En las sociedades democráticas se alternan momentos de desorden y momentos de construcción, sacudidas externas y construcción institucional, inmediatez de la voluntad popular y mediación política. Tomo el título del célebre libro de Schopenhauer para designar a ambos momentos voluntad y representación, dimensiones necesarias de la democracia, que se empobrecería sin una de ellas.
Comencemos por la voluntad. Las democracias tienen que estar abiertas a la toma en consideración de nuevas perspectivas que habían sido desatendidas en los procesos instituidos o con la prioridad que a tales asuntos les debería corresponder. No hay democracia sin esa posibilidad de “desestabilizar” al poder constituido. Pensemos en el hecho de que la mayor parte de los grandes temas que se han popularizado en las democracias contemporáneas no lo han sido gracias a la iniciativa de los partidos, los gobiernos o los parlamentos, sino de la opinión pública desorganizada o los movimientos sociales. Así sucedió con el revulsivo que supuso el 15-M (y todos los similares a lo largo del mundo en lo más agudo de la crisis, como Ocuppy Wall Street o We are 100%), el impulso feminista del Me Too, las protestas de los pensionistas, las movilizaciones soberanistas en Cataluña e incluso el éxito de la reciente moción de censura (desencadenado por una sentencia judicial, es decir, un agente externo a los principales protagonistas de la vida política). Son fenómenos que tienen pocas cosas en común, salvo el hecho de haber interrumpido la continuidad de la vida institucional, haber modificado las agendas políticas o la percepción de lo que era políticamente posible y deseable.
La celebración de tales sacudidas de la voluntad popular no debería hacernos olvidar que sin el segundo momento —el de la representación o la mediación— no habría avances significativos y todo quedaría en la cólera improductiva del soberano negativo. De entre las diversas razones que justifican este segundo momento la más importante es garantizar la igualdad política.
Las limitaciones del intento de mejorar la democracia por el solo procedimiento de ser lo más fieles que sea posible al “mandato popular”, de incrementar la participación o favorecer la implicación de la sociedad en los procesos de decisión proceden fundamentalmente de su desigualdad. Las mismas desigualdades presentes en la sociedad se reflejan en la movilización política. Aseguran los estudiosos del asunto que generalmente participan más los ricos y con más educación. Al mismo tiempo, el universo de la protesta organizada no pocas veces refleja una polarización artificial y reproduce nuevas formas de elitismo. Aquellos que tienen un mayor interés en la participación o una voz más alta suelen terminar imponiéndose. Al igual que hay una profesionalización de la política, también la hay de la protesta y el activismo. Por si fuera poco, las promesas de que el nuevo espacio digital condujera necesariamente a una desintermediación con efectos democratizadores se han revelado como exageradas. En Internet, como en otros ámbitos de la sociedad, las capacidades y posibilidades de participación están distribuidas de manera muy desigual y las instituciones han de tenerlo en cuenta. Pese al entusiasmo digital, los foros on line, por ejemplo, se caracterizan por una gran homogeneidad y una mayor presencia de posiciones extremistas.
Si la igualdad política es algo que debe construirse es porque el punto de partida de la movilización política y su despliegue espontáneo no son igualitarios. En una democracia compleja la participación activa de los ciudadanos no basta para legitimar la democracia. El principio democrático de igualdad en la influencia de toda la ciudadanía en las decisiones políticas es algo que no puede lograrse sin participación, pero que también puede malograrse con “demasiada” participación, porque la participación no necesariamente es un instrumento igualitario pues con frecuencia ratifica e incluso amplía las asimetrías presentes en una sociedad. Para corregir esas asimetrías hace falta una determinada arquitectura institucional y con ello entramos en una lógica en la que las formas espontáneas de configuración de la voluntad política (la estructura antagonista, la agregación o la mera impugnación y la protesta) sirven más bien poco; son necesarios procedimientos, acuerdos, transacciones y compromisos, que desde el punto de vista de la inmediatez populista parecerán artificiosidades que enmascaran la voluntad popular, mientras que desde la perspectiva tecnocrática son defendidos como una inevitable neutralización del poder popular para llevar a cabo políticas racionales.
Los procesos de la política institucionalizada dan siempre la impresión de estar ahí para reducir el poder de la voluntad popular en la medida en que frenan su espontaneidad, ponderan los intereses y generan una distancia que desempodera a la gente. Pienso, por el contrario, que la justificación de cualquier mediación democrática (y la función desde la cual hay que criticarlas cuando no lo hacen bien) es exactamente la contraria: incluir toda la pluralidad de las perspectivas sociales en los procesos políticos de decisión, corregir la mera igualdad formal de los individuos y trascender la inmediatez de sus intereses de modo que los procesos políticos de representación y decisión, lejos de enmascarar una supuesta voluntad popular original pura, configuren una voluntad popular más reflexiva e incluyente. La tarea de la política no es conseguir un equilibrio entre las voluntades políticas ya constituidas sino la formación de una voluntad política común que no existía con anterioridad.
Es cierto que ninguna teoría de la democracia deja sin atender a las minorías, pero en los modelos agregativos la preocupación por la minoría tiene un carácter, por así decirlo, asistencial, de reparación de los daños que una decisión mayoritaria haya podido tener sobre ellos. La preocupación por las minorías viene después del proceso de decisión, para compensar a quien no ha formado parte de ella. El proceso democrático concebido como una agregación mecanicista de las preferencias no tiene un espacio propio para la incorporación de las minorías a las decisiones colectivas. En cambio, tomar en consideración los intereses de las minorías también cuando se trata de aplicar la voluntad mayoritaria implica una mayor calidad democrática que la lógica de la agregación. La democracia no consiste en el sumatorio de las preferencias en conflicto sino en un proceso de mediación en el que se garantiza en lo posible la misma capacidad de todos para condicionar las decisiones políticas colectivas. La democracia es mejor cuanto más inclusiva, cuando la voluntad que finalmente se hace valer es el resultado del trabajo de la representación.
Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco. Acaba de publicar el libro Política para perplejos (Galaxia-Gutenberg). @daniInnerarity