¿Volver a empezar?

En lo único que estamos de acuerdo los españoles es en que las elecciones catalanas de hoy son las más importantes desde aquéllas de 1978, en que se decidía entre cambio o ruptura. El dilema es el mismo: hay quien considera la Transición tan desgastada como el franquismo entonces, por lo que quieren tirarla a la papelera. Bastantes, sin embargo, piensan que con cambiar lo que se le ha quedado obsoleto podemos tirar otros cuarenta años. Pero si las semejanzas son apabullantes, las diferencias lo son más. Hoy no existe aquel consenso necesario para diseñar un nuevo modelo de convivencia. Lo que hace difícil, por no decir imposible, una Segunda Transición. A lo que se añade que aquéllas eran elecciones generales. Éstas son sólo catalanas, con el único tema de separarse o no de España. Deberíamos votar todos los españoles, al afectarnos a todos, pero son autonómicas y, en democracia, las reglas no pueden violarse so pena de pegarse un tiro en el pie o, puede, en la cabeza.

La primera incógnita que nos plantean es psicológica más que política: ¿cómo es posible que habiendo cometido los independentistas tantos y tan graves errores, conserven la fidelidad de la mitad de la población? Anunciaron que seguirían en la Unión Europea, que se les reconocería universalmente, que las multinacionales se pegarían para invertir en Cataluña, que ni una sola de sus empresas se marcharía, que el Gobierno español lo aceptaría. Ocurrió todo lo contrario. Mintieron o son unos incapaces. Sin embargo, el independentismo conserva su tonelaje. Lo que extraña por partida doble, al ser los catalanes famosos por serios y por mirar la peseta.

Se le han aventurado distintas explicaciones, descollando la del nacionalismo, sentimiento más que ideología, regido por el corazón, no la cabeza. Yo mismo lo he llamado «enajenación mental transitoria». Pero esto va demasiado lejos y dura demasiado tiempo. Hay que buscarle otra explicación, y creo haberla hallado en un rasgo no ya catalán sino español: nada nos irrita más que no tener razón, equivocarnos pública e irrefutablemente. Lo tomamos como una ofensa personal, como un escarnio a nuestra dignidad, cuando errar pertenece a la condición humana. Pero los españoles preferimos asumir los daños que reconocer que nos hemos equivocado o nos han engañado. Investigar las causas –¿tal vez ese orgullo exagerado del que tenemos fama?– nos llevaría demasiado lejos, pero que es uno de nuestros rasgos más característicos no cabe la menor duda. ¿Es la razón –el no tenerla–, por lo que los catalanes se olvidan de su apego al patrimonio y siguen fieles a quienes les han engañado, robado y hecho perder la primacía económica de España? De ser así, son los más españoles de todos, ya que no creo que el resto llegáramos a tal sacrificio para defender el orgullo personal y de grupo. No hay que olvidar que el nuestro es un país de engreídos, pero también donde «poderoso caballero es don Dinero», según uno de sus más célebres y brillantes literatos.

Aparte de que en el «paquete soberanista» no hay sólo orgullo, sino también codicia. Piensen que la transformación de Cataluña en un Estado significaría un ascenso de rango para toda la clase dirigente. El president sería presidente, los consellers, ministros, los enviados, embajadores, y así sucesivamente hasta los niveles más bajos de la administración. A ello se le une una justicia propia, que acabaría de un plumazo con todas las causas abiertas a sus dirigentes y podría mangonear a su antojo, como la Policía y los medios de comunicación, según su borrador constitucional. En ese sentido, la República Catalana sería en efecto un edén para sus mandatarios. Dicho de otro modo: beneficiaría sólo a sus políticos, porque al resto es otro cantar. Como les indiqué en una reciente Tercera, Cataluña nunca ha sido un Estado ni siquiera un embrión de él, por lo que los catalanes no tienen experiencia en la materia, y sus intentos de gobernar España (en la Primera República) y Cataluña (recientemente) han terminado en desastre. Que no quieran admitirlo se explica al tratarse de un sueño, a los que resulta más difícil de renunciar que a las realidades. Sobre todo, habiendo sido alentados desde Madrid por unos políticos que alimentaron esos sueños para gobernar más cómodamente. Sin percatarse de que estaban dejando salir al genio nacionalista de la botella, y hubo que echar mano de medidas pensadas precisamente para evitar que ocurriese lo que ocurrió.

Predecir qué ocurrirá hoy es fácil en teoría, dificilísimo, de hecho. Los catalanes están en plena resaca de la embriaguez independentista en que viven desde hace décadas y, ante una realidad mucho más amarga de la que les habían prometido, echan mano a la botella para seguir soñando. Negociar con ellos es imposible, como con cualquiera en su estado. Tampoco conviene adoptar la actitud del vencedor: entre españoles no puede haber vencedores y vencidos. Y, menos, alargarles otra botella, quiero decir, hacerles concesiones. Las tomarían como prueba de que tienen razón, volviendo a las andadas. Ni la tenían ni la tienen. Tienen, eso sí, la posibilidad de volver a ser lo que eran: líderes en actividades económicas, industriales y comerciales de España. Pero sin arrogancias ni diferencialismos. Reconociendo lo mucho que Cataluña representa para España y lo mucho que España representa para Cataluña. Algo, por desgracia, de lo que estamos muy lejos. Los catalanes aún no han digerido los enormes errores cometidos, y su reacción ha sido visceral: aferrarse al sueño, en vez de bajar de las nubes lentamente para evitar la morrada. Pero se lanzaron incluso sin paracaídas. Lo que obligó a Rajoy a sacar el cañón del 155 y convocar elecciones de inmediato. Al PP le hubiese convenido esperar a que los catalanes se dieran cuenta de la barbaridad que estaban cometiendo, pero era necesario cortar su chapucero golpe de Estado antes de que cuajara. En ese sentido, Rajoy antepuso los intereses de España a los de su partido, que perderá votos por un lado y otro. La política, como la vida, es injusta. Sólo el aumento de la participación puede traer el milagro.

En cualquier caso, hoy se abre un nuevo capítulo de nuestra historia. Han pasado demasiadas cosas para que todo pueda volver a ser lo mismo. De entrada, el soberanismo catalán ha sufrido un frenazo. Sabe que no puede saltarse las leyes a su antojo y que la independencia no es una party, sino una senda llena de zarzas, incluso que no están preparados para ella. Pero siguen preparándola. En el bando constitucional, se ha recobrado la autoestima, pero continúan las profundas diferencias, impidiendo la unión que trae la fuerza.

Todo huele a empate, a bloqueo. El PSC podría romperlo inclinándose a un lado. Iceta apuesta por un «catalanismo sano», que no existe. Catalanismo es hoy independentismo. Junqueras parece dispuesto a dejarle gobernar, para poder continuar el procés. Y Rajoy, sin gustarle, podría convocar nuevas elecciones, para que los catalanes cayesen de una vez en qué les interesa de verdad, y los socialistas, en qué interesa a España. Pero no hay síntomas de ello, sino de votar cada cual encastillado en su fortín. Cuando las elecciones no son el vomitorio de nuestras borracheras políticas. O no deberían serlo.

José María Carrascal, periodista.

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