Votos y balas: ¿cómo responder a la transición al autoritarismo caótico en Venezuela?

La reelección de Nicolás Maduro como presidente de Venezuela en los comicios adelantados del 20 de mayo de 2018 confirma que el país se está convirtiendo en un Estado frágil, o quizás más aún en lo que Moisés Naím y un informe reciente de la fundación Insight Crime denominan “Estados mafiosos”. El nuevo sexenio garantiza para Maduro la continuidad de la estructura de poder y consolida la transición hacia el autoritarismo caótico de un país arruinado y con una élite corrupta que se ha enriquecida con los petrodólares y el crimen organizado a costa de la población. Frente a la creciente desinstitucionalización del país y la concentración autoritaria del poder, la oposición, que decidió no participar en las elecciones, se presenta fragmentada y debilitada sin capacidad de diseñar un proyecto alternativo.

La parodia electoral

En la tradición de la “dictadura perfecta”, como definió Mario Vargas Llosa a México en 1990, las elecciones presidenciales del 20 de mayo de 2018 confirmaron la presidencia de Nicolás Maduro que, a pesar de competir con dos figuras marginales (chavistas disidentes y un pastor evangélico), fue el único candidato con posibilidades reales. La oposición no pudo presentarse en bloque porque el Consejo Nacional Electoral (CNE) les inhabilitó para ir en coalición, lo cual incrementó la división interna de la Mesa de la Unidad Democrática (MUD). Al final, casi todos los partidos de la oposición boicotearon unas elecciones convertidas en una parodia para legitimar un régimen autoritario.

Votos o balas”, dijo el presidente Nicolás Maduro tras votar en un colegio de Caracas poco antes de confirmar su esperada reelección. Sólo una minoría de venezolanos participó en unas elecciones tachadas de fraudulentas por Estados Unidos, la Unión Europea, los países del Grupo de Lima (1) y otros, por haber excluido a la mayoría de los partidos de oposición y no cumplir con los mínimos estándares de pluralidad democrática.

Según los datos oficiales del CNE, Nicolás Maduro se impuso con el 67,8% sobre su adversario Henri Falcón que obtuvo un 20,9%, seguido por el pastor evangélico Javier Bertucci (10,8%), candidato sorpresa de último minuto. La gran diferencia con todas las elecciones anteriores del chavismo fue la altísima tasa de abstención: incluso la propia cifra oficial de participación (46%) revela que un 54% decidió no votar.

Ello permite tres interpretaciones: primero, la escasa capacidad de movilización del oficialismo comparado con las últimas elecciones presidenciales de 2013 cuando votó casi el 80% de los venezolanos; segundo, una mayoría de la oposición está entre aquellos que no acudieron a las urnas y que coinciden con el boicoteo; tercero, una gran mayoría de venezolanos está cansada de la política tras veinte años de “Revolución Bolivariana” y/o podría definirse como “ni-ni”: ni oposición ni oficialismo. Representan esta resignación y desencanto con la política tras años de polarización entre oficialismo y oposición que podría contener un potencial explosivo en un país al borde del precipicio económico.

La transición del populismo hacia un proyecto hegemónico

En diciembre de 2015, cuando el chavismo perdió las elecciones legislativas que otorgaron la mayoría absoluta de escaños a la oposición en la Asamblea General, se atisbó la posibilidad de un nuevo escenario político de transición. Sin embargo, el régimen entró en una nueva fase que precipitó al país del autoritarismo competitivo de corte plebiscitario refrendado por el voto popular que caracterizó la época de Hugo Chávez, a un autoritarismo de difícil calificación y evolución impredecible.

Puesto que las reglas existentes ya no le permitían ganar en las urnas, el Gobierno optó por modelarlas al servicio de lo que el chavismo llama “proceso revolucionario”. Este camino ha llevado a una deconstrucción del (ya débil) Estado de derecho y de la democracia liberal en Venezuela que ha desarbolado las pocas vías democráticas de alternancia que le quedaban al régimen. Se inició con una manifiesta violación de los poderes de la Asamblea Nacional por parte del Ejecutivo con la complicidad del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) que neutralizó su capacidad legislativa: primero, anulando la elección de tres diputados opositores para evitar la mayoría absoluta de la oposición y, después, declarando en desacato a la Asamblea Nacional por aceptar el juramento de los diputados impugnados.

