Vox y la crisis moral de la izquierda española

Santiago Abascal, líder de Vox; el socialista Pedro Sánchez, presidente del gobierno español Credit Mariscal/EPA vía Shutterstock; Cristina Quicler vía Agence France-Presse — Getty Images
Santiago Abascal, líder de Vox; el socialista Pedro Sánchez, presidente del gobierno español Credit Mariscal/EPA vía Shutterstock; Cristina Quicler vía Agence France-Presse — Getty Images

Nada más conocerse la irrupción de la extrema derecha en España, las calles de varias ciudades fueron tomadas por manifestantes al grito de “¡No pasarán!”. La arenga es vieja —se utilizó en la defensa de Madrid frente a las tropas del general Francisco Franco durante la Guerra Civil— y ha sido repetida estos días desde la izquierda para movilizar a los ciudadanos frente a quienes “ponen en riesgo la democracia”. La pregunta es si la izquierda actual, en España y otros países donde crece el radicalismo, tiene la autoridad moral para liderar esa batalla.

El populismo de derechas ha llegado a España después de años en los que el país parecía inmune al poder de seducción de los nuevos caudillos y sus discursos xenófