Vive frugalmente, actúa globalmente

Sí, en imperativo, no en infinitivo. Pienso que este que acabo de formular es el imperativo más adecuado al momento en que nos encontramos. Los problemas nos agobian. Valga como ejemplo el de las migraciones desde África a Europa, o de América Latina a los Estados Unidos. ¿Qué hacer? ¿Cómo enfocar decentemente esos problemas? ¿O hemos de pensar que son irresolubles y que allá cada cual? ¿Será la única solución la falta de solución?

No, se me dirá, la culpa la tienen los políticos, que son quienes deben solucionarlos. Los ciudadanos utilizamos a los políticos como chivos expiatorios de todos nuestros males. Acabo de pasar unos días en Italia y he podido asistir a un espectáculo delirante. Ante la migración continua y masiva de ciudadanos sirios a las costas sicilianas, la sociedad italiana ha empezado a ponerse muy nerviosa, entre otras razones porque el panorama dantesco que a diario presenta la televisión hace que la conciencia del más dormido se despierte. Y han empezado las acusaciones. La Liga Norte propone tomar los puertos de Siria e impedir que salgan los botes. El secretario de la Conferencia Episcopal echa la culpa al Gobierno, que, según él, no hace nada. El ministro del ramo dice que está salvando cientos y cientos de vidas, y aprovecha para endosar la responsabilidad a la Unión Europea. Esta devuelve la pelota a los países. Confuso, uno acaba preguntándose: pero ¿de quién es la culpa? ¿Quién tiene la responsabilidad? ¿No será nuestra, de todos? ¿Por qué nos empeñamos en descargar nuestra conciencia sobre las espaldas de los políticos?

Vive frugalmente, actúa globalmenteEl siglo XX es una buena escuela para saber lo que cabe esperar de la política. La Primera Guerra Mundial se vio por muchos intelectuales europeos como el fracaso de la civilización burguesa, liberal, democrática y técnica, lo que explica que tras ella surgieran regímenes totalitarios, tanto de derechas como de izquierdas. La democracia era algo propio de burgueses, raíz de todos los males. Esto lo sufrió en sus carnes la Segunda República española, que quiso ser democrática cuando más difícil resultaba serlo. Pero vino la Segunda Guerra Mundial, provocada precisamente por esos regímenes totalitarios que creían tener claros cuáles eran los valores que debían dirigir la actividad política, y que además consideraban un estricto deber el imponerlos, incluso a la fuerza. Como reacción, después de la Segunda Guerra Mundial se volvió a la democracia, hasta el punto de que hablar o decir algo en contra de ella se convirtió de la noche a la mañana en un crimen. La democracia, ciertamente, tiene la ventaja de que los valores que deben regir la vida política los eligen todos los ciudadanos y no los llamados ideólogos. Pero ese es también su punto débil. Los ciudadanos votan a quienes puedan defender sus intereses, en la idea de que aquellos que tengan intereses distintos elegirán a otros. La política se convierte así en la mera gestión de los intereses de los ciudadanos. Y si el político quiere hacer algo distinto de eso, inmediatamente le retirarán la confianza y perderá el poder. En el tema de las migraciones africanas hacia Europa, el ministro español del Interior poco más puede hacer que buscar soluciones meramente coyunturales, parches, intentando que no se le desmadre la frontera de Melilla, o que en el reparto europeo no le toque una cuota mayor de la que por población, o por número de personas en paro, o por cualquier otro criterio, le corresponda. Lo mismo que la ministra de Agricultura tiene que defender a los pescadores de Huelva, en la idea de que los intereses de los pescadores de Marruecos ya los defenderá el ministro marroquí. Buen político es quien sabe negociar esos intereses, y quien además lo hace decentemente, sin buscar el provecho personal en ello.

La política no puede dar más de sí. Del político se espera que sea un buen gestor y que no sea corrupto. Poco más. De ahí que los grandes problemas no sólo no se resuelvan, sino que vayan haciéndose cada vez más gigantescos. Por ejemplo, el de las migraciones, pero también el de los niveles cada vez más escandalosos de desigualdad económica, o el del desempleo crónico, o el del cambio climático, etc. Si queremos que los políticos puedan gestionar los grandes problemas, tendremos que comenzar educando a la sociedad, para que vote pensando en valores globales y no sólo en intereses particulares. De ahí que el punto flaco no sea la política, sino la educación. Mi fórmula más sintética es esta: «Vivir frugalmente (frente a la sociedad del consumo, claramente insostenible) y pensar y actuar globalmente (no localmente, porque esto genera situaciones también insostenibles)». El consumo de más que hacemos los occidentales es el que debía ir a las sociedades deprimidas. El desarrollo del primer mundo es insostenible, y el subdesarrollo del Tercer Mundo, también. Lo estamos viendo, pero no nos damos por enterados. Todos estamos encantados de habernos conocido. Eso Freud lo llamaba narcisismo.

Cunde la idea de que el poder de los políticos es muy grande, pero yo creo que es muy pequeño. Y que el tema fundamental y sangrante es la educación, la gran ignorada. Los valores son la matriz de la ética, es decir, de los deberes. ¿Por qué no comenzamos por preguntarnos cada uno por nuestros valores, si tienen en cuenta a la globalidad de los seres humanos o sólo a unos pocos? ¿Y por qué no actuar en la vida, en nuestra vida, desde hoy, desde ahora mismo, de acuerdo con el siguiente imperativo, que lo es, y además categórico: «Vive frugalmente, piensa y actúa globalmente»? El globo es de todos. Cuando tanta gente se halla en necesidad extrema, cuando el propio planeta parece deteriorarse hasta el punto de hacer cuestionable la propia existencia de las generaciones futuras, hay razones para afirmar que todo lo que a unos nos sobra pertenece a otros. Nadie está obligado a más, pero desde luego tampoco a menos.

Diego Gracia, catedrático de Medicina y Psicología Clínica, y miembro del Colegio Libre de Eméritos.

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