Voces en la plaza de San Pedro

En un siglo, la Historia queda marcada por acontecimientos; en una década, son las personas y sus acciones -también las pequeñas- quienes la determinan. Si esto es así, permítanme sintetizar la historia de la vida de Juan Pablo II -tal y como yo la veo- en una pequeña anécdota. En una de sus visitas a Polonia se dio cuenta de que había un pedazo de pan en el suelo; se arrodilló, lo besó y lo puso sobre el césped para que lo comieran los pájaros. Sólo una persona con los pies muy en la tierra y con la cabeza en el cielo puede captar el pequeño milagro de la vida en medio del gran alboroto de las cosas. Hoy se diría que es el gesto de un ecologista; un teólogo precisaría que es el gesto de quien ama a Dios a través de la creación. La clave de lo que la Iglesia llama santidad radica, precisamente, en vivir de modo extraordinario las cosas ordinarias.

La misma plaza de San Pedro que fue testigo, el 13 de mayo de 1981, del atentado contra la vida del Papa polaco por la acción de un asesino profesional, fue ayer, 30 años después, el marco imponente de su beatificación. ¿Qué ha pasado entre esas dos fechas?

Muchas cosas sucedieron en los 26 años de pontificado de Juan Pablo II, el Papa número 264 de la historia de la Iglesia. De todos sus antecesores, fue el más viajero (un centenar de veces a 145 países y 150 desplazamientos dentro de Italia), el que más documentos publicó, el que más discursos pronunció (se calcula que unos 180 millones de palabras), el primero que publicó libros de memorias o de pensamiento, encaramando cada uno de ellos a la lista de libros más vendidos…. Sin embargo, a los efectos de lo que ayer ocurrió en Roma, no fue nada de eso lo más importante. Muy poco después de su elección, dirigiéndose a un santuario de la Virgen con algunos de sus colaboradores, les preguntó: «¿Qué es lo más importante para el Papa en su vida, en su trabajo?». Le sugirieron: «¿Tal vez la unidad de los cristianos, la paz en Oriente Medio, la destrucción del telón de acero..? Replicó sonriendo: «Para el Papa, lo más importante es la oración».

Desde luego Juan Pablo II merece el calificativo de grande por el conjunto de su pontificado. Pero su verdadera grandeza está en su santidad, no en su actividad. Acabo de leer una entrevista con Arturo Mari, el fotógrafo oficial del Papa. De entre los cientos de miles de fotografías tomadas en viajes, con todo tipo de personalidades y con multitudes gigantescas, le preguntan por su favorita. Mari contesta: «La que le hice unos días antes de morir, en su capilla privada, el viernes santo de 2005. Estaba muy enfermo, pero quiso estar presente de algún modo en el tradicional Vía Crucis del Coliseo». En la foto se le ve abrazado con fuerza a un gran crucifijo apoyado sobre su rostro. Toda una síntesis de su pontificado, centrado en la oración y el sufrimiento. A su través, logró vivir en grado heroico las virtudes cristianas.

Entiéndaseme bien. No quiero decir con esto que Karol Wojtyla no tuviera defectos. Tampoco que su largo pontificado estuviera exento de errores. Los que conocen los procesos de canonización saben bien que su minuciosidad equivale a la acción de una potente lupa sobre una piel aparentemente tersa. Enseguida aparecen las pequeñas arrugas y la acción erosionadora del tiempo. Y los versados en Historia de la Iglesia son conscientes de que se necesitan años para evaluar definitivamente los pontificados de los grandes papas. Lo que quiero decir es que lo que se ha concluido en el proceso ha sido que combatió tenazmente contra sus defectos, aumentó con lucha sus virtudes y procuró enderezar hacia Dios las acciones de un pontificado pleno de realizaciones.