En respuesta, a principios de 2016, la oposición inició el proceso de referéndum revocatorio para destituir a Maduro. Consiguió 1,3 millones de firmas y logró validar más del doble del número necesario. A pesar de ello, el CNE frenó el proceso hasta pasar el plazo de mitad de mandato que establece la Constitución para permitir la convocatoria de elecciones anticipadas a la presidencia. Con ello se cerró la puerta a la oposición por esa vía.

El siguiente paso en marzo de 2017 fue el intento de la Corte Suprema de Justicia de cerrar y suplantar a la Asamblea Nacional, dominada por la oposición. La tentativa fracasó debido a las masivas protestas nacionales e internacionales, pero aumentó la violencia en todo el país. Cien días de constantes manifestaciones tanto de chavistas como de la oposición causaron más de 90 muertos según fuentes oficiales (medio centenar más, según la oposición) y confirmaron la caótica situación del país. Posteriormente en verano de 2017, el inmovilismo de las partes frustró un intento de mediación a través de un diálogo patrocinado por tres presidentes iberoamericanos y la Santa Sede, si bien el Papa no medió, una diferencia notable con el caso de Cuba-EEUU.

En medio del conflicto, el presidente Maduro lanzó la convocatoria de una Asamblea Constituyente que acabaría con el desvalorado, casi simbólico, papel de la Asamblea Nacional. Con un proceso legalmente impugnado por la oposición por inconstitucional, se convocó la elección de 545 miembros cooptados exclusivamente entre organizaciones sociales y entidades locales afines al régimen. Se celebró el 30 de julio y, según el CNE, un 41,53% de la población acudió a las urnas, cifra que contrasta con el escaso 20% que vaticinaban las encuestas a pocos días de la elección. Smartic, la firma encargada del sistema de voto electrónico, denunció que hubo manipulaciones en las cifras del dato de participación, extremo negado por el CNE. La oposición rechazó reconocer la validez de la elección pero la Asamblea Constituyente resultó formalmente establecida en el mismo edificio en el que sesiona la Asamblea Nacional.

La reinvención de las urnas

La Asamblea Constituyente asumió poderes por encima de cualquier otro órgano del Estado, usurpando las competencias legislativas establecidas en la Constitución, en lugar de hacer lo que se suponía era su misión, elaborar una nueva Constitución. Una vez instauradas nuevas reglas de voto, la Asamblea Constituyente decidió celebrar el 10 de octubre de 2017 las elecciones a gobernadores que debían haberse convocado en 2016. La oposición acudió a pesar de su carácter irregular: hasta 250 centros electorales fueron cambiados 72 horas antes de la votación en localidades de mayoría opositora, varios líderes opositores como Henrique Capriles, ex gobernador de Miranda, fueron encarcelados o inhabilitados y no fue permitida la presencia de observación internacional independiente. En consecuencia, la oposición solo ganó 5 gobernadores que se vieron obligados a jurar ante la Asamblea Constituyente que rechazaban. Solo el gobernador electo por el Estado de Zulia, Juan Pablo Guanipauno, se negó a acudir a la Asamblea Constituyente.

A pesar de las acusaciones de fraude y prácticas clientelares, los resultados fueron un balón de oxígeno para Maduro. Dada la mala experiencia de las elecciones a gobernadores, la mayoría de la oposición decidió boicotear las elecciones locales pendientes, a pesar de que el presidente Maduro amenazó con excluir de las elecciones presidenciales a las formaciones que no acudieran a las municipales. Por tanto, la inmensa mayoría de municipios están ahora en manos del chavismo en una concentración de poder sin precedentes.

Solo faltaba asegurar la reelección presidencial. Constitucionalmente, la elección estaba prevista para diciembre de 2018, pero la Asamblea Constituyente la adelantó, inicialmente a abril y luego a mayo. Para convencer a la oposición de participar en las presidenciales, el Gobierno propuso reabrir el diálogo a través de un Grupo internacional de apoyo patrocinado por el presidente de República Dominicana, Danilo Medina, y el expresidente de Gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, con el apoyo de países observadores (Chile y México, por la oposición, más Nicaragua, Bolivia y San Vicente y las Granadinas por el Gobierno) y misiones de observación electoral del Caribe y de la Unión Africana.

