¡Viva la Pepa!

Muchos de los que éramos veinteañeros en los años ochenta nos acogimos a la objeción de conciencia para no hacer la mili, y algunos de ellos acabaríamos librándonos tanto del servicio militar como del civil. En aquella España carente aún de un desarrollo legislativo pleno, no era raro que existieran vacíos legales. El de los objetores era uno de ellos. La Constitución había consagrado ese derecho en 1978, pero la ley que debía regularlo no se aprobó hasta seis años después, y aún pasarían algunos años más antes de que entrara en vigor el reglamento que normalizaría el cumplimiento del servicio civil. Entre tanto, el número de nuevos objetores crecía sin parar, y se produjo tal atasco que la administración optó por soltar lastre eximiendo de cualquier obligación a los más antiguos. Yo estaba entre esos privilegiados: el salto que di cuando me llegó la notificación me habría hecho merecedor de una medalla olímpica.

Recordemos cómo era aquella España de 1978: el dictador había muerto tres años antes, y tres años después los diputados serían rehenes de unos militares que seguían creyéndose dueños de España y se obstinaban en tutelar la transición a la democracia. En tales circunstancias, que la ley de rango más alto reconociera el derecho de los jóvenes a no someterse a la autoridad de esos mismos militares tenía bastante mérito, mucho más del que ahora puede parecer. Democracias europeas más consolidadas que la nuestra tardarían aún algunos años en dar el mismo paso: teníamos, sin duda, una Constitución adelantada a su época.

Pero todas las cosas (¡ay!) envejecen. En marzo del 2001 se suprimió definitivamente la obligatoriedad del servicio militar, y ese artículo de la Constitución (el artículo 30 de la sección segunda del capítulo segundo del título primero) quedó de golpe convertido en un inútil vestigio del pasado. Lo que en 1978 había sido progresista era ya anacrónico veintitrés años después, y seguro que, al igual que ese artículo, subsisten en el texto de la Constitución muchos otros que la usura del tiempo ha vaciado de sentido. Esas partes son como la ganga que acompaña a los metales valiosos y que los mineros separan como inservible. Parece indudable que esta Constitución responde a una realidad muy alejada de la actual, y los diputados que salgan elegidos el día 20 no podrán limitarse a limpiarle la ganga. Si se impone la sensatez, la próxima legislatura tiene que ser la de una nueva Constitución.

Pasado mañana se cumplirán treinta y siete años de la aprobación de la actual. Este año cae en domingo y, por suerte, el puente que hoy comienza sólo se prolongará hasta el martes. Otros años el puente era interminable. ¿A quién se le ocurriría aprobar la Constitución en una fecha tan inoportuna, en vísperas de las Navidades y dos días antes de un festivo que, por motivos que desconozco, nunca se ha querido cambiar? Ya sé que es un tema menor, pero aquí va mi petición para los hipotéticos padres de esa hipotética Constitución del futuro: ¡por favor, que no se les ocurra aprobarla otro 6 de diciembre!

Se admiten sugerencias. En algunas comunidades, por razones que nada tienen que ver con nuestra historia reciente, es festivo el 19 de marzo. Mi sugerencia es celebrar que precisamente un 19 de marzo los abuelos de nuestros abuelos dejaron de ser súbditos y se convirtieron en ciudadanos. Ese día, en efecto, las Cortes de Cádiz aprobaron la Constitución de 1812, la primera que negaba la soberanía al Rey para dársela al conjunto de la nación. Aunque en algunos aspectos pueda ahora parecernos arcaica y trasnochada, era también una Constitución adelantada a su época: establecía la separación de poderes, limitaba el poder del monarca y abolía muchos de los privilegios del antiguo régimen. Pero, sobre todo, situaba a España en la senda de la modernización política inaugurada dos décadas atrás por las revoluciones americana y francesa: si la Bill of rights yla Déclaration des droits de l’homme et du citoyen consagraban una serie de derechos fundamentales para los ciudadanos de esos dos países, la Constitución de Cádiz hacía algo parecido para los de aquí.

A juzgar por los cuadros de carácter histórico que luego recrearían el momento, la ceremonia de promulgación no escatimó en pompa y magnificencia: maceros de expresión hierática, abundancia de uniformes de gala, suntuosos tapices con escudos. Mucho boato para un texto legal que estaría muy poco tiempo en vigor. El imaginario liberal, sin embargo, mantuvo vivo su espíritu durante todo el siglo XIX, y su invocación estuvo siempre unida a la fecha de su aprobación, festividad de San José: de ahí el nombre popular de la Pepa. Ese “¡viva la Pepa!” ha llegado hasta nuestros días como expresión de una España posible, más tolerante, más libre. Frente a ella se alzó pronto el intransigente y cavernario “¡vivan las cadenas!”. La continuada tensión entre esos dos gritos explica en buena medida la historia española de los últimos doscientos años.

Ignacio Martínez de Pisón, escritor.

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