Vísperas habaneras

El último día del año se reúnen en Cuba más de cuatrocientos babalaos, los sacerdotes de las religiones afrocubanas. Es el Día del Medio y van a hacer las predicciones del año que empieza, histórico en Cuba porque estamos entrando en 1959. Se niegue o no, esos auspicios son seguidos por toda la población con sumo respeto: por los blancos, los mulatos y los negros de nación. Se alumbra el triunfo de la Revolución, Fidel Castro baja de Sierra Maestra y La Habana sale a la calle. Batista, el sargento mulato que era las dos únicas cosas que no quería ser (mulato y sargento) huye a Santo Domingo, después de enviar otro avión a Miami con su familia y los millones de dólares robados a los cubanos. Esa noche del Día del Medio, los habaneros destruyen los parquímetros y las máquinas traganíquel, las víctrolas de donde ha salido la música popular todos estos años anteriores al triunfo de la Revolución.

Un tiempo antes, cuando todavía el Movimiento 26 de Julio no ha cobrado la fuerza que lo convirtió en un vendaval de victoria, Fidel Castro se esconde como puede en los vericuetos de La Habana, ciudad sin sótanos. Su amigo Alfredo Guevara le busca rincones inencontrables para los esbirros batistianos y Castro acrecienta su leyenda escurriéndose de un lado a otro. Guillermo Cabrera Infante, periodista, crítico de cine e íntimo amigo entonces de Alfredo Guevara, comparte con éste el lugar de los escondrijos de Castro. En una esquina imprevista de La Habana, Cabrera Infante es detenido por la policía. Se le interroga para que diga dónde se esconde el líder, Fidel Castro. Cabrera es amenazado con la muerte, pero de su boca no salen sino monosílabos sin semántica, que parecen formar parte de un jeroglífico chino. «Se portó como un valiente», me dijo Alfredo Guevara refiriéndose a Cabrera Infante durante un almuerzo en la casa de protocolo de Gloria López, entonces delegada de la Unesco en América Latina con sede en La Habana.

Durante la guerra que acaba en las vísperas revolucionarias, el Día del Medio de 1958, La Habana era una fiesta mayor que no cerraba de noche. Los antibatistianos hicieron todo cuanto pudieron para que la gente no diera la imagen de diversión constante que era La Habana, de noche y de día, pero los habaneros siguieron bailando, cantando, bebiendo ron en candela durante la jarana interminable. Mientras, en las cunetas de las carreteras cercanas a la capital cubana y en los barrios marginales, aparecen muchachos asesinados por los esbirros del Gobierno de Batista. Pero la fiesta sigue en La Habana. Y en la montaña, los barbudos se aprestan a tomar por asalto el bastión final de la Isla, La Habana. Castro baja de la Sierra con dos medallas de Cachita colgadas al cuello y la inmensa mayoría del pueblo cubano lo espera y aplaude su lucha. La Revolución se hace para la reforma agraria y el regreso de la Constitución del 30 y la democracia. Cuba no es solamente lo que se ha dicho siempre, un burdel norteamericano, sino también uno de los países más desarrollados de América Latina.

El cine no ha dejado frecuentes secuencias de la noche del Día del Medio. En Habana, una película no demasiado inteligente con reminiscencias claras de Casablanca, se hace hincapié en la salida de los magnates batistianos y la atropellada huida de los gángsters norteamericanos, mientras el jubiloso pueblo habanero se lanza a destruir con lo que tiene a manos los parquímetros y las máquinas traganíquel. Algunas secuencias de El Padrino nos dejan la misma estela. La suerte está echada hace rato y, a esa misma hora, Ernesto Guevara está llegando a La Cabaña. Bajo su mando, comienzan los juicios sumarísimos y las ejecuciones de los esbirros más conocidos de Batista.

Días más tardes, tras las vísperas, Fidel Castro llega al campamento militar de Columbia y el país entero se vuelca con él. Durante su discurso tiene al lado a Camilo Cienfuegos. «¿Voy bien, Camilo?», le pregunta de cuando en vez el líder al más simpático jefe de los barbudos. «Vas bien, Fidel», le contesta Cienfuegos. Poco más tarde, se sueltan ante el público una bandada de palomas blancas, una de las cuales parece ir a parar en su atolondrado vuelo a uno de los hombros de Camilo Cienfuegos. El jefe guerrillero se la quita de encima con un gesto violento de su mano, pero la paloma no remonta el vuelo sino que va a parar al hombro de Fidel Castro mientras habla al pueblo cubano, el que está reunido en la plaza pública y el que lo ve por la televisión. Otra paloma revolotea desde el aire y, como si hubiera recibido una orden del más allá, va buscando el otro hombro de Castro, que ahora habla con dos palomas blancas sobre sus hombros.

Es leyenda que, en ese momento de las palomas de Castro, una de las mayores intérpretes de las religiones afrocubanas, la blanquísima Lydia Cabrera, la autora de El Monte (mutatis mutandis, los hechos de los apóstoles de esas religiones, con toda su tradición oral africana), decide exiliarse de Cuba porque ve en aquel joven el aquelarre revolucionario que envolverá a Cuba por medio siglo de soledad. «Hemos ganado la guerra, ahora empieza la Revolución», dicen los guerrilleros, dice Fidel Castro, dice Ernesto Guevara.
Cincuenta años después de la épica, entre el exilio y el insilio, la Revolución cubana es una ruina que lleva tambaleándose en la nada más tiempo del necesario. De modo que del júbilo popular de aquellas vísperas revolucionarias no queda ya gran cosa, salvo el recuerdo. ¿Nostalgia? Es irremisible la nostalgia para quienes vivieron aquel episodio de la noche tras el Día del Medio. Es inevitable que quienes no lo vivimos rescatemos de aquellas imágenes un instante agridulce de melancolía. Desde las vísperas revolucionarias hasta hoy, el régimen castrista se fue deslizando por el alambre de la improvisación cotidiana: ni siquiera los que «organizaban» por la noche, sabían que iba de verdad a suceder al día siguiente.

Los gringos, que al principio vieron con simpática curiosidad la llegada al poder de aquel joven barbudo, no se dieron cuenta de que no era uno más de los muchachos rebeldes de lo que ellos llaman todavía su patrio trasero. Ni se dieron cuenta de qué era capaz Fidel Castro. Luego llegaron los bolos (los rusos) y una larga temporada de resistencia al embargo. Más tarde, el periodo especial. Finalmente hoy, la nada a la espera del futuro.

En un lugar secreto de La Habana, en estas vísperas habaneras de la Revolución de hace cincuenta años. Fidel Castro, el hoy invisible sátrapa patriarcal, dirige la isla como si fuera su finca particular. Mientras su cuerpo se seca, escribe el «Gramma» entero. Al frente de la nada, Raúl Castro, su hermano, dirige las operaciones ordenadas por el dictador. Por La Habana y todo el archipiélago, comenzó hace rato a correr el rumor: «El que está enfermo de verdad es Raúl. Y se va a morir antes que Fidel». Lo que digan esta vez las predicciones de los babalaos en el Día del Medio será escrutado más que nunca con una curiosa seriedad.

J. J. Armas Marcelo