Las conversaciones se focalizaron en asegurar garantías para unas elecciones presidenciales limpias con observación internacional y liberación de los presos políticos, estimados en unos 300. Cuando estaban llegando a un principio de acuerdo, el CNE inhabilitó a la MUD y a los principales partidos de la oposición para presentarse a las presidenciales. La oposición dio por cerrado el diálogo y México y Chile abandonaron la mediación. La mayoría de la oposición llamó a boicotear las elecciones. Rodríguez Zapatero decidió participar como observador y defendió la limpieza de las elecciones, pero ni los observadores de Naciones Unidas, ni de la Unión Europea, ni de la Organización de Estados Americanos (OEA) acudieron.

¿Autoritarismo competitivo o caótico?

Tras los comicios menos competitivos de la historia del chavismo, las manipulaciones del Gobierno revelan el uso instrumental de las elecciones para instaurar una nueva forma de autoritarismo que ni siquiera entra en la categoría de “autoritarismo competitivo”, concepto acuñado por Steven Levitsky y Lucan Way (2012). Desde el intento de cerrar la Asamblea Nacional y la creación de la Asamblea Constituyente, que asumió las funciones del inhabilitado Parlamento, ya no se puede hablar de populismo en Venezuela. El país experimentó una involución democrática y está hoy más cerca del autoritarismo, no ya competitivo, sino caótico, por el desorden político, económico y social que desemboca en un Estado frágil y disfuncional. Esta mezcla entre fragilidad del Estado y represión es lo que le caracteriza como “autoritarismo caótico”. La promesa de crear un país mejor, más justo y más inclusivo, alumbró lo contrario: un país arruinado y un Estado que no puede garantizar ni un mínimo de seguridad ciudadana ni tampoco la estabilidad económica.

La incapacidad de gobernar del postchavismo se ha traducido en una espiral de violencia que sitúa el país en la segunda posición regional en cuanto a la tasa de homicidios, secuestros, robos y atracos. Según el Observatorio Venezolano de Violencia (OVV), el país ocupó en 2017 el primer rango regional en cuanto a la tasa de homicidios: 89 por cada 100.000 habitantes y 132 en Caracas.

La economía, colapsada, lleva cinco años en recesión (la CEPAL pronostica un crecimiento de -8,5% para 2018), el déficit público por encima del 20% crece tanto como la deuda externa (sobre todo con China) que Venezuela se ha visto obligada a reestructurar para evitar el default. El FMI pronostica para 2018 una inflación cerca del 14.000%, un récord mundial sólo equiparable con la situación en Grecia en 1944 o la Alemania de Weimar. Entre 2015 y 2018, la economía venezolana se contrajo un -35%, un dato similar a la economía cubana tras la caída del bloque socialista.

No es sólo el efecto de la drástica caída del precio del petróleo, que no se supo prever y que cíclicamente golpea una economía rentista y extractivista como la venezolana. Tampoco es la culpa de la “guerra económica” de la que el Gobierno acusa a la oposición y el “imperialismo capitalista”. Los responsables son la malversación de fondos y, en general, un saqueo de las arcas del Estado por la denominada boliburguesía que se ha enriquecido a costa de la mayoría de los venezolanos. Un indicador es el nivel de corrupción que, según Transparencia Internacional, es con el rango 169 en 2017 el más alto de la región, sólo superado por países como Libia, Sudán, Afganistán, Siria o Corea del Norte. La corrupción era un mal endémico en Venezuela previo al chavismo, pero la concentración del poder y la arbitrariedad de la Administración la han acentuado. Con la revolución bolivariana el Estado ha sido penetrado por el crimen organizado, los grupos violentos (entre ellos, los llamados colectivos, sucesores de los círculos bolivarianos de Chávez) y la cleptocracia.

Las consecuencias sociales son críticas: cinco años de Gobierno Maduro revirtieron los progresos alcanzados durante el Gobierno de Hugo Chávez (1998-2013), quien logro reducir la pobreza del 54% en 2002 al 27,5% en 2007 y avances en educación y salud gracias a las misiones pagadas con las divisas del petróleo. En la actualidad, la malnutrición y la pobreza se extienden en la Venezuela postchavista. Según datos del Panorama Social de América Latina – 2017 de la CEPAL, la pobreza creció en Venezuela del 21,2% en 2012 al 32,6% en 2014 y llegaría en la actualidad al menos al 43%. Este porcentaje es más alto que durante la “Cuarta República”, aniquilando los avances positivos de lucha contra la pobreza de los años de bonanza del chavismo.