Mi impresión es que pronto comprendió con especial claridad que la Iglesia está más en sus bases que en su cúpula, y que las naciones no son tanto los políticos como sus gentes. Sus continuos viajes por todo el mundo tenían como objetivo señalar que la clave está en el hombre y la mujer corrientes. Al proclamar insistentemente que «los derechos del hombre son también derechos de Dios» hacía algo más que una bella frase. La acompañaba con una concreta denuncia de los escándalos del siglo XX: los genocidios y los crímenes contra la humanidad; el Apartheid, la tortura y el hambre; las agresiones contra las libertades cívicas, los derechos políticos o los derechos económico-sociales; las guerras y los ataques contra el derecho a la vida; la autodeterminación de los pueblos o la discriminación contra las minorías. Tal vez por eso, animaba continuamente a luchar por «una sociedad en la que nadie sea tan pobre que no tenga nada para dar a los demás, y nadie tan rico que no pueda recibir nada de los demás».

De Juan Pablo II se han hecho bastantes estudios acerca de su dominio de los medios. Es cierto que, en el mundo de la imagen, fue un protagonista indiscutible, probablemente porque se encontraba a gusto cuando comunicaba. No por el narcisismo de quien sabe que da bien en la televisión, sino porque disfrutaba transmitiendo la verdad. Quizá el análisis más certero lo hizo un periodista del New York Times en septiembre de 1987. Aquel año, el Papa viajó a Estados Unidos y el analista se interrogó acerca del éxito de Juan Pablo II en los medios. El propio periodista se respondía: «El Papa domina la televisión simplemente ignorándola». Esta respuesta pondría los pelos de punta a los expertos en imagen. Pero era un buen diagnóstico. Ignoraba las cámaras, porque miraba por encima de los focos. No dependía de ellos, sino de las necesidades de sus interlocutores. El español Joaquín Navarro- Valls, su antiguo portavoz, comentaba: «Mostró a toda una generación que el tema de Dios era inevitable. Estaba convencido de que no se puede entender al ser humano si se prescinde de Dios. Instintivamente comprendía que, sin Dios, el hombre solamente es un triste animal ingenioso».

GORBACHOV le llamó «la primera autoridad moral de la Tierra». Esta autoridad moral la proyectó en muchas direcciones. Tal vez la más contundente fue su papel en la caída de los regímenes comunistas del Este europeo. Desde luego, la presión de Reagan con su guerra de las galaxias y las débiles bases económicas y políticas en que descansaba el entramado soviético fueron decisivas para el hundimiento final. Sin embargo, cuando Juan Pablo II comenzó a hablar del socialismo real como «un paréntesis en la historia de Europa», los pueblos eslavos abandonaron su penumbra histórica para golpear la conciencia de Occidente. Ese fue el comienzo del fin. Cuando vencieron el miedo, comenzó la oposición sistemática y los muros se agrietaron hasta caer. De Budapest a Berlín, de Praga a Sofía y Bucarest, la ola iniciada en Varsovia por Juan Pablo II arrojó el totalitarismo de millones de corazones.

Tal vez lo más sorprendente del anterior Papa fuera su excepcional capacidad para movilizar a los más jóvenes. Las mayores concentraciones que se han producido en Oriente y Occidente lo han tenido por protagonista: tres millones en Roma (agosto 2000), más de cuatro millones en Manila (enero 1995). ¿Razón? Su mezcla de carisma y exigencia moral. Nunca les ocultó las exigencias de la vida cristiana. Débil y frágil, viendo ya cercana la hora de su muerte, al tener noticia de que una multitud de jóvenes se habían congregado en la plaza de San Pedro para acompañar al «Papa amigo», Juan Pablo II susurró sus últimas palabras: «Os he buscado. Ahora vosotros habéis venido a verme. Os doy las gracias». Ayer volvieron de nuevo. La plaza vaticana era una fiesta de jóvenes.

Los expertos en procesos de canonización suelen condensar en tres voces latinas las claves de la santidad de una persona. Son: vox populi, fama de santidad entre gentes muy distintas; vox Ecclesiae, reconocimiento por la Iglesia de sus virtudes; vox Dei, un hecho extraordinario, sin explicación científica, realizado a través de su intercesión, es decir, un milagro. Estas tres voces resonaron ayer con especial vigor en la milenaria plaza de San Pedro. El santo subito (¡Santo, ya!), acuñado espontáneamente la tarde del 8 de abril de 2005, ha tenido tonalidades inéditas esta mañana romana.

Por Rafael Navarro-Valls, catedrático y autor del libro Entre la Casa Blanca y el Vaticano.

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