Vivir con el miedo incorporado

Flores en homenaje a Sarah Everard. en Londres.DPA vía Europa Press / Europa Press
Flores en homenaje a Sarah Everard. en Londres.DPA vía Europa Press / Europa Press

Son días difíciles para las mujeres del mundo. Hace unas semanas Sarah Everard, de 33 años, se despidió de una amiga y tampoco llegó a su casa. Caminaba de noche por las calles de Brixton Hill hasta que un oficial de policía la secuestró y la asesinó. Porque sí, porque pudo. Fue en Londres, pero podría haber sido en Buenos Aires o en Madrid. El caso encendió las protestas, pero también reactivó los mecanismos del miedo. Miedo urbano en femenino. A caminar sola, a caminar con alguien demasiado cerca, a no correr demasiado de prisa. A la luz tenue que me devuelve la farola de la esquina, a subir al autobús abarrotado, a que el taxista me lleve por el camino equivocado. A no correr demasiado de prisa.

El 83% de mujeres que vive en España siente miedo al volver a casa sola de noche, el 45% lo experimenta independientemente del momento del día que sea. Pero el miedo opera al margen de los datos. Un cuerpo padece y la sensación de inseguridad se multiplica, la violencia posible otorga significado a nuestra realidad y la exposición al riesgo de una se transforma en el miedo de todas. Igual que en la teoría del caos, “una pequeña perturbación inicial, mediante un proceso de amplificación, podrá generar un efecto considerablemente grande a corto o medio plazo”.

Sarah, Nicole, Úrsula. Mujeres de todas las edades, de todas las etnias, de todas las clases. La violencia nos atraviesa a todas y el miedo se democratiza. Cada nueva historia se inserta en nuestra subjetividad, la biografía personal filtra cómo se perciben los lugares y la situación de violencia callejera propia o ajena acaba determinando una comprensión del espacio público como un escenario ciertamente hostil. Y peligroso. La experiencia individual y compartida de las mujeres condiciona nuestra relación simbólica con la ciudad y con el tiempo se convierte en memoria. En todas las calles de todos los países del mundo. Violación, acoso o agresión. La violencia en el espacio público es camaleónica. Comentarios, gestos, insinuaciones, pellizcos, golpes. Camaleónica e histórica, de ahí la normalización por parte de quienes la ejercen y sí, a veces, también por parte de quienes las soportan. La violencia contra las mujeres ya deberíamos saberlo es física, simbólica y estructural.

Pienso en los códigos establecidos con mi hermana, con mi compañera de piso y hasta con mis amigos y vuelvo a confiar en nuestra capacidad para encontrar fórmulas que no nos paralicen. Porque no vamos a limitarnos a vivir el miedo como una fatalidad, todas nuestras estrategias, conscientes o inconscientes, de resignificación, de resistencia y de defensa, contribuyen a mitigar la sensación de inseguridad. Se llama autoprotección y se llama sororidad.

Sin embargo, necesitamos la respuesta institucional. El carácter polimórfico de la violencia padecida por las mujeres plantea dificultades técnicas para combatirla y no podemos apostar todo a la respuesta punitiva, ya no basta con meter a los agresores en la cárcel. Por un lado, porque, aunque las conductas susceptibles de sanción poseen características de varias infracciones a la vez, podrían no corresponder a ninguna en sentido estricto; y, por otro lado, porque el miedo no puede tipificarse.

Claro que podemos seguir avanzando y retocando el Código Penal en España. En esa línea va la futura ley orgánica de garantía de la libertad sexual y las modificaciones ya introducidas sobre stalking y acoso sexual, pero seguiremos dependiendo como en tantos asuntos legales de la interpretación e intentando resolver los problemas que plantea delimitar conceptualmente el acoso sexista. Y, además, las víctimas continuarán padeciendo las dificultades probatorias. “El derecho penal como última ratio”, repetía mi profesora en la universidad.

Se trata de un escenario complejo porque no hablamos solo de un delito concreto. Estamos hablando de contrarrestar el miedo. De defender la seguridad personal, la integridad, la neutralidad del espacio público y el derecho a ejercer plenamente nuestra ciudadanía.

¿Y entonces qué? Entonces, políticas públicas transformadoras. Y urgentes. Porque la repetida apuesta por la educación está muy bien, pero este problema requiere respuestas a corto y medio plazo. Las campañas de sensibilización, los vídeos y los post de Instagram no bastan.

Confío en que emerjan de las administraciones locales respuestas más creativas que contribuyan a templar nuestras vivencias subjetivas y que, al mismo tiempo, desde la sociedad civil consigamos mejorar y consolidar todas aquellas propuestas que ya están en marcha, como los mapas interactivos del riesgo en las ciudades, las paradas de autobuses a demanda, app móviles de autovigilancia, talleres de formación para la protección ciudadana.

Convendría focalizar las acciones como una cuestión de derechos, encontrar un punto de equilibrio entre el mandato de autoprotección y el paternalismo estatal y no “policializar” las calles en un intento apurado por brindarnos sensación de seguridad.

La violencia y el miedo de las mujeres son asuntos complejos, sí. Por eso, ante la duda, señorías y políticos al mando, pregunten. Hay un montón de mujeres ideando respuestas.

Paz Olaciregui Rodríguez es profesora en la Universidad Internacional de La Rioja y doctora en Sociología por la Universidad de Zaragoza.

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