El discurso de la ficción frente a la realidad

El discurso soberanista es una característica de los populismos autoritarios para dividir el país y el mundo en amigos y enemigos. En su artículo de opinión del 3 de mayo de 2018, publicado en El País, Nicolás Maduro utiliza este argumento para presentar “una democracia distinta”, del pueblo, que a su entender no es elitista como la democracia liberal. Pero una mirada desapasionada a los resultados de su Gobierno no permite detectar una “democracia distinta”, alternativa al modelo liberal, sino una excusa para consolidar el autoritarismo.

En el mismo artículo, Maduro declara que “la economía es el corazón de nuestro proyecto”. Confrontada a la realidad del uso de los recursos, esta afirmación no se sostiene: este régimen que tuvo durante casi diez años más ingresos que ninguno anterior, gracias al precio del petróleo por encima de cien dólares, ha conducido el país hacia la bancarrota. La “democracia popular” de Maduro –supuestamente opuesta a la visión del “pueblo populista” de la élite– ha traído más pobreza y menos libertad al país.

La hiperinflación perjudica sobre todo a los que menos tienen, a quien Maduro dice proteger con su “democracia para muchos”. Según la retórica de la revolución bolivariana, el país goza de una “economía productiva estable, soberana y próspera, y no sometida a los vaivenes de los precios del petróleo”. Pero la realidad es que un 95% de los ingresos del Estado proceden del oro negro y Venezuela importa del exterior al menos un 75% de los bienes de la cestabásica. Tampoco se confirma la tesis del “pleno empleo” a través del “carnet de la patria”: la tasa oficial de desempleo es solo del 7,5% pero, según la CEPAL, Venezuela fue en 2017 el único país latinoamericano donde creció el sector informal, estimado en un 50% de la economía según sectores sindicalistas. Datos no oficiales de la oposición indican que cerca de un tercio de los venezolanos está sin un empleo estable. Conviene interpretar estas cifras en el contexto de una prolongada e histórica recesión: según la CEPAL, el PIB venezolano cayó en 2016, por tercer año consecutivo, en un -9,5% y en 2017 un -7,6%.

Nicolás Maduro afirma que la revolución ha contribuido a “remover la violencia machista”, pero los datos son elocuentes: según el OVV, entre enero y agosto de 2017 fueron asesinadas 254 mujeres (frente a 44 fallecidas por violencia de género en España entre enero y octubre de 2017). Finalmente, la tasa de homicidios más alta de América Latina confirma la incapacidad del Estado chavista de garantizar el más preciado bien de cualquier tipo de democracia: la seguridad o, en palabras de Maduro, “la protección”. ¿Qué convivencia puede existir cuando las personas temen a diario por su vida? ¿Qué libertad con una tasa de impunidad del crimen estimada en 90%, según el OVV?

Otro dato que contradice la retórica oficialista es el éxodo de un país que antes acogía migrantes y ahora los exporta: según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), entre 2004 y 2017, más de un millón y medio de venezolanos (925.000 entre 2016-2017) abandonaron el país: 600.000 residen en Colombia, 290.00 en EEUU y 208.000 en España. De hecho, la OIM ha lanzado un Plan de Acción Regional para atender a los migrantes venezolanos en 17 países.

Tampoco se sostiene el mantra de que los problemas económicos provienen del “bloqueo comercial inhumano”, supuestamente impuesto por Estados Unidos y la UE: las sanciones aprobadas incluyen un embargo de armas, la prohibición de visados y la congelación de bienes de altos dirigentes. Tan solo en mayo de 2018, EEUU decidió imponer restricciones financieras a la importación y a las inversiones. Pero sigue importando crudo venezolano y exportando a ese país diluyentes para la nafta pesada que producen los pozos petroleros.

¿Sirven las sanciones? Respuestas de Estados Unidos, la Unión Europea y Canadá.

