Volver al espíritu del pacto

Muchos lectores pensarán que en los últimos tiempos no parece estar nuestro país para pactos, vista la radicalización de algunas de sus fuerzas políticas. Otros quizá opinen que, con una amplia mayoría de respaldo, no se necesita pactar con la oposición sino gobernar para superar la crisis lo antes posible. Vaya por delante que, en mi opinión, lo de gobernar lo está haciendo a conciencia nuestro Gobierno -aunque lo explique poco y no demasiado bien- pues está enhebrando con rapidez un extenso conjunto de medidas, tanto de naturaleza coyuntural como orientadas a reformar en profundidad la economía y la realidad social de la nación, que impresiona incluso a quienes hemos vivido de cerca otras épocas intensamente reformistas. Además el Gobierno ha puesto esfuerzos considerables, pero fallidos hasta hoy, en alcanzar consensos en normas esenciales, tales como la ley de estabilidad presupuestaria, donde la oposición ha protagonizado una «espantada» difícil de entender vista la situación actual y sus propios compromisos anteriores.

Nuestros problemas son graves, como se comprueba por los mercados de capitales en las últimas semanas, con altibajos casi diarios, quizá poco fundamentados pero que estremecen por su persistencia y orientación fuertemente bajista. A ella hay que unir los saltos y vaivenes de la prima de riesgo, que está moviéndose de nuevo en niveles preocupantes. Para colmo, el FMI y algunos analistas españoles pronostican no sólo desastres en este año respecto al crecimiento de la producción sino un panorama muy negativo para el que viene, más en el caso de nuestros analistas que en el pronóstico del FMI. En estas condiciones resulta difícil gobernar y hace mucho más meritoria la tarea de quienes nos dirigen en medio de la tempestad y con parte de la tripulación en abierta rebeldía.

Es posible, desde luego, que los sombríos pronósticos que hacen el FMI y nuestros analistas terminen desgraciadamente cumpliéndose. Pero quizá la realidad no llegue a ser tan mala como se pronostica. Va a depender, sobre todo, de lo que seamos capaces de hacer en los próximos meses y de cómo nos vean y valoren quienes desde fuera observan nuestros datos. Por lo pronto contamos con unos Presupuestos Generales del Estado que son los más restrictivos de nuestra historia reciente y, en consecuencia, los que más esfuerzo están poniendo en la reducción del déficit público, que es una de las primeras causas de nuestros problemas. Bien cierto es que el éxito de esa lucha está hoy más en el ámbito de las comunidades autónomas y corporaciones locales que en el de la Administración Central. Pero la nueva ley de estabilidad presupuestaria pone en manos del Gobierno instrumentos de coerción de los que antes no disponía y que permitirán hacer que se cumplan los compromisos adquiridos por comunidades y corporaciones si, como es de esperar, hay voluntad y capacidad para aplicarlos. Además se están tomando medidas dolorosas pero absolutamente necesarias en educación, sanidad y televisiones públicas para desacelerar el fuerte crecimiento de sus gastos y también -y aunque ese no sea su objetivo primario- para mejorar su financiación.

El segundo factor que frena el crecimiento de la actividad económica es la falta de crédito al sector privado, pues la mayor parte de los recursos financieros disponibles están siendo absorbidos por fáciles colocaciones en deuda pública. Pero en estos meses comenzará a materializarse la importante inyección de liquidez que para las empresas significa el pago de las deudas atrasadas de las Administraciones públicas y la garantía de que esos retrasos no volverán a repetirse en el futuro. Si a ello se uniese la finalización de la reforma financiera con la definitiva consolidación de entidades y alguna otra medida audaz y totalmente necesaria para terminar de una vez con la limpieza de los balances bancarios, es muy posible que la falta de crédito para el sector privado vaya también desapareciendo gradualmente en los próximos meses.

Por otra parte, la reforma laboral hará más audaces a nuestros empresarios a la hora de contratar personal. Es posible que ese efecto todavía no se vea con claridad, pues es posible que al principio la reforma impulse una más rápida limpieza del desempleo encubierto que aún persiste. Pero, sin duda, en los próximos meses esa reforma será también uno de los cambios que influirán más positivamente en el crecimiento de la actividad económica y en la creación de empleo. Además, las restantes reformas ya emprendidas y las que, sin duda, llegarán en poco tiempo respecto a la energía, la enseñanza y la formación profesional, la liberación y unificación de mercados y otras similares aún pendientes, supondrán una auténtica y muy positiva revolución en el panorama económico español. Ganaremos en eficiencia y comenzaremos a estar en condiciones mucho mejores para enfrentarnos a la competencia global que nos espera. Más factores que impulsarán el crecimiento.

Sin embargo, dos aspectos muy negativos persisten todavía en ese panorama. El primero, que las medidas de ajuste, aunque son muy positivas, no están diseñadas para atacar las fuentes primarias de los principales desequilibrios, que provienen de nuestro desmesurado sector público, que duplica o triplica muchas de sus actividades, y de un Estado de Bienestar que, se pongan como se pongan algunas de nuestras fuerzas políticas, no es sostenible con la natalidad estancada y con una población de mayores que, afortunadamente, cada vez viven más años. No podremos mantener las prestaciones de ese Estado sin cambio alguno en un país donde en apenas tres décadas los mayores de 65 años serán más del 32% de la población total frente al 17% que hoy representan. El segundo, que en una situación como la actual, de auténtica emergencia nacional, seguimos empeñados en viejas luchas tribales y posicionamientos mezquinos y cortoplacistas que dan una pésima imagen de nuestro país en el exterior, minando la confianza en sus posibilidades de superación de la crisis.

Por eso quizá necesitemos volver al viejo espíritu de los Pactos de la Transición. Deberíamos esforzarnos en encontrar soluciones comunes para limpiar el sector público de duplicidades, reduciendo y racionalizando su dimensión y logrando unas comunidades y corporaciones con competencias bien definidas y estables y con una financiación más racional que la actual. Al tiempo, deberíamos diseñar un Estado de Bienestar que sea sostenible pese al rápido envejecimiento de nuestra población y que, sin ahogar el crecimiento de la producción con cargas fiscales excesivas, ofrezca la seguridad de la protección pública cuando resulte necesaria.

Son tareas que, sin duda, puede acometer en solitario un Gobierno con mayoría absoluta como el actual. Pero el futuro, tanto hoy como en 1977, es algo que deberíamos construir entre todos, sin exclusiones. Alcanzar el consenso es siempre tarea lenta y trabajosa y por eso el consenso no vale para gobernar cada día. Pero resulta indispensable cuando, como en aquellos años, se trata de construir un espacio común de convivencia estable en el que todos nos encontremos cómodos. El consenso en esos temas de futuro, limitados pero muy importantes, nos ayudaría también a recuperar la confianza de los demás. Y eso que últimamente parece que estamos perdiendo como país: la confianza en nosotros mismos.

Manuel Lagares es catedrático de Hacienda Pública y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.

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