Voto en Estados Unidos porque no puedo tolerar la destrucción de la sociedad donde crecerá mi hijo

Una voluntaria entrega una calcomanía que dice "Yo voté", en Estados Unidos. Credit Rich Pedroncelli/Associated Press
Una voluntaria entrega una calcomanía que dice "Yo voté", en Estados Unidos. Credit Rich Pedroncelli/Associated Press

Nunca sabemos el plan que la vida tiene para nosotros. Yo, por ejemplo, jamás imaginé que viviría en Miami o en Washington D. C. ni mucho menos que me convertiría en ciudadano de Estados Unidos en Phoenix, Arizona, levantando la mano ante la primera jueza federal nativa, Diane Humetewa, hija y nieta de hopis.

Pero aquí estoy y aquí llegué: las del 6 de noviembre son mis primeras elecciones como ciudadano en Estados Unidos. Voté anticipadamente a fines de octubre, pues el día de las elecciones intermedias me encontraría fuera del país. Durante meses alimenté mi expectativa por el voto, pero cuando sucedió fue un evento tan sorprendentemente sencillo como anticlimático.

Me explico: en Argentina, de donde yo vengo, los días que preceden a una elección son incendiarios. Gente discutiendo en los bares, personas profetizando ante los demás que su candidato es el indicado. Carteles embadurnados en las paredes y los postes de luz. Grafitis a favor de equis y en contra de zeta. Es un evento vivo, colorido.

Pero yo voté en un centro de cuidados familiares en el sur de Scottsdale supervisado por dos ancianas y un señor voluntario en sus sesenta. Dije que tenía conmigo el voto, un sobre apaisado verde, y el voluntario me mostró una máquina parecida a una fotocopiadora, con una gran ranura rectangular al frente: ahí debes poner el voto, dijo, y me extendió una calcomanía que decía I voted. Lo firmaba la Asociación de Agentes de Bienes Raíces de Arizona.

Unos segundos antes de bajar del auto con mi boleta lista, me detuve a mirarla: suponía que el sobre apaisado verde debía decirme algo, convertir el momento en un hito. Pero era apenas otro voto más.

Tomé el auto, volví a casa y me quedé pensando en el sentido de todo aquello. Me preparé para este voto como pocas veces. Mi primer voto, antes de los veinte años, venía precedido por una crisis en Argentina. Yo era un posadolescente políticamente activo que creía tener claro qué elegir. La edad me dio más dudas pero también certezas: no voto proyectos absurdos ni criminales. No voto por racistas ni por plutócratas.

De manera que me tomé varios días para aprender sobre los más de cuarenta candidatos en Arizona. Jueces, senadores, consejeros de ciudad. Los responsables de la administración del agua en un estado desértico. Si apoyaba —por supuesto— que el estado invierta más en energía solar. Si me negaba —claro— a que ese mismo estado que recortó los salarios de los maestros subsidie —más— a las escuelas privadas. Marqué cada línea de mi voto con cuidado.

La noche anterior a ir al centro familiar entré al cuarto de mi hijo. Matteo dormía con su calma de siempre, despatarrado a todo lo ancho de la cama. Cuando estoy en Arizona, tratamos de pasar la mayor cantidad de tiempo juntos. Yo no me volví ciudadano de Estados Unidos por heroísmo sino por una convicción íntima: soy padre divorciado y amo a mi hijo. Necesito saber que nada pueda impedir que esté a su lado. Y, en estos tiempos, un pasaporte de ciudadano es más seguro que un documento de residente.

Después de ver cómo el gobierno de Donald Trump separa a padres y madres de niñas de 2 y 5 años, esa idea me cruzó el pecho como un hierro rojo. El día que me convertí en ciudadano subí a Facebook una foto donde estrujaba a Matteo sobre mi pecho, los dos riendo como chiflados, en el hall del juzgado donde juré. Debajo de la foto escribí que me volvía ciudadano de Estados Unidos por una sola razón: su futuro.

Trump representa el exterminio político, social y cultural de la inmadura democracia inclusiva del siglo XXI. Es ácido libertario: nunca antes un presidente de Estados Unidos hizo tanto, y de manera tan decisiva —con un partido, el Republicano, con mayoría parlamentaria, que respalda sus acciones— para desarticular una sociedad. Saldremos de él con un cuchillazo profundo. Odio y raza, furia y violencia al alza, profundamente divididos.

En una de sus habituales regurgitaciones retóricas, Trump ha dicho que la Decimocuarta Enmienda de la Constitución, aquella que permite a los inmigrantes del mundo naturalizarse y tener hijos estadounidenses, es un error y que le gustaría eliminarla. En el mundo nativista y blanco de Trump, cientos de miles como yo no tendríamos derecho a vivir con nuestros hijos.

Seré claro: si este hombre deja de sorprendernos, si normalizamos su comportamiento como si solo fuera un líder caprichoso y obtuso, y no el presidente autoritario de la mayor potencia del planeta, nuestra derrota será terminante. No es la primera vez que un autócrata convierte en plaga a millones de personas por una especie de convicción divina que le sugiere que solo la gente como él tiene derechos. Y yo no puedo permitirme eso.

¿Qué más debemos decir de Trump para convencernos de que el voto, a la mitad de su mandato, tiene una importancia capital? Ya no es candidato sino el hombre cuya banalidad pone en peligro los cimientos más básicos de la convivencia humana. De los lazos básicos que la tejieron: inmigración, solidaridad, un espacio para todas las razas. Tolerancia. Y yo no puedo tolerar la destrucción de la sociedad donde crecerá mi hijo.

Este es el mantra: el Partido Republicano debe perder el Congreso para que quede alguna mísera garantía de control de los delirios de su emperador.

Si no votamos, nos jodemos todos.

Diego Fonseca es un escritor argentino que vive entre Phoenix y Barcelona. Es autor de Hamsters y editor de, entre otros títulos, Crecer a golpes y Tiembla.

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