Cuando escribo estas líneas aún resuena uno de los clamores más hondos que jamás hayan podido oírse a un Papa. Me refiero a las suplicantes y conmovedoras palabras pronunciadas por Francisco I el pasado 27 de julio al finalizar el rezo del Ángelus, cuando con la voz entrecortada, pero firme, exclamó: «¡Parad las guerras, por favor! ¡No más guerras. Es hora de detenerse!». Su Santidad hizo el llamamiento para que las autoridades del mundo y especialmente las de Rusia, Ucrania, EEUU, Oriente Medio e Irak pongan fin a las guerras que asuelan esos países. Casi a gritos y con los puños cerrados, repitió varias veces: «Queremos ser hombres y mujeres de paz, que estalle la paz», al tiempo que recordaba a los miles de fieles congregados en la Plaza de San Pedro que al día siguiente se cumplía el centenario del comienzo de la Primera Guerra Mundial, una de las lecciones de la historia que enseña cómo la paz ha de prevalecer siempre.
Al oír al Pontífice, bien podría decirse que la paz en el mundo cuenta con la mejor de las «bendiciones» para convertirse en un objetivo primordial. Sin embargo, lo cierto es que el concepto de paz mundial siempre ha servido de mero adorno retórico, cosa que quizá obedezca a que un mecanismo de bloqueo psicológico nos impide tomar en serio lo que para no pocos es evidente: que el mundo está permanentemente al borde del precipicio de una guerra que, sin duda, sería la última y definitiva.
Por ello, sumándome a la súplica papal voy a tomarme la licencia de hacer media docena de votos, con epílogo incluido, que podrían servir de premisas para un planteamiento sobre la paz en la tierra en términos racionalmente civilizados. Lo hago en la confianza de que puedan ser compartidos por cuantos tienen capacidad de pensar y pronunciarse en clave de paz. Éstas son las propuestas.
VOTEMOS por abolir ideas como que la guerra es la continuación de la política por otros medios o que si quieres la paz prepara la guerra y que no son más que pomposas apologías belicistas. Cierto que el hombre, a la sombra de Caín, apenas fue creado empezó a convertir la sangre en fértil abono de la historia, pero somos muchos los que aún creemos que la guerra es algo estúpido. Aunque nunca estuve en conflicto alguno -me refiero a los armados y sangrientos-, en mis tiempos de milicias universitarias aprendí varias cosas sobre lo que algunos llaman arte de la guerra, noción que nunca me entró en la mollera. Una de ellas fue que en las guerras no se derrotan ejércitos, sino que simplemente se matan personas, a quienes, desde el otro mundo poco les importa que sus gobernantes estén a la greña.
VOTEMOS y no sin reservas, a favor de quienes piensan que las guerras pueden calificarse de justas cuando son inevitables y se emprenden con el exclusivo objetivo de encontrar la paz. Un Estado puede hacer la guerra para su propia conservación y el derecho de defensa lleva consigo a veces la necesidad de atacar. Ahora bien, téngase muy presente que de las guerras sabemos cómo comienzan, pero ignoramos cómo terminan y que, por lo general, sólo son populares el primer mes. Tampoco olvidemos que las llamadas guerras justas suelen ser las más monstruosas y artificiales de todas las guerras. El resultado de la guerra siempre es incierto y en el mejor de los supuestos, cualquier victoria, en la medida que hay derrotados y muertos, implica sufrimientos. Al temor de una guerra no se debe responder con el terror de una guerra.
VOTEMOS en contra de quienes hacen las guerras no por generosos ideales sino por bastardas motivaciones. No hay pruebas fehacientes, pero sí fundadas sospechas de que la alternativa de guerra y paz tiene bastante que ver con la balanza de pagos y el producto interior bruto, como lo es que para muchos la guerra siempre ha sido un negocio saneado y próspero. La carrera de armamentos que empezó hace más de medio siglo y que sigue su marcha con galope de potro desbocado es suicida y vergonzoso es el derroche de riqueza emprendido para acelerar la desaparición del hombre, mientras éste, en una proporción de seis a uno, pasa hambre y no sabe leer y escribir. Cuando el dinero se gasta no en ayudar a vivir, sino en ayudar a morir, nada cabe esperar de los políticos que malversan fondos públicos en ejecutar programas armamentistas.