Una de las pocas convergencias entre EEUU, Canadá y la UE es la evaluación de la situación en Venezuela y las respuestas a aportar. Estos tres actores aplican sanciones selectivas (targeted) e “inteligentes” (smart) contra miembros del Gobierno venezolano, básicamente restricciones financieras y, en el caso de la UE, además un embargo de armas. Un día después de las elecciones presidenciales, el Gobierno de Donald Trump fortaleció las sanciones al limitar la venta de deuda y activos de petróleo en Estados Unidos. Canadá, igual que Argentina y Brasil, retiró su embajador de Caracas para protestar contra las elecciones fraudulentas. En el seno del Grupo de Lima se ha forjado un nuevo consenso para reprobar el proceder del Gobierno de Maduro y aislarlo políticamente.

Caracas puede sustituir a sus socios tradicionales por una alianza más estrecha con Cuba, China o Rusia. Con la habitual invocación a la soberanía nacional propia a todos los regímenes autoritarios, estos países ofrecen créditos, refugio fiscal y otros servicios a las naciones sancionadas por Occidente. En este sentido, la cooperación sur-sur y las potencias emergentes han ampliado las opciones de política exterior, debilitando así enormemente los instrumentos de coerción.

Asimismo, sin una coalición interna que las apoye en el país de destino, las sanciones pueden ser contraproducentes al proporcionar argumentos a favor de la lógica enemigo-amigo. Según la empresa encuestadora venezolana Datanalisis, en diciembre de 2017, el 57,8% de la población estaba en contra de las sanciones y solo un 32,3% a favor. La imposición de un embargo de armas por parte de la UE tiene sentido para frenar la violencia generalizada y la represión a la oposición, igual que la congelación de bienes de miembros del Gobierno. Pero es difícil entender un bloqueo de pagos internacionales para la importación como dispuso el Gobierno Trump porque afecta a toda la población al obligar a restringir las importaciones de alimentos y contribuir al incremento de su precio en el mercado negro. Las sanciones, por sí solas, empujan a cerrar filas tras la bandera.

Estas sanciones son, además, poco creíbles, ya que uno de los principales aliados, Cuba, recibe un trato muy diferente por parte de Canadá y la UE. Estos reconocen plenamente el Gobierno de La Habana con el que mantienen relaciones diplomáticas y económicas sin ningún tipo de restricción. No es fácil explicar diferentes respuestas a dos regímenes que Freedom House y el Economist Intelligence Unit califican de autoritarios. Una diferencia fundamental consiste en la estabilidad política que parece ofrecer el Estado fuerte del postcastrismo en Cuba y la inestabilidad y la debilidad del Estado “mafioso” que representa el postchavismo en Venezuela.

Convendría explicar mejor que las sanciones contra Venezuela no pretenden provocar cambios democráticos sino castigar la represión del Gobierno contra la oposición. Para ser efectivas, estas sanciones tendrían que ser acompañadas por incentivos (económicos mediante cooperación y acuerdos; o diplomáticos a través del diálogo y la mediación) y ser consultadas con la sociedad civil. Asimismo, la mediación debería incluir a los “ni-ni” que abogan por el fin de la polarización y/o están descontentos tanto con el Gobierno como con la oposición. Otras posibles medidas serían ofrecer microcréditos a las PYME o aumentar la cooperación al desarrollo con ONG, aunque es muy probable que eso sea tachado de injerencia imperialista por el régimen que se ha negado a aceptar la ayuda humanitaria ofrecida.

Las sanciones sirven para expresar el malestar sobre lo que ocurre en Venezuela, pero no ayudan a buscar soluciones al largo y previsible proceso de fragilización del Estado en un país dividido donde también fracasaron todos los intentos de mediación: primero el de Lula da Silva, el Carter Center y la OEA, luego el de la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR) y tres expresidentes, el Vaticano y finalmente el Grupo internacional de Apoyo en República dominicana.

América dividida

Venezuela sigue dividiendo a la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (CELAC) entre dos grupos: los países de la Alianza bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA) que apoyan a Maduro y los integrantes del Grupo de Lima que no reconocen las elecciones de la Asamblea Constituyente ni las presidenciales y están explorando las posibles respuestas. Evo Morales fue el primer presidente de la región en felicitar, el 21 de mayo, por twitter “al hermano Nicolás Maduro y el valeroso pueblo de Venezuela” con una clara alusión populista a la defensa de la soberanía y el “intervencionismo del imperio norteamericano”. También fue efusivamente felicitado por dos países ALBA, Nicaragua y Cuba, además de El Salvador.

Sin embargo, el Grupo de Lima, que ya había pedido a Maduro la suspensión de la elección presidencial para organizarla con garantías, se negó a reconocer los resultados. Ante la inacción de UNASUR, sumida en una crisis existencial por la división ideológica en dos bloques, el Grupo de Lima, integrado por 12 países latinoamericanos, Canadá y EEUU, se constituyó como voz de la oposición regional frente a la crisis política y humanitaria en Venezuela.

El 20 de abril, seis de los 12 países miembros decidieron suspender temporalmente su participación en la organización. Los cambios políticos en Argentina y Brasil han cambiado el equilibrio de fuerzas en UNASUR, al pasar dos gobiernos simpatizantes con la Revolución Bolivariana a declararse claramente críticos con Maduro. La oposición nunca ha confiado en UNASUR como mediadora ni garante, porque durante los años de presidencia de Samper se alineó automáticamente con el Gobierno Chavista. Hoy, los cambios políticos en la región han provocado una ruptura que ha dejado inoperante a la organización. La crisis venezolana también afecta a la CELAC que no pudo encontrar un consenso para convocar una Cumbre extraordinaria sobre Venezuela e incluso provocó el aplazamiento sine die de la Cumbre de la CELAC con la UE.

Los cambios políticos también han modificado las votaciones en la OEA. Hasta hace muy poco, Venezuela contaba con suficientes apoyos para evitar decisiones en contra del Gobierno de Maduro. Eso ha cambiado y, el 5 de junio de 2018, la Asamblea General de la OEA aprobó una resolución que considera ilegitimas las elecciones presidenciales, pide al Gobierno que permita el ingreso de ayuda humanitaria y la restauración de la autoridad de la Asamblea Nacional al tiempo que se activa el proceso de suspensión del país en la organización. La decisión se tomó con 19 votos a favor y 11 abstenciones de los 35 países miembros. Ahora se debatirá si se lleva a la Asamblea General la votación sobre una suspensión que requiere 24 votos a favor, mayoría que hoy no existe. De todas formas, Venezuela ya presentó el 28 de abril de 2017 su denuncia del Tratado para su retirada de la OEA, que será efectiva en abril de 2019.

¿Sin salida?

Es difícil pronosticar qué pasará en los próximos seis años que Nicolás Maduro pretende estar en la presidencia. En su primer discurso tras su reelección, anunció que “no habrá elecciones hasta 2020”, confirmando la transición del populismo electoral al autoritarismo caótico. Por otro lado, Maduro ordenó liberar a 39 presos político s como señal de buena voluntad frente a las críticas de la comunidad internacional.

En cuanto al Gobierno, la única forma de que abandone el atrincheramiento es ofrecer una salida alternativa que permita vislumbrar una transformación por consenso y no el revanchismo. Ello requiere convencer a la oposición que sigue dividida entre los que apuestan por un derrocamiento del chavismo y los que apuestan por una transición democrática. Atacando al segundo grupo representado por el ex candidato presidencial Henrique Capriles, Maduro se ha zafado del líder que estuvo a unas décimas de ganar las elecciones presidenciales de 2013, pero también se ha cerrado una posible vida de negociación para escapar del callejón sin salida en el que está sumido el país. A pesar de las dificultades económicas, parece que Maduro ha conseguido el objetivo de su permanencia.

En el frente interno, Maduro hoy se siente fuerte y ha conseguido contagiar su optimismo al núcleo del chavismo popular con un discurso triunfal tras cuatro victorias contundentes frente a sus adversarios en un año. Las vías de disidencia interna del chavismo han quedado debilitadas y atemorizadas por las detenciones de miembros de las Fuerzas Armadas y de la petrolera nacional (PDVSA), estos últimos irónicamente acusados de corrupción en un país donde la corrupción campa a sus aires.

Entre los múltiples escenarios de salida, de momento el más seguro parece la continuidad, lo cual es una mala noticia para el país, ya que el Gobierno ha demostrado no saber gobernar o, en todo caso, sólo para sí mismo. El problema es el creciente abismo entre el Gobierno y el pueblo que el primero dice defender. Nicolás Maduro mantiene una ficción cercana al realismo mágico creado por el patriarca de Gabriel García Márquez que ignora o desconoce la realidad de su nación. El postpopulismo venezolano ha terminado en un autoritarismo caótico del que, si no cambian algunos elementos del escenario, será muy difícil salir por la vía electoral y, aún menos, por un indeseable golpe militar o una cruenta revuelta popular.

La oposición tampoco se ha mostrado demasiado hábil a la hora de diseñar posibles salidas. Tras el fracaso del revocatorio de Maduro, desestimado por el CNE, su fragmentación ha crecido y no consigue plantear una alternativa consensuada. Con ello, se ha perdido la dinámica de 2015, cuando los adversarios del postchavismo ganaron su primera elección a la que se presentaron en bloque con un programa concertado. Ambos, Gobierno y oposición, tendrán que luchar por el amplio espacio político de los “ni-ni”.

Tras estas elecciones, el país cuenta con una oposición más débil y menos unida cuyo boicot electoral ha contribuido a su derrota. A partir de ahora, la oposición está aislada de prácticamente todas las instituciones. La unidad que les llevó a disputar las presidenciales de 2013, perdiendo Henrique Capriles frente a Maduro por solo un punto y que les llevó a ganar las elecciones al Parlamento, se ha perdido. Carecen de líder común con carisma y arrastre suficiente. Maduro los ha encarcelado o inhabilitado con ayuda de un poder judicial que hoy solo sirve para apuntalar al régimen.

Además, los distintos sectores de la oposición han ido cambiando de estrategias hasta desorientar a gran parte de la población que ha optado por abstenerse o huir del país buscando nuevos horizontes. La toma de la calle fracasó por la represión y por haber infravalorado la capacidad de resistencia del Gobierno y de unas bases fieles que aún configuran en torno a un 25% de la población. La no participación en las elecciones fracasó por el fraude, pero también por la desunión de los partidos de oposición durante las negociaciones en la mediación internacional. Recomponer la unidad y establecer una nueva hoja de ruta creíble es el primer paso para ser un interlocutor válido dentro y fuera del país. En este sentido, desde el exterior, también se puede tratar de tender puentes para apoyar a los sectores más negociadores que a aquellos que abogan por la confrontación.

Hoy por hoy las vías de diálogo están bloqueadas, pero es la única manera de salir de la situación actual. Si bien Maduro ha sido muy hábil en la manipulación de la batalla electoral, le queda mucha lucha por delante. La “guerra económica” que ha infligido al país con la inoperancia y el desgobierno sigue alimentando el empobrecimiento, la desafección y el endeudamiento externo. La capacidad de aguantar no es calculable mientras continúe el apoyo económico de China y, en menor medida, de Rusia. En el plano político, el panorama tampoco es mejor, con un creciente aislamiento regional e internacional. Tal vez la presión de las sanciones cree mayor fragilidad en el régimen, pero éste ya se ha instalado en un discurso de trinchera del cual es difícil que salga si no hay una contrapartida, la zanahoria. Se ha de articular esa salida negociada a la crisis con respaldo internacional.

Ante todo resulta necesario articular un discurso regional que alerte sobre los riesgos de una difusión de las cleptocracias rentistas autoritarias en América Latina. La diplomacia de bloqueo que ha practicado el eje bolivariano del ALBA en las instituciones regionales se ha debilitado, pero ahora conviene construir consensos que eviten una involución democrática en parte de la región. La época de las dictadura militares ha quedado atrás pero, como señalan los ejemplos de Venezuela y Nicaragua, pueden volver por la puerta de atrás mediante el desmantelamiento de las instituciones democráticas y/o el retorno de los militares al poder.

Anna Ayuso, investigadora sénior, CIDOB y Susanne Gratius, profesora de Ciencia Política y Relaciones Internacionales, Universidad Autónoma de Madrid e investigadora sénior asociada, CIDOB.


Referencia bibliográfica:

Levitsky, Steven and Way, Lucan A. Competitive Authoritarianism. Hybrid Regimes after the Cold War. Cambridge University Press. 2012.

Nota:

(1) Formado por Argentina, Bahamas, Brasil, Canadá, Chile, Colombia, Costa Rica, Guatemala, Guyana, Honduras, México, Panamá, Paraguay, Perú y Santa Lucía.

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