Vótame, consume, sé feliz (¿ciudadanos o consumidores?)

La política preelectoral se ha convertido en una enorme timba en la que juegan tahúres con el dinero público para seducir por vía del bolsillo a los ciudadanos. En esa subasta el elector pasa a ser un consumidor, un ente -individual y colectivo- que compra y disfruta, al que los partidos políticos para llegar al Gobierno o para no perderlo tienen que garantizar un suministro constante -sea el ciclo económico bueno, malo o regular- de bienes no ya básicos sino atinentes al entretenimiento, el bienestar y, a veces, hasta el capricho. Las ideas, los valores, incluso las ilusiones, apenas mueven los electorados. Sólo lo económico -en su sentido más lato- y lo mediático -el «así es si así os parece» de Pirandello- alteran a los votantes.

Nos lo advierte el luminoso ensayo de Gilles Lipovetsky publicado en España el pasado mes de noviembre. Bajo el título de «La felicidad paradójica. Ensayo sobre la sociedad de hiperconsumo» (Anagrama), el autor francés sostiene que «apoyado en la nueva religión de la incesante mejora de las condiciones de vida, el vivir mejor se ha convertido en una pasión de masas, en el objetivo supremo de las sociedades democráticas, en un ideal proclamado a los cuatro vientos». Debe de ser cierto lo que escribe el ensayista, porque lo que está ocurriendo en España respalda esa tesis: aquí preocupa lo material, mientras que lo ideológico -que incluye lo moral y lo cívico- carece de energía para provocar desplazamientos en el sufragio. Sucede en nuestro país algo muy bien descrito por Lipovetsky: «Se dice que los gastos del consumo doméstico son ahora el primer motor del crecimiento; de aquí que sea imperativo instaurar un clima general de confianza entre los compradores, porque ahorrando menos y llevándose más contribuyen a la consolidación de una economía fuerte, que se considera esencial».

De lo que se deduce, siguiendo al autor, que en la sociedad hay dos agentes fundamentales: el accionista y el consumidor, de tal manera que «esta nueva configuración de poderes está en la base de la mutación de la economía mundializada». O sea que ha nacido el homo consumericus, que es «una especie de turboconsumidor, móvil y flexible, liberado en buena medida de las antiguas culturas de clase, con gustos y adquisiciones imprevisibles».

Estas reflexiones están basadas en una investigación empírica continuada y sostenida. Son los ciclos económicos los que despiertan el instinto de cambio en las sociedades más evolucionadas porque el ciudadano-consumidor no acepta la disminución de las dosis de ese ansiolítico en que se ha convertido la adquisición de bienes -en general con una aportación de satisfacción corta en el tiempo y en la intensidad-, la posibilidad de viajar por la mera necesidad de romper la rutina con el desplazamiento y la oportunidad de experimentar nuevas sensaciones con diferentes productos para sustituir con su disfrute la agitación interior y la zozobra que proporciona la liquidez del tiempo histórico en el que nos desenvolvemos.

La felicidad -un concepto tan abstracto y escurridizo- se ha trivializado. Lo dice así Lipovetsky: «Conforme nuestras sociedades se enriquecen, aparecen sin cesar nuevos anhelos consumistas. Cuanto más se consume, más se quiere consumir: la época de la abundancia es inseparable de la hinchazón indefinida de la esfera de las satisfacciones anheladas y de la incapacidad para calmar el hambre de consumo, ya que a la satisfacción de una necesidad le siguen inmediatamente nuevas demandas. De ahí la pregunta tradicional: ¿a qué se debe esta escalada sin fin de necesidades?, ¿qué es lo que hace que el consumidor busque sin descanso?».

En este análisis se encuentra una respuesta verosímil al porqué de la prodigalidad política de promesas preelectorales. Se lanzan a los cuatro vientos reformas fiscales directas que benefician a enormes colectivos; se reducen los tipos de los impuestos indirectos -preservativos, compresas, pañales- y, en último término, se recurre a suministrar -los famosos cuatrocientos billetes de Rodríguez Zapatero- de forma inmediata un puñado de euros en la cartera del ciudadano-consumidor. No importa demasiado que todas esas ofertas comprometan objetivos presupuestarios, equilibrios financieros, o desconozcan la desaceleración del crecimiento. La política debe ser una permanente promisión de abundancia, un regate constante a la escasez y un desconocimiento absoluto del significado de conceptos como el de crisis, recesión, paro o cualquier otro que remita a una sensación individual o colectiva de ansiedad o riesgo. En otras palabras: la política del despilfarro es coyunturalista, piensa en el hoy e ignora el mañana. Así se asegura el voto con la garantía de consumo, que viene a ser lo mismo que una expectativa cierta de felicidad. Las ideas que comportan normas, criterios y valores han quedado relegadas a las «cabeza de huevo» que se recluyen en las universidades, en las fundaciones, en algunas páginas de los periódicos y, acaso, en una línea de publicaciones que, en el mejor de los casos, alcanzan tiradas de diez o quince mil ejemplares. También lo dice el reiterado Lipovetsky: «El tiempo de las revoluciones políticas ha concluido; ante nosotros tenemos el de la reestabilización de la cultura consumista y el de la reinvención permanente del consumo y los estilos de vida».

Hará pronto cuarenta años que estalló en París la «revolución del sesenta y ocho». Todos los que somos deudores de algunas de aquellas quimeras -mantenidas muchas en el tiempo, bien entrados los setenta- podemos comprobar con especial sensibilidad el cambio en el signo de los tiempos. Si hace unas décadas estuvimos instalados en una ansiedad ideológica, ahora lo estamos -colectivamente hablando- en la ansiedad material. Se trata de una actitud sicológica que resulta especialmente perversa por su extraordinario egoísmo porque contempla en tiempo real la ampliación de la brecha entre los ricos y los pobres.

Véase en España: la estamos construyendo desigualmente porque el concepto de solidaridad entre comunidades -«deudas históricas» mediante- remite a un discurso excéntrico en una sociedad compartimentada en la que el concepto de ciudadano ha quedado trasnochado y sustituido por el de consumidor. La política, que debería ser -así nos lo enseñaron en la Universidad los grandes politólogos- un instrumento de transformación, se ha convertido en un ejercicio de apuntalamiento del hiperconsumo como fórmula de felicidad, aunque se trate de una felicidad que genera paradojas y perplejidades. En esta perspectiva de materialización de la acción pública hay que entender -o intentarlo- lo que ocurre en esta precampaña electoral en España, en la que las preocupaciones sociales que escalan en los elencos demoscópicos tienen que ver con el aforismo según el cual lo primero es vivir y luego filosofar. Vamos dados.

José Antonio Zarzalejos