VOTEMOS por los jefes de Estado, presidentes de gobierno y primeros ministros realmente dispuestos a enterrar el hacha de guerra. Los responsables políticos tienen el deber moral de buscar solución a los males, jamás empeorarlos. Verdad es que, por desgracia, la fama de un país aumenta con la exhibición y el ejercicio de la fuerza, pero la gloria de que un pueblo es justo se eleva con sus denodados esfuerzos por la paz. Empezando por Barak Obama -no se olvide que fue Premio Nobel de la Paz en 2009- y continuando con los que, como él, dicen ser gente de buena voluntad, todos sin excepción han de hacer un ejercicio de sensatez y de concordia. Seguro que la gran mayoría del pueblo americano, lo mismo que cuando el atentado contra las Torres Gemelas del 11 de septiembre de 2001, se habrá alegrado al saber que su Gobierno ha decidido desintegrar a los integristas del llamado Estado Islámico, en respuesta al alevoso asesinato del periodista James Foley a manos de un verdugo sanguinario. Sé que en ocasiones la venganza es más deseable que la propia vida, pero creo igualmente que ese debería ser el último remedio del que echar mano.
VOTEMOS por que las iniciativas a favor de la paz sean claras, basadas en el diálogo y pensando sólo en el bien del mundo entero. Cualquier propuesta ha de tener como fin la paz y no otros objetivos alternativos. En palabras de Su Santidad, es imprescindible que las partes en conflicto escuchen la voz de su propia conciencia, que no miren por sus propios intereses, de tal modo que «el centro de cada decisión sea el interés común, no el particular y el respeto de cada persona (...) Todo se pierde con la guerra y nada se pierde con la paz».
VOTEMOS porque en los encuentros sobre la paz no participen quienes acudan convencidos de que la fuerza militar es la razón absoluta y porque las decisiones adoptadas sean vinculantes para todos los países participantes, por encima de las «razones de Estado». Ningún encuentro tendría sentido si los acuerdos alcanzados se ven luego incumplidos por intereses nacionales, incluidos los que puedan esgrimir los partidos políticos de la oposición impulsados por el detestable argumento de la rentabilidad en votos. El resultado de un debate sobre la paz en el mundo debe trascender de lo ideológico y situarse en un ámbito de pura racionalidad.
VOTEMOS, en fin, porque todos los gobiernos sean más solidarios con el dolor ajeno y qué mejor, para ello, que unas leyes aceptadas por la comunidad internacional, inexorables y aplicadas con perseverancia. Con la guerra y sus víctimas inocentes, está claro que la justicia en el mundo falla por su base y no se entiende como Dios ni Alá intervienen para poner un poco de orden en tanto horror. Todas las guerras deben morir. Kant lo advierte en La paz perpetua: la guerra es mala porque hace más hombres malos que muertos. Tengo para mí que en las guerras de Irak, Gaza, Ucrania o Siria nadie tiene la razón y que, como Freud afirma en su obra El malestar en la civilización que escribió después de la carnicería de la Primera Guerra Mundial, en los actuales conflictos bélicos, al igual que en aquél, la guerra es el modo que el ser humano tiene de liberar los instintos salvajes. O sea, que los impulsos criminales reprimidos por el hombre encuentran escape en el asesinato masivo de la guerra.
Virgilio en La Eneida nos advierte de que el odio improvisa las armas y está demostrado que la historia del mundo viene a ser el recuento de sus crímenes. Desde su creación, la tierra ha sufrido multitud de guerras. Las ha habido mundiales, santas, civiles -que son las más inciviles- y está visto que eso de dirimir los conflictos a golpes, tiros y bombazos es una extraña maldición que pesa sobre el mundo. La guerra, al margen de que al final se llegue vencedor o vencido, es más fácil que la paz. Por eso y como gesto que puede contribuir a cambiar esta tesis, sin duda que serán muchos quienes, aceptando la invitación del Papa, el próximo 7 de septiembre se unirán a su iniciativa de celebrar una jornada de ayuno por la paz en el mundo entero. Incluso los habrá que vayan más lejos y que, en reacción ante la injusticia de unas guerras que no traen más que dolor, sufrimiento, devastación y muerte, decidan ponerse en huelga de hambre.
Soy consciente de que para muchos, el grito emocionante que Francisco I lanzó desde el Palacio Apostólico en favor de la paz no pasará de una plegaria a situar en el limbo de los justos, como tampoco descarto que otros tantos piensen que las razones en que baso el modesto planteamiento que acabo de exponer es un simple diseño utópico. Si así fuera, entonces y lamentablemente, no sería infundado temer que el asunto de la paz mundial está sentenciado de antemano.
Javier Gómez de Liaño es abogado y magistrado en excedencia.