Votar en Navidad

El intento frustrado de investidura, como presidente del Gobierno, de Mariano Rajoy ha devuelto al horizonte político el nubarrón de unas nuevas elecciones generales, las terceras en un año. A la creciente indignación que, en buena parte de la sociedad, genera esa simple posibilidad, se ha venido a sumar otro elemento que puede provocar la transformación directa de esa indignación en una abstención histórica: la coincidencia de la cita electoral con el día de Navidad. Y ello, por mor de los plazos y calendarios que se contemplan, para unos comicios de este tipo, en nuestra Ley Orgánica de Régimen Electoral General. De ahí que, de inmediato, se haya puesto encima de la mesa la idea de acometer una reforma exprés de esa norma legal, al objeto de impedir que el abuso de las convocatorias electorales por parte nuestra clase política se traduzca en un plantón mayúsculo por parte de los electores.

La cuestión es si esa medida puede ponerse en marcha en un contexto como el actual, con un Gobierno en funciones. Opiniones ya se han escuchado al respecto. Sirvan estas líneas para expresar una más y prestar, además, una humilde contribución al debate.

Votar en NavidadLa Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno, regula, en su artículo 21, el Gobierno en funciones. De acuerdo con sus previsiones, éste ha de limitar su gestión al despacho ordinario de los asuntos públicos, absteniéndose de adoptar, salvo casos de urgencia debidamente acreditados o por razones de interés general cuya acreditación expresa así lo justifique, cualesquiera otras medidas. Hay un aspecto más de esta regulación que resulta especialmente interesante ahora. La Ley prohíbe al Gobierno en funciones aprobar el Proyecto de Ley de Presupuestos Generales del Estado y presentar proyectos de ley al Congreso de los Diputados o, en su caso, al Senado. Ello significa que la iniciativa legislativa para llevar a cabo la reforma de la Ley Orgánica de Régimen Electoral General nunca podría partir del actual Gobierno en funciones.

No cabe duda de que esta ordenación legal implica una limitación de la amplia capacidad jurídica con la que, de ordinario, cuenta el Gobierno en la esfera parlamentaria. Si bien es cierto que la causa última del nacimiento de los parlamentos ha de situarse en el deseo de limitar el poder del Ejecutivo, aprobando sus presupuestos -que no dejan de ser la traducción, en términos de ingresos y gastos, de la dirección política que el Gobierno quiere llevar a la práctica en el correspondiente ejercicio-, dictando leyes o controlando su actuación, no lo es menos que el Gobierno es, en condiciones normales -es decir, cuando no está en funciones- un sujeto privilegiado en el ámbito parlamentario. A la iniciativa legislativa que le reconoce el artículo 87 de la Constitución (los proyectos de Ley que presenta gozan de prioridad en la tramitación parlamentaria), se suma el monopolio que detenta en la iniciativa presupuestaria, sin olvidar la necesaria concurrencia de su conformidad para la tramitación de cualquier proposición o enmienda que suponga aumento de los créditos o disminución de los ingresos previstos en los Presupuestos.

Al Gobierno en funciones, sin embargo, le están vedadas muchas de las facultades que le son propias cuando no ostenta esa singular condición, a pesar de que la Constitución no establece, de modo expreso, límites o restricciones a su actuación. Es la Ley antes mencionada la que se ocupa de acotar el ámbito de su capacidad, de suerte que priva al Gobierno en funciones, según se ha visto, de utilizar los principales instrumentos de orientación política. El despacho ordinario de los asuntos públicos se convierte, así, en el principal quehacer de un Gobierno en funciones, lo que comprende, según tuvo ocasión de aclarar el Tribunal Supremo, todos aquellos asuntos cuya resolución no implique el establecimiento de nuevas orientaciones políticas ni signifique condicionamiento, compromiso o impedimento para las que deba fijar el nuevo Gobierno. Por cierto, que no existe razón alguna para que el Gobierno en funciones no pueda ser sometido al control parlamentario. Ya lo dijo el mismo Tribunal Supremo, en una sentencia de 2 de diciembre de 2005.

La situación política que se vive actualmente en España resulta, no ya histórica, sino hasta cierto punto insólita en el desenvolvimiento de un Estado de Derecho como el definido por la Constitución, que exige un equilibrio de poderes, básicamente, entre el Ejecutivo y el Legislativo, de manera que las relaciones entre ambos se asienten en la plenitud de facultades de uno y otro. Y decimos que esta situación es insólita porque las Cortes Generales, formalmente constituidas desde hace meses, han asumido, con plenitud, las competencias que les son propias y que se recogen, en esencia, en el artículo 66.2 de la Constitución (potestad legislativa del Estado, aprobación de los Presupuestos y control de la acción del Gobierno). No así el Gobierno, que permanece en funciones desde hace más de nueve meses y cuya capacidad de actuación, ciertamente limitada, describimos antes.

De otro lado, el sistema político diseñado por la Constitución se asienta en la relación de confianza entre el Gobierno y el Parlamento. De hecho, y como sabemos por una experiencia reciente, el candidato a la Presidencia del Gobierno expone ante el Congreso de los Diputados el programa político del Gobierno que pretende formar y solicita la confianza de la Cámara. Llevamos casi diez meses sin que nadie lo haya logrado. Pero -se insiste- las Cortes resultantes de cada proceso electoral, una vez constituidas, ejercen con plenitud sus competencias.

Así las cosas, y vista la imposibilidad legal de que un Gobierno en funciones pueda presentar ante las Cortes un proyecto de ley de reforma de la Ley Orgánica de Régimen Electoral General, nada obsta a que la iniciativa legislativa al efecto sea asumida, por ejemplo, por el Congreso de los Diputados. El artículo 126 del vigente Reglamento de la Cámara prevé que se puedan presentar Proposiciones de ley a iniciativa de un diputado con la firma de otros 14 miembros de la Cámara o de un grupo parlamentario, con la sola firma de su portavoz.

Ahora bien, existen algunos detalles que no conviene orillar. Ese mismo artículo 126 del Reglamento del Congreso de los Diputados establece que, ejercitada la iniciativa legislativa, la Mesa del Congreso ordenará la remisión de la proposición de ley al Gobierno para que éste manifieste su criterio respecto a la toma en consideración, así como su conformidad o no a la tramitación, si implicara aumento de los créditos o disminución de los ingresos presupuestarios. En todo caso, la misma norma prevé que, transcurridos 30 días sin que el Gobierno haya negado expresamente su conformidad a la tramitación de la proposición de Ley, ésta quedará en condiciones de ser incluida en el orden del día del Pleno para su toma en consideración.

Y esta actuación, ¿puede ser llevada a cabo por un Gobierno en funciones? ¿Entraría dentro del ámbito del "despacho ordinario de los asuntos públicos"?

La respuesta ha de ser afirmativa, pues, en estos casos, el Gobierno en funciones no estaría activando medida de dirección política alguna -en suma, no nos hallaríamos ante una iniciativa política del Ejecutivo en funciones-. Bien al contrario, se trataría de cumplimentar un trámite que, en la práctica, supone dar respuesta a una iniciativa de otro, en concreto, del Congreso de los Diputados que, como se dijo más arriba, se encuentra investido, a día de hoy, de plenitud de facultades. Es más, ni el artículo 101 de la Constitución ni el artículo 21 de la Ley del Gobierno prohíben expresamente la cumplimentación de estos trámites por parte del Gobierno en funciones. Probablemente, la necesidad de asegurar una continuidad de la actividad pública necesaria inspiran esta regulación.

Es difícil pensar que, en el contexto actual, el Gobierno en funciones se oponga a una iniciativa como la analizada. Otra cosa será el resultado de la misma, caso de ponerse en marcha. La aprobación de la reforma de una Ley Orgánica exige, como es sabido, mayoría absoluta del Congreso de los Diputados en una votación final sobre el conjunto del proyecto. La fragmentación actual de la Cámara, el mosaico de colores que ofrece y el ambiente que se respira son circunstancias que no invitan precisamente al optimismo.

Carlos Domínguez Luis es abogado del Estado en excedencia y socio de Business & Law Abogados.

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