¡Viva el papa Benedicto XVI!

La muerte de Benedicto XVI ha traído de nuevo a nuestros labios la exclamación con la que lo saludamos en tantos lugares, en particular, aquí en Madrid, en la Jornada Mundial de la Juventud de 2011: ¡Viva el papa!

El gran papa alemán ha muerto, pero -según esperamos de la misericordia divina- se ha sumergido ya de lleno en el mar infinito del amor de Dios, feliz expresión que él empleaba para referirse a la Vida eterna. Por eso, hoy es más verdad que nunca: ¡Viva el papa Benedicto XVI!

Pero el papa Ratzinger vivirá también en la memoria de la Iglesia mientras ésta siga su camino aquí en la tierra. No será fácil olvidarlo. Su contribución a la vida cristiana e incluso a la humanidad entera ha sido formidable.

Si llamamos Padres de la Iglesia a aquellos grandes testigos de Jesucristo de los primeros tiempos, cuya obra fue decisiva para que la fe cristiana calara en el corazón de la cultura grecolatina, Benedicto XVI bien podría ser tenido por un Padre de la Iglesia de los tiempos modernos. Su magisterio, primero como teólogo, luego como obispo colaborador de san Juan Pablo II y finalmente como papa, ha sido muy valioso para la inserción evangelizadora de la fe en la cultura moderna.

La inculturación de la fe es tarea permanente de la Iglesia, siempre ardua y peligrosa. No consiste en acomodar el Evangelio a las ideas ni menos a las modas de los tiempos. Por el contrario, ante la amenazante helenización del cristianismo, la gran hazaña de los Padres de la Iglesia fue la evangelización del helenismo. De modo semejante, la gran tarea de la Iglesia de nuestros tiempos no es la modernización del cristianismo, sino la evangelización de la modernidad. El papa Ratzinger ha sido sin duda un enviado de Dios justo con esa misión: abrir caminos para evangelizar la cultura moderna sorteando el peligro constante del modernismo.

Un padre de la Iglesia es notable tanto por la agudeza de su entendimiento -por su doctrina- como por la integridad de su vida, por su santidad. En ambas cosas ha destacado el papa Benedicto XVI; las dos, unidas por el lazo de la humildad. Si algún día fuera declarado doctor de la Iglesia, le vendría muy bien el título de doctor humilis.

La cultura de hoy pivota -según Ratzinger- sobre una confianza ingenua y desmedida en la ciencia empírica y en la técnica. De ellas espera el hombre moderno la superación de todos sus males y carencias. Es la ideología del nuevo y supremo ídolo del «progreso». Es la nueva suerte de paganismo, inspirador de las ideologías totalitarias y nacionalistas del siglo XX, causantes de las mayores masacres de la historia. Es también el numen de la actual cultura de la muerte y del descarte, bajo el signo de la dictadura del relativismo, a la que se debe de nuevo un número estremecedor de víctimas.

Pero la dramática deriva del racionalismo materialista moderno, nunca le hizo perder a Ratzinger su fe en la capacidad de la razón humana para abrirse a la verdadera religión. Siempre creyó que la razón comparte con la fe cristiana el rasgo básico de la humildad. Tanto la una como la otra, aunque de diverso modo, están de por sí inclinadas a no cerrarse en sí mismas, y a buscar y a agradecer la raíz de su ser más allá de ellas mismas. Por eso, pueden y deben encontrarse. ¿Dónde? En el Dios vivo y verdadero, manifestado en Jesucristo.

Al servicio del diálogo evangelizador entre la fe y la razón Ratzinger escribió una inmensa obra, recogida en los 25 volúmenes de los Gesammelte Schriften, de los cuales la mitad están ya traducidos en las Obras completas, publicadas por la BAC. Si hubiera que quedarse sólo con tres, un servidor escogería la Introducción al cristianismo, de 1968, la Introducción al espíritu de la liturgia, de 2000, y el Jesús de Nazaret, concluido en 2012, poco antes de su renuncia, pero presentado como obra de autor, no como texto papal.

En los turbulentos años del posconcilio, la Introducción al cristianismo puso de relieve que lo esencial seguía siendo Jesucristo. El amor es necesario, pero con una necesidad que no se reduce a un mero principio de razón, sino que ha de acontecer como gratuito don personal. El dios de Aristóteles y de la metafísica es necesario, pero como acontecimiento del Amor divino. Verdad y amor, necesidad y libertad se manifiestan como inseparables en Jesucristo.

Jesucristo, pues, no es conocido en virtud de ninguna filosofía, teología o ciencia histórica; tampoco como consecuencia de una praxis cualquiera, sino en el acontecimiento de su presencia permanente en la vida sacramental de la Iglesia. El Credo es la fórmula de la fe recibida en el bautismo. En la Introducción al espíritu de la liturgia Ratzinger se acerca a la acción litúrgica de la Iglesia precisamente como el lugar de la intersección entre la naturaleza y la libertad, la verdad y el amor, es decir, como el lugar propio del encuentro con el Dios que se nos revela y entrega en Jesucristo.

El Jesús de Nazaret es obra de síntesis madura. El Jesús de la historia no es otro que el Cristo de la fe y viceversa. Pero a esa unidad no se llega ni desde una historia de meros hechos positivos ni desde una fe de pura subjetividad. El Cristo de Dios se muestra en su esplendor salvador en la debilidad de su cuerpo: El cuerpo crucificado por los poderes del mundo, pero resucitado y vivo en la Eucaristía, que hace la Iglesia. La Iglesia es pueblo de Dios en camino porque es cuerpo de Cristo resucitado. Por eso, el cristianismo no es una «religión del libro», sino comunión de los santos.

Con este impresionante trasfondo teológico, el papa Benedicto XVI escribió sus tres encíclicas, que admiraron y admiran a la Iglesia y al mundo: Dios es amor (Deus caritas est), Salvados en esperanza (Spe salvi) y Caridad en la verdad (Caritas in veritate).

Sobre el pontificado del papa teólogo habrá que escribir en otro momento. Baste por ahora haberlo evocado como nuevo Padre de la Iglesia, pastor que ha conducido al rebaño al corazón del único Pastor que alimenta al pueblo con su cuerpo y su sangre, con la verdad del amor. He ahí su gran legado pastoral que le otorgará un lugar relevante en la Tradición viva. Porque el papa no es más que el vicario de Cristo.

Juan Antonio Martínez Camino es Obispo auxiliar de Madrid.

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