Votar por el Sí catapultará a Colombia a una nueva era de esperanza

Votar por el Sí catapultará a Colombia a una nueva era de esperanza

En la primera elección de 2010 no voté por Juan Manuel Santos. Es más, recuerdo que lloré cuando supe que había triunfado para suceder a Álvaro Uribe en la presidencia. Había cifrado todas mis ilusiones en Antanas Mockus, el excéntrico y brillante exrector/matemático de la Universidad Nacional, que para muchos representaba un cambio de paradigma en la política colombiana.

Pensé que con la llegada de Santos al poder —exministro de defensa del régimen uribista—, nos esperaban cuatro años más de lo mismo: guerra, guerra y más guerra. Santos me parecía un político aún más temible, indescifrable y astuto que el mismo Uribe.

Quizás por que conozco muy bien el entorno social y económico del cual él proviene. Durante 11 años estudié en el mismo colegio católico, benedictino, norteamericano: el Colegio San Carlos de Bogotá, el mismo centro de adiestramiento y domesticación en el que estudiaron el expresidente Andrés Pastrana, Francisco Santos (ex vicepresidente de Uribe) y el presidente del BID Luis Alberto Moreno, entre muchos otros personajes exitosos.

De aquellos severos curas y monjas, recibieron la misma instrucción y programación de winners, competitivos y sagaces, que los ha llevado a las posiciones que hoy ocupan.

En el caso particular de Juan Manuel Santos se aplica al pie de la letra la creencia de que sólo quienes conocen en profundidad el arte de la guerra pueden alcanzar la paz. Y no sólo por provenir de la clase social que lanzó al país al cataclismo: Santos, el guerrero que asestó los golpes más mortíferos y certeros a la guerrilla —la liberación de Ingrid Betancur y la baja de los jefes supremos Raúl Reyes y Alfonso Cano, entre otros— se transformó en el pacificador que supo entender que la continuidad de la guerra dejaría a Colombia anclada por mucho tiempo en el siglo XX y sus atrocidades.

Fui invitado a la primera posesión de Santos, el 7 de Agosto del 2010, por su cuñado, Mauricio Rodríguez, uno de mis mejores amigos desde la infancia y ex condiscípulo del San Carlos. Con profundo escepticismo me dispuse como muchos a escuchar su discurso de investidura. El presidente saliente, de manera excepcional, estaba presente en la ceremonia.

Cuando todos esperábamos el anuncio de la continuidad de la política de ‘seguridad democrática’ de Uribe (la continuidad de la guerra), Santos sorprendió a todos —a Uribe primero— anunciando que a la llave de la paz no la había arrojado al mar, que la tenía en su bolsillo y que estaba decidido a usarla.

Varias veces me vi a mí mismo, de pie, aplaudiendo los inesperados anuncios que fue desgranando: el reconocimiento de la existencia de un conflicto armado (y no sólo de una amenaza terrorista), la radicación al día siguiente en el Congreso de una ley vanguardista para reconocer y reparar a millones de víctimas, así como una audaz política de restitución de tierras para los campesinos, despojados y desplazados, entre otros cambios profundos en el lenguaje y la lógica para percibir y enfrentar nuestra realidad.

También la decisión de liderar una discusión global sobre la necesidad de dar un nuevo enfoque a la lucha contra el narcotráfico, con la autoridad moral que nos otorga el enorme sufrimiento y la cuota infinita de sangre que lo colombianos hemos aportado a esta tragedia.

A partir de ese momento, Santos siguió dando pasos audaces: lo que para Uribe y sus seguidores se constituyó en una repugnante e imperdonable traición, para muchos representó una necesaria y saludable rectificación en el rumbo de un político con un pragmático sentido de la historia.

El próximo domingo 2 de octubre los colombianos enfrentaremos un dilema: confirmar que hemos cambiado y somos capaces de pasar la página de una guerra de más cinco décadas. O lo contrario: que no rectificaremos y dejaremos que nuestro país continúe desangrándose en una calle ciega.

Entre los aspectos negociados por el gobierno con las FARC hay puntos controversiales como la participación política de los guerrilleros. Deberán ser manejados con cuidado y apego a las instituciones. Pero lo pactado también será el principio de una reforma social que ayudará a millones de colombianos que hoy viven en condiciones inaceptables de marginación. Y esto trasciende a las FARC y al voto individual, y nos concierne a todos los colombianos como sociedad.

Los acuerdos de la Habana no son una fórmula perfecta ni una garantía de felicidad, pero si la oportunidad de superar unidos la desigualdad social y la intolerancia política que se encuentran en la raíz de un conflicto que ha sido un lastre por generaciones.

Yo votaré por el Sí para afirmar un proceso de reconciliación indispensable para reconstruir a Colombia y mirar al futuro como una sola nación.

Hay que reconocer que esto no habría sido posible sin la apuesta por la paz hecha por Juan Manuel Santos.

Su reelección en 2014, cuando derrotó al candidato de la extrema derecha uribista, Oscar Iván Zuluaga, fue el mandato inequívoco que recibió de su pueblo para continuar con estos esfuerzos pacificadores. Un equipo negociador de lujo, liderado por el ex vicepresidente Humberto de la Calle y el Alto Comisionado para la Paz, Sergio Jaramillo, cumplió con enorme éxito, profesionalismo y sacrificio, la tarea encomendada.

La victoria arrasadora del SÍ en el plebiscito catapultará al país a una nueva era de esperanza: no es aún La Paz pero sí el camino hacia ella. En el caso —muy improbable e indeseable— de que los colombianos no apoyemos los acuerdos alcanzados en La Habana, el país retrocederá a la condición de nación paria en el concierto internacional y merecerá ser el hazmerreír —o mejor— el hazmellorar del continente y del mundo.

Pero la paz es valor y ley supremos y, afortunadamente, el presidente de los colombianos así lo comprendió. Ahora sólo resta confiar en que su pueblo sabrá aprovechar esta segunda oportunidad sobre la tierra.

Álvaro Restrepo es bailarín, coreógrafo y pedagogo. Dirge El colegio del cuerpo en Cartagena de Indias.

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