Viva la libertà

A los amantes del arte, y muy especialmente a los que nos gusta la ópera, nos mira el resto de los mortales como seres raros, aficionados a los gorgoritos, al más difícil todavía. Al circo, en realidad. El arte de la ópera nació como una forma de recuperar la antigüedad clásica, los sonidos de la tragedia, que los hombres del Renacimiento querían identificar y reproducir. Pero a lo largo de sus más de cinco siglos de historia, la ópera no se ha limitado a servir de entretenimiento a los «raros», sino que ha servido también como vehículo para la transmisión de ideas políticas, sociales y filosóficas. No todo se limita a los divos más o menos insufribles; de hecho, casi ningún aficionado sabe quién estrenó la ópera que tanto le gusta. Si solo se tratara de eso, el siglo XIX habría acabado con ella. Algo hay detrás que la sostiene. Así, Mozart lanzó un «Viva la Libertà» por medio de don Giovanni, para significar que una nueva época en lo político y lo social había nacido, y que esta época se fundará en la libertad.

Viva la libertàLas ideas filosófico-políticas del siglo XVIII, con el Iluminismo y los precursores de la Revolución francesa, ofrecieron productos importantes que transmitieron a los espectadores de toda condición social, los que se sentaban en los palcos y los que ocupaban el patio sin butacas, los anhelos de libertad y la necesidad de superar las formas de gobierno, monárquicas en general, basadas en un tirano, bueno o malo, pero que no dejaba al pueblo el gobierno que a éste debería corresponder según las ideas democráticas que dieron lugar a la Revolución francesa de 1789. Algunas óperas de Mozart ofrecen ejemplos notables de esta técnica: en Lucio Silla, dictador y gobernante absoluto, utiliza la historia real de Lucio Silla que inesperadamente dejó su cargo un año antes de su muerte; pero aquí le hace ceder ante Cecilio y Giunia, cuyo amor ha intentado desbaratar. Tito Vespasiano, en La clemenza di Tito, acabará reconociendo que no puede gobernar en las condiciones en que se lo piden y acabará en el perdón, porque Tito es un «buen dictador», mientras que Lucio Silla es malvado. En todo caso, los enamorados, que simbolizan al pueblo, acaban triunfando sobre el tirano. De buena o mala manera. Es una lección para todos: la libertad se impondrá sobre la monarquía absoluta y el aroma de la Revolución está presente. Una vez que la Revolución llegó, sin embargo, aun Beethoven nos presentará un canto a la libertad con Fidelio: el coro de los prisioneros que salen a tomar el aire desde sus celdas amontonadas y malolientes, donde se exalta el sol, símbolo de la libertad en el siglo XVIII, es una lección de lo que acontece cuando no se respetan los derechos ya proclamados en 1789.

Pero el Romanticismo, del que aún bebemos, trasladará la ópera a otros ambientes, con argumentos ultra románticos (Norma, Lucia di Lamermoor) o descontextualizados de la obra original (El barbero de Sevilla). Viva la libertà, en este caso, de interpretar.

Y llegamos a Wagner, el denostado, criticado y peculiar autor del S. XIX, contradictorio en sus planteamientos: desde el Romanticismo absoluto de El holandés errante, hasta la influencia de las tendencias sociales de la época de la Revolución de 1848, con Bakunin, Proudhon y otros, que se manifiestan en el Anillo del Nibelungo. De este modo, en Wagner se pueden observar las influencias de diversas tendencias filosóficas: las ideas de Schopenhauer, que se traducen en el texto de Tristán e Isolda con la exaltación de la muerte; las ideas político-sociales personificadas en la lucha entre dioses y hombres para conseguir el poder, que se desarrollan en El anillo del Nibelungo; la dificultad de la creación y del arte, recogida de las lecturas de Nietzsche, que se manifiesta en Los maestros cantores de Nuremberg y finalmente, la influencia de las ideas cristianas, en Parsifal. De la misma forma como podemos encontrar el fervor patriótico en el Nabucco de Verdi o en La Muette de Portici, de Auber, censurada por su contenido revolucionario, pero que a raíz de una representación en el teatro de La Monnaie, en Bruselas el 25 de agosto de 1830, provocó el inicio de la revolución que permitió la independencia de Bélgica. En todas estas obras se producen verdaderos intentos de transmitir una ideología por un vehículo aparentemente festivo o que ahora nos lo parece.

Hoy estamos en otro nivel: la ópera es el mundo de unos cuantos que repiten y repiten, vaya repetimos y repetimos obras, pour le plaisir. Nadie siente la necesidad de opinar sobre el trasfondo de un argumento archiconocido de una ópera que ha visto ¿cuántas veces? El poder didáctico ha desaparecido. Salvo cuando un productor toma el toro por los cuernos y nos pone ante nuestros fantasmas. ¿En qué puede consistir ahora la novedad? ¿En un gran cantante? ¿En una extraordinaria orquesta? ¿En un magnífico director? Eso es indispensable, pero no enseña nada. Nos proporciona placer, que ya es mucho, pero quizá no justifica la inversión. El auténtico intérprete en la actualidad es el productor, que es quien permite a la audiencia darse cuenta de las intenciones del autor. O de la propia interpretación del productor. Este o esta puede destruir la obra (véase el Tristán e Isolda de Katarina Wagner en escena en el Festival de Bayreuth), pero también puede sacudir nuestros más íntimos sentimientos y conectar con los más hondos problemas de la sociedad, como hace Barry Koski en Los Maestros cantores de Nuremberg, en escena también en el Festival de Bayreuth.

La ópera puede seguir teniendo, pues, una función educativa. Puede seguir advirtiéndonos del racismo que sigue imperando en la sociedad; de los efectos de la lucha por el poder; de la necesidad de reformar nuestras ideas tradicionales. En el fondo, sigue estando, como dice don Giovanni, «aperta a tutti quanti. Viva la libertà».

Encarnación Roca Trías, vicepresidente del Tribunal Constitucional y académica de número de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

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