Atlántico en dirección a Cuba; el presidente Kennedy ha decretado el bloqueo, y si los buques no lo acatan lo considerará un acto de guerra; en el último momento, en Moscú, Jruschov capitula y ordena que los barcos den la vuelta. Como en un duelo del Oeste, en un cruce de primeros planos de Sergio Leone, uno de los dos mantiene la mirada fija y el otro parpadea, y el mundo, los espectadores, respiran con alivio.

Las historias sirven para dar una forma inteligible a la confusión y a la niebla de los hechos; su propósito no es la transmisión del saber sino el alivio de la incertidumbre, la seguridad de que cada enigma tiene una solución y cada argumento un desenlace, y de que hay un orden lógico, una proporcionalidad, entre causas y efectos. Lo que hace tan inquietante la investigación histórica rigurosa es que desbarata una por una todas esas certezas. Cuanto más detallado es el conocimiento, más perturbadora se vuelve la evidencia de que los asuntos públicos están gobernados por el azar, la ignorancia, la irracionalidad, el capricho, y de que quienes ocupan el poder actúan muchas veces a ciegas, como moviéndose en habitaciones oscuras en las que no llegan a verse los unos a los otros.

Esa imagen de hombres aturdidos tanteando en la oscuridad la usa varias veces Serhii Plokhy en Locura nuclear, su relato exhaustivo de aquellos días de octubre de 1962 que ha publicado en español Turner, traducido por Verónica Puertollano. Historiador ucraniano y profesor en Harvard, Plokhy posee una sensibilidad extrema hacia los horrores que ha sufrido su tierra de origen en el siglo XX. Es el autor del estudio más completo que yo conozco sobre el desastre nuclear de Chernóbil, y sin duda esa dolorosa cercanía con el peligro y el espanto de las explosiones atómicas lo ha acuciado en su investigación de todo lo que sucedió y lo que estuvo a punto de suceder a partir del día de finales de agosto en que un avión espía detectó unas instalaciones de misiles soviéticos en Cuba. Plokhy tiene la ventaja de haber examinado con la misma profundidad los archivos de Estados Unidos y los de la Unión Soviética. A un lado y a otro, Kennedy y Jruschov, y los ayudantes y cortesanos de cada uno de ellos, actúan en una ignorancia simultánea de los motivos y las intenciones del otro, y se dejan llevar por impulsos parecidos de recelo y jactancia, de temeridad y cautela, de terror y de vértigo ante las consecuencias inconcebibles que pueden provocar las decisiones que tomen. Kennedy le pide a un asesor que calcule el número aproximado de víctimas que puede tener un ataque nuclear sobre Estados Unidos y se queda paralizado por la respuesta: “Entre 80 y 90 millones”. Kennedy y Jruschov viven igualmente angustiados por el miedo a parecer débiles, por la presión de quienes les urgen a lanzar un ataque antes del que ya parece que está a punto de lanzar el enemigo. En toda crisis hay grandes especialistas en echar leña al fuego. La cúpula militar de Estados Unidos prepara todo tipo de informes para justificar una invasión inmediata de Cuba. En La Habana, Fidel Castro envía cartas y telegramas a Jruschov suplicándole que empiece un ataque nuclear contra Estados Unidos.

Pero más catastrófico que una decisión consciente puede ser un malentendido, un error, una avería mecánica. El piloto de un avión espía U-2 pierde el rumbo volando sobre el Polo Norte y sin darse cuenta irrumpe en el espacio aéreo soviético, desatando la alarma de que tal vez se trate del comienzo del ataque nuclear definitivo. En esos días hay 72 bombarderos B-52 cargados con armamento atómico volando en alerta permanente y repostando combustible en el aire para evitar que un ataque del enemigo los sorprenda en tierra y estar en condiciones de responder de inmediato contra el territorio de la URSS. En esas horas de extrema tensión habría bastado un solo accidente para que se desencadenara el apocalipsis. En la madrugada del 26 de octubre, en el mar de los Sargazos, un buque de la Marina americana vigila de cerca a un submarino soviético que acaba de emerger. Un avión también americano sobrevuela la escena, y el piloto lanza unas bengalas para iluminar al submarino y tomar fotografías. El capitán del submarino piensa que están siendo atacados y decide responder disparando un torpedo. El torpedo tiene una cabeza nuclear tan potente que lanzado sobre una ciudad lo aniquilaría todo en el radio de un kilómetro. El capitán del submarino piensa que la Tercera Guerra Mundial ha empezado ya, y que su destino y el de su tripulación es inmolarse luchando por la patria. En el último momento, un oficial le exige al capitán que anule el disparo: ha visto que desde la cubierta del buque americano alguien hacía señales morse con un foco, y que el mensaje urgente no es de amenaza sino de disculpa por la molestia de los fuegos artificiales del avión. Esa madrugada, en alta mar, sin que lo supiera nadie, ni ellos mismos, esos dos marinos, el americano y el soviético, salvaron el mundo. Serhii Plokhy consigna respetuosamente sus nombres: Gary Slaughter, Valentin Savitsky.

Plokhy, como historiador que es, vindica el valor práctico de las lecciones de la historia: durante toda aquella crisis, el presidente John Kennedy tuvo muy presente un libro entonces recién publicado, Los cañones de agosto, el relato magistral que hizo Barbara Tuchman de las sinrazones, los descuidos, las casualidades, los malentendidos, que en el verano de 1914 llevaron a los dirigentes europeos a una guerra cuya escala destructiva ninguno de ellos previó ni pudo imaginar. Con una irresponsabilidad equivalente, con una ligereza de la que ellos mismos se arrepintieron y se espantaron más tarde, Kennedy y Jruschov se enredaron en una esgrima de desplantes que llevó al mundo al filo de un abismo sin regreso posible. Que la mente humana tenga la facultad de crear bombas que pueden destruir la vida en el planeta Tierra es la prueba de su sofisticación, y también de su imbecilidad aterradora. Sesenta años después de aquellos días de octubre hay más armas nucleares que nunca, muchas de ellas en manos de lunáticos, de iluminados, de fríos genocidas, todas ellas sujetas a la falibilidad inevitable de los empeños y los cálculos humanos, a las averías, a los descuidos, a los accidentes. El papel que nos queda a la inmensa mayoría de nosotros es el de rehenes o de víctimas. Quizás la incapacidad de imaginar verdaderamente un peligro contra el que no podemos hacer nada es una muestra de cordura, o de definitivo fatalismo.

Antonio Muñoz Molina

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