En las líneas que siguen voy a explicar la decisión, largamente madurada, que yo tomaría si pudiera votar en las elecciones venezolanas: yo votaría por el candidato chavista, el “vicepresidente encargado”, Nicolás Maduro. He aquí mis razones.
Hay una larga tradición caudillista en América Latina, y en algunos casos el recuerdo de esos caudillos ha sobrevivido largamente a su derrota o a su muerte, quedando enquistada en la memoria de su país e interfiriendo por mucho tiempo en el normal desarrollo de la política. El caso paradigmático es el de uno de los mayores caudillos latinoamericanos, el llorado presidente de Argentina Juan Domingo Perón. Los paralelismos, incluso biográficos, entre Chávez y Perón son interesantes. Ambos militares, de orígenes modestos, ambos participantes en golpes de Estado antes de ser elegidos, ambos encarcelados y posteriormente liberados de manera extrajudicial, los dos cambiaron de táctica y decidieron postularse candidatos en elecciones democráticas, que ganaron. Una vez en el poder, utilizaron todos los resortes del cargo para mantenerse en él; siguieron celebrando elecciones formalmente libres, pero mediatizadas por la utilización de todas las ventajas que otorga el control del Estado: manejo de los medios de comunicación, acceso a recursos económicos abundantes, intimidación de los opositores y, si fuere necesario, recurso al pucherazo. Perón y Chávez ganaron así varias elecciones, basándose en estos métodos y también en una popularidad indiscutible, debida a su carisma personal y a unas políticas populistas redistributivas que fueron posibles porque ambos tuvieron la fortuna de presidir sus países en épocas de bonanza económica. El auge del precio del petróleo desde fines del siglo XX ha coincidido con los mandatos de Chávez; los de Perón se beneficiaron de la fuerte demanda mundial de productos agrarios y materias primas a consecuencia de la II Guerra Mundial y su posguerra. Pero hacia 1950 el auge posbélico fue cediendo y la prosperidad argentina también. Los costosos programas del “justicialismo” (algo parecido a lo que medio siglo más tarde en Venezuela se llamaría “socialismo bolivariano”) no pudieron mantenerse y la oposición al peronismo pasó a la ofensiva. Comenzaron las manifestaciones, los desórdenes callejeros y los conatos de rebelión militar, hasta que en septiembre de 1955 un golpe de Estado, llamado pomposamente “la revolución libertadora”, derribó a Perón.
Fue lo mejor que pudo pasarle al peronismo, porque los que tuvieron que administrar el caos que dejó el ídolo caído fueron sus enemigos, que convocaron elecciones e instauraron un régimen democrático, pero nunca pudieron reproducir la prosperidad económica de los años del justicialismo. Perón, exiliado en Madrid, siguió siendo el caudillo añorado por las masas, y su partido siguió ganando elecciones cada vez que tuvo oportunidad. No puedo contar aquí la historia de la Argentina reciente, pero recordemos que la actual presidenta pertenece al partido peronista, y que este partido sigue hoy siendo hegemónico allí, habiendo desplazado a los partidos tradicionales gracias sobre todo al aura mítica de su fundador.
La Venezuela de hoy se encuentra en una situación parecida a la de Argentina hace 60 años: la herencia de un presidente muy popular es una economía en situación muy difícil. Las rentas del petróleo siguen ahí, pero no van a crecer por varias razones: en primer lugar, no es probable que el precio del petróleo siga aumentando como lo ha hecho en el pasado reciente. En segundo lugar, la gestión de la petrolera estatal, PDVESA, es desastrosa: la producción cae por incompetencia, las averías y accidentes son muy frecuentes, aunque a menudo se oculten. La mala gestión de PDVESA no puede remediarse: hace 10 años una gran parte del personal, opuesto al chavismo, fue depurado y sustituido por adictos, de competencia y honradez dudosas. Esto ocurre también en la Administración del Estado, donde la selección del personal, cuyo número se ha doblado en los años recientes, se hace atendiendo más a criterios de clientelismo y adhesión política que de capacidad y rectitud. La famosa política redistributiva de Chávez se ha visto frenada por la ineficiencia y la corrupción, de modo que la tan cacareada disminución de la pobreza en Venezuela no ha tenido nada de especial, y está en torno a la media de toda América Latina, habiendo sido superada en países como Brasil o Perú. Los costes del “socialismo bolivariano”, por otra parte, han sido muy altos: la criminalidad en Venezuela es de las más altas del mundo, y la tasa de inflación, también. Esto ha obligado a una reciente devaluación llevada a cabo por el “Gobierno encargado” de Maduro, devaluación que, sin embargo, no basta para resolver el desequilibrio exterior. Todo esto es causa de que Venezuela sea monoexportador de petróleo, con la inseguridad que genera para una economía el depender de un solo producto. Por si todo esto fuera poco, Cuba interfiere hoy en la política venezolana como nunca lo hiciera Estados Unidos. He aquí la herencia envenenada que reciben los sucesores de Hugo Chávez.
Si la elección la ganara Henrique Capriles, el jefe de la oposición, la situación se tornaría contra su Gobierno. Su victoria sería por la mínima, y se enfrentaría a un chavismo desesperado y unido, trabajando desde el primer día para hacer fracasar al Gobierno. La oposición, por su parte, es un conglomerado de partidos que, ante las enormes dificultades que hallaría en el poder, tendería a dividirse. El desprestigio de este Gobierno sería muy rápido, mientras que la reputación del chavismo se acrecentaría a los ojos del pueblo, como el recuerdo del héroe muerto.
Por el contrario, de ganar Maduro, sería el chavismo quien tendría que apechugar con la presente ruina sin poder echarle la culpa a nadie. El único peligro para la democracia sería que Maduro intentara mantenerse en el poder recurriendo a la fuerza e implantando una dictadura. Pero eso sería su suicidio político.
En definitiva, es más justo y conveniente que sean los chavistas quienes administren la fatal herencia de su caudillo. Venezolanos: votad a Maduro.
Gabriel Tortella es profesor emérito de Historia Económica en la Universidad de Alcalá.