“A lo que dijo Sancho: (…) es tan buena la justicia, que es necesaria que se use aún entre los mismos ladrones” (Miguel de Cervantes. Don Quijote. Parte II. Capítulo LX).
Ante las elecciones generales del próximo domingo, quisiera levantar mi voz -mejor, mi papeleta de votante-, a propósito del lugar que la Justicia ocupa en los programas electorales de los principales partidos competidores. Lo hago después de examinar las ofertas del PP, PSOE, Ciudadanos y Podemos, y la verdad es que si lo prometido fuera deuda de ineludible cumplimiento, bien podría decirse que en la próxima legislatura la Justicia contará con todas las bendiciones, aunque motivos no faltan para temer que, como hasta ahora, todas las promesas quedarán en un adorno retórico, cosa que quizá obedezca a que un mecanismo de bloqueo psicológico nos impide tomar en serio lo que es evidente: la necesidad en un Estado de Derecho de sacar a la Justicia del coso de la “política”. Aclaro que si entrecomillo la palabra “política” es para que se entienda en el sentido que quiero darle, o sea, en su acepción más peyorativa.
Dicho lo cual, a cuantos me dispensen el honor de leerme, incluidos los escépticos y hastiados de la palabrería electoral, les propongo votar en los siguientes términos:
VOTEMOS y no sin reservas a favor de quienes garanticen que el Poder Judicial sea un verdadero poder del Estado, no un poder de los partidos, gobiernen o no gobiernen. Si lo que se desea es una justicia auténticamente independiente, hay que alejarla de las siglas políticas y de sus sedes. Los fines de la justicia y de la política partidista no hermanan bien.
VOTEMOS en contra de aquellos que entienden la Justicia en clave tan ideológica como lleva haciéndose desde hace ya muchos años. Jamás hubo tantos políticos partidarios de la división de poderes, pero con coordinación de funciones. La delimitación de los campos judicial y político no puede trazarse con claridad lineal, pero las continuas e impunes invasiones de las fronteras de ambos terrenos son perniciosas para el sistema. Cada cosa en su sitio, porque así, como están ahora, fuera de quicio, no es bueno seguir.
VOTEMOS por abolir el sistema de elección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y que, obviamente, no fue el querido por el legislador constituyente, tampoco por la Constitución (CE) -artículo 122-, ni, menos aún, por los ciudadanos demócratas que asisten atónitos al espectáculo de cómo los partidos políticos se reparten las veinte vocalías de la institución, más el presidente que, al propio tiempo, lo es del Tribunal Supremo. El método de diez para mí, siete para ti y tres para aquéllos, no es la mejor manera de sacar al CGPJ del atolladero del desprestigio en el que hace años lleva metido por el empeño de los políticos de que sus miembros sean los fulanos, menganos o zutanos de turno en la seguridad de que responderán a la confianza depositada en ellos.
VOTEMOS a quienes aseguren que nuestros jueces serán promocionados sólo por sus méritos y repudiemos que los cargos judiciales, sobre todo los más altos, sean nombrados con igual carga política e idéntica discrecionalidad con que se cubre un cargo de confianza, sea subsecretario o director general de un ministerio. Hay que acabar con los “juristas de reconocido prestigio” que no son más que falsos genios con currículos vacíos de méritos rigurosamente jurídicos, aunque, eso sí, repletos de servicios políticos. Mientras los políticos sigan empeñados en colocar a sus jueces en los ejes de la Justicia, a sabiendas del mucho daño que hacen, el mal no tendrá arreglo.
VOTEMOS para que, de una vez por todas, el Ministerio Fiscal sea un órgano realmente independiente e imparcial y despreciemos, con nuestra papeleta de ciudadanos, a quienes han dado muestras de su afán por utilizar la institución como el brazo penal del gobierno y la ha degradado hasta cotas muy bajas, empezando por inocular el virus de la politización de la carrera. Es un hecho probado que la gran mayoría de los fiscales desean actuar sometidos exclusivamente al principio de legalidad plasmado en el artículo 124 CE, pero no es menos cierto que la historia nos ofrece demasiados casos como para que a menudo, con enorme nostalgia, recordemos la idea que Platón expone en Las leyes cuando sentencia que “la acusación pública vela por los ciudadanos: ella actúa y éstos están tranquilos”. Un fiscal general de Estado no puede comportarse como acólito de nadie y lamentablemente la actuación de algunos fiscales generales ha sido percibida por la sociedad de estar alineada con las posiciones del Gobierno.
VOTEMOS para terminar con la desesperante lentitud de nuestra Justicia y porque la duración de los procedimientos sea razonable en el sentido de justificado. Nos lo dice Montesquieu en El espíritu de las leyes: “los litigios deben resolverse en plazos razonables, pues de otro modo lo que es un pleito se convierte en un drama personal o tragedia familiar”. El artículo 24.2 CE proclama el “derecho a un proceso sin dilaciones indebidas” y una Justicia a destiempo es una forma de denegación de Justicia. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) ha dicho muchas veces que “la duración de la causa es manifiestamente incompatible con la exigencias de una dilación razonable e incumbe a los Estados partes del Convenio organizar su sistema judicial de tal suerte que sus jurisdicciones puedan cumplir cada una de las exigencias, incluida la obligación de resolver los procesos dentro de los plazos razonables (…)”.
VOTEMOS a quienes nos aseguren reducir los costes de la justicia. Un procedimiento judicial cuesta al erario público entre 1.500 y 1.800 euros, con lo cual parece lógico y socialmente adecuado que por el disfrute del servicio de justicia, el usuario pague un precio. Ello implica, además y entre otras cosas, desincentivar el “consumo inmoderado de justicia” y evitar la injusticia de tener que pagar incontinencias ajenas. En cualquier caso, no se olvide que el artículo 24 CE declara que “todas las personas tienen derecho a obtener tutela judicial efectiva de los jueces y tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos (…)”, que antes, en el 14, se afirma que los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento (…) o cualquier otra condición o circunstancia personal o social” y que, más adelante, en el 119, se puede leer que “la justicia será gratuita cuando así lo disponga la ley, y, en todo, caso, respecto de quienes acrediten insuficiencia de recursos para litigar”.
VOTEMOS para que de una puñetera vez el derecho a la presunción de inocencia sea plenamente respetado. Nunca como en los últimos años se ha vulnerado tanto este indiscutible principio constitucional. La regla de que no hay delincuentes presuntos sino delincuentes convictos, ha desaparecido de la lista de derechos fundamentales, con olvido de que los indicios sumariales no son pruebas mientras no sean debatidos en juicio oral y público.
VOTEMOS a favor de que el principio de publicidad de las actuaciones judiciales -artículo 120.1 CE- no sirva de instrumento de diversión para el gran público ni las crónicas judiciales deriven en situaciones de bulla y griterío de las que son culpables también algunos medios de comunicación por seguir los asuntos penales con indiscretas y temerarias imprudencias. En los casos con “tirón popular” hay un sector de la prensa que se lanza, sin más, a pronunciar sus personales veredictos, asociando la imagen del imputado a la de un criminal camino del cadalso.
VOTEMOS para sacar a la acción popular del proceso degenerativo que padece. Reconocida en el artículo 125 CE como contrapeso a una hipotética falta de celo del Ministerio Fiscal, algunas penosas experiencias de los últimos años han demostrado que, salvo honrosas excepciones, los acusadores populares no pasan de fantasmagóricos personajes, impulsados por afanes de notoriedad o, que también ha sucedido, por venganza, resentimiento u otro motivo ilegítimo.
En resumidas cuentas, VOTEMOS porque todas las propuestas contenidas en los programas electorales sirvan para que nuestra Justicia sea grande, como Salvador de Madariaga quería. A tal fin urge la despolitización de la justicia y concienciar de ello a los políticos. Juzgar al prójimo, más que oficio, es sacrificio y no se me oculta que hay jueces que llevan tatuado en el corazón la señal que digo. Jueces que aman la Justicia; jueces dispuestos a dar todo por esos elementales principios; jueces en los que debió pensar el doliente Epicuro cuando hablaba de la serenidad del alma como el mejor fruto de la justicia. O sea, jueces como los que el viernes pasado, en un gesto de enorme dignidad, reaccionaron en defensa de la independencia judicial y calificaron de disparate intolerable las torpes palabras de uno de los cofundadores de Podemos cuando dijo que “en las filas de su partido van muchos jueces esperando un Gobierno que les dé la orden de detener a toda esa cuerda de coruptos”.
Termino. Soy consciente de que para muchos esta lista de votos que, a bote pronto, he elaborado no pasará de una plegaria a situar en el limbo de los justos o que las razones en las que baso mis modestas propuestas son un simple deseo utópico. Si así fuera, entonces y lamentablemente, no sería infundado temer, una vez más, que nuestra Justicia está sentenciada a muerte o, como mínimo, a cadena perpetua.
Javier Gómez de Liaño es abogado y magistrado excedente.