Volver a Azorín

A quienes gozan leyendo a Azorín no les suele gustar el proselitismo. Con el paso del tiempo, y a fuerza de tratar con ellos, me he dado cuenta de que los azorinianos suelen ser personas sensibles y más bien discretas, que rehúyen el protagonismo y que consideran una batalla perdida el tratar de convencer al resto del mundo de las bondades que esconde eso que a ellos les llena tanto. Puede parecer una actitud desabrida o falsamente indulgente, pero les garantizo que nada más lejos. Sucede simplemente que, quizá por haberlo intentado muchas veces, y haber fracasado otras tantas, han llegado a la conclusión de que la mejor manera de disfrutar de la prosa azoriniana es leerla por el puro placer de hacerlo, sin esperar nada a cambio y sin pretender que los demás compartan esa dicha. No obstante esta realidad, toda regla tiene excepciones y de vez en cuando hay que vencer a la pereza, no por creer –a estas alturas– que uno va a cambiar la opinión de nadie, sino porque, en el corazón de todo buen lector, por muy egoísta que sea, late la secreta esperanza de encontrar a un amigo con quien compartir la felicidad de leer.

Volver a AzorínPor eso, y aunque me dé un poco de vergüenza hacerlo justamente aquí, en las páginas de ABC, quisiera pedirles que este año 2017, cuando se cumple el medio siglo de su muerte, tengan un amable recuerdo para don José Martínez Ruiz (Monóvar, Alicante, 1873-Madrid, 1967): que lean alguno de los más de cinco mil artículos que escribió en la prensa a lo largo de su vida (lo pueden hacer cómodamente –no hay excusa– porque más de la mitad de ellos los tienen disponibles en ese tesoro que es la inacabable hemeroteca digital de ABC) o, si se fían de mi consejo, que busquen en la biblioteca de su barrio o en su librería de confianza alguno de sus libros, que no son pocos (en vida publicó casi un centenar y medio, y luego han ido saliendo más). También esta efeméride es ideal para recordarles que Azorín publicó su primer artículo en esta cabecera el 1 de junio de 1905 (justo el mismo día en que el periódico ABC, que hasta entonces había sido semanal o bisemanal, empezó a publicarse de forma diaria) y que firmó el último en 1965, cerrando con ello un ciclo de seis décadas –con alguna interrupción– de fidelidad y compromiso con una empresa a la que dedicó, y aquí la frase hecha adquiere su sentido literal, los mejores años de su vida. Una existencia, por lo general, tranquila y feliz, aparentemente monótona (sin olvidar algún episodio más convulso y realmente triste para él, como lo fue su exilio en París durante la Guerra Civil), en la que, sin embargo, le dio tiempo a hacer muchas cosas y, lo que quizá se sepa menos, a ser muchas cosas.

Porque Azorín empezó siendo anarquista y regeneracionista durante su juventud, y después fue moderando sus opiniones hasta acabar adoptando esa postura inequívocamente conservadora con la que habitualmente se le identifica. Fue también novelista, ensayista, dramaturgo, crítico literario, diputado y, por encima de todo, uno de los mejores periodistas españoles del siglo XX. Y, si fue todo eso, ¿por qué solo tenemos de él esa imagen fría y monolítica que todos conocemos? La del guardián de las esencias de la patria, inventor del mítico paisaje castellano; o la del intelectual de derechas, monárquico (pese a haber defendido en sus inicios la Segunda República) y conservador. Pues porque en los primeros años de la dictadura de Franco, y esto lo ha explicado muy bien el profesor Francisco José Martín en varios de sus trabajos, los intelectuales falangistas del grupo de Burgos, liderados por Ridruejo y Laín Entralgo, pensaron que la única forma de que encajar su compleja figura en el molde de la cultura oficial del nuevo Estado era sometiéndola a un operación de maquillaje que eliminara de su biografía aquellos episodios menos decorosos para la cerrada mentalidad del régimen, y no hace falta decir cuáles fueron.

El resultado de aquel proceso de filtración y apropiación –sufrido igualmente por el resto de miembros de la generación del 98– fue que Azorín dejó de ser lo que era, un autor riquísimo y poliédrico, con un estilo propio y una obra llena matices, para convertirse en un «clásico», en el sentido más ortodoxo y poco atractivo de la palabra. Desgraciadamente, el éxito de aquella campaña de propaganda, unido al rechazo visceral de parte de la izquierda española, que nunca le ha perdonado su evolución ideológica o su silencio durante el franquismo, cayó como una losa sobre sus espaldas y, todavía hoy, sigue empañando su personalidad y ensombreciendo su nombre. Pero yo niego la mayor y no me resigno a que, cincuenta años después, sigamos con lo mismo. Porque si algo nos enseñó precisamente Azorín es que un autor clásico siempre es moderno y porque, a pesar de todos los defectos que se le quieran achacar (nadie ha dicho jamás que no los tenga), la obra azoriniana mantiene hoy su vigencia por la sencilla razón de que es muy buena; y, como decía el mexicano Alfonso Reyes, no hay nada más actual que lo bueno.

Francisco Fuster García, profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Valencia.

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