«Vista de Delft»

De entre las muchas y espléndidas páginas que a lo largo de la Recherche du temps perdu Proust dedica a la pintura –Cocteau ha definido la obra como un «vasto repositorio»–, hay una que el lector proustiano sobre todas venera. Me refiero al episodio hacia la mitad de La Prisonnière en el que se narra la muerte del escritor Bergotte, en el que la crítica reconoce un trasunto de Anatole France, autor al que Proust admiraba desde su juventud.

Recordémoslo brevemente. Bergotte, que guardaba reposo por una leve crisis de uremia, al leer en la reseña de un crítico sobre una exposición holandesa que en la «Vista de Delft» de Vermeer, cuadro que adoraba y creía conocer muy bien, había un pequeño trozo de pared amarilla («petit pan de mur jaune») tan bien pintado que, como una preciosa obra de arte china, constituía una belleza que se bastaba a sí misma, fue a visitar la exposición. Al subir los primeros escalones, sintió mareos, mas alcanzó el cuadro de Vermeer y se detuvo a contemplarlo. Lo recordaba más deslumbrante y diferente de cuanto había visto, pero gracias a la observación del crítico por vez primera advirtió unos pequeños personajes azules, la arena rosada y la preciosa materia del minúsculo trozo de pared amarilla. Mientras aumentaban los mareos y miraba el cuadro fijamente, se dijo: «Así es como debiera haber escrito. Mis últimos libros son demasiado secos, tendría que haberles dado varias capas de color, que mi frase fuera preciosa por sí misma, como ese trozo de pared amarilla». Reparando en la gravedad de sus mareos, pensó que la visita había sido imprudente y que no quería ser la crónica de sucesos en los periódicos de la tarde. «Pequeño trozo de pared amarilla con alero, pequeño trozo de pared amarilla», se repetía al caer sobre un sofá. Aunque un último aliento de optimismo le llevó a pensar por un momento que no tenía nada, que lo que padecía era una simple indigestión, un nuevo golpe lo abatió: rodó al suelo y, al acercársele visitantes y guardianes, vieron que estaba muerto.

«Vista de Delft»Numerosos datos permiten concluir que al escribir el pasaje que hemos resumido nuestro autor hablaba de sí mismo. Por su correspondencia sabemos que en 1921 visitó en el parisino Jeu de Paume una exposición de arte holandés en la que pudo volver a contemplar la «Vista de Delft» y en la que sufrió una indisposición. Sabemos de su devoción por Vermeer, como demuestra el hecho de que hiciera al inolvidable Swan máximo experto en su pintura, y sabemos también que justamente consideraba a la «Vista de Delft» «el cuadro más bello del mundo». Además, alguno de sus biógrafos nos cuenta, aunque el dato es controvertido, que Proust trabajaba en este pasaje de su obra durante los últimos días de su vida, prácticamente hasta su misma muerte, que intuía próxima. De ser cierto este dato, el texto que glosamos sería el máximo exponente de la batalla a brazo partido contra la muerte que fue la terminación de la Recherche.

Visitar de la mano del texto de Proust la «Vista de Delft» en el museo Mauritshuis de La Haya donde se encuentra o escrutarlo en una de las magníficas reproducciones que hoy tenemos a nuestro alcance y que nada tienen que ver con la fotografía en blanco y negro de la que él se servía para rememorarlo, constituye toda una sorpresa. Porque, por más que uno haga un esfuerzo de observación por identificar en el cuadro el pequeño trozo de pared amarilla y el preciosismo chinesco con que según el narrador fue pintado, no logra identificarlos. La pequeña mancha amarilla que aparece a la derecha del cuadro es claramente un tejado soleado y la pequeña pared que se observa aún más a la derecha no es amarilla. La evocación del arte chino tampoco se vislumbra.

Mas el contraste entre el cuadro contemplado y el cuadro descrito no nos produce decepción alguna, porque el texto es un alarde del inmenso poder de la Literatura. Resulta, en efecto, admirable el maridaje entre las dos obras de arte, pintada y escrita, y el diálogo definitivo que Proust ha abierto entre ellas. El pequeño trozo de pared amarilla es ya, para el lector devoto de Proust, un elemento central en la «Vista de Delft», que ciertamente está en la obra aunque no sepamos bien dónde. Qué difícil se nos hace ahora, de otra parte, contemplar el cuadro sin sentirnos interpelados por el mensaje que Proust leyó en él: «Así debiera haber escrito, con varias capas de color, para que la frase sea preciosa en sí misma, como el pequeño trozo de pared amarilla».

La muerte de Bergotte se cierra en el texto proustiano con la pregunta fatal: ¿Muerto para siempre? El narrador empieza respondiendo a este interrogante con una irónica asimilación entre el espiritismo y la religión, ninguno de los cuales ofrece una respuesta valedera sobre la supervivencia del alma. Para inmediatamente hacer suya la idea platónica de que «en nuestra vida todo ocurre como si entráramos en ella con la carga de obligaciones contraídas en una vida anterior». Para nuestro autor, ello explicaría que nos creamos obligados a hacer el bien, a ser delicados o corteses, y asimismo la condición del artista, que se sabe obligado a empezar veinte veces un párrafo para suscitar una admiración sin humana recompensa, como le ocurrió a ese pintor desconocido, apenas identificado con el nombre de Vermeer, que con tanta ciencia y refinamiento pintó el detalle de la pared amarilla. Proust habla de nuevo aquí de sí mismo, de su propia insobornable condición de artista, a la que ha obedecido cumpliendo esas leyes cuya enseñanza llevamos dentro, cuyo autor desconocemos y a las que nos acerca todo trabajo profundo de la inteligencia... Atenerse a esas leyes, cumpliendo con el propio destino creador, parece ser para Proust el único modo verosímil de no morir para siempre. Por ello, al cadáver de Bergotte lo velan sus libros que, como ángeles de alas desplegadas, son símbolo de resurrección.

Por Francisco Pérez de los Cobos Orihuel, presidente emérito del Tribunal Constitucional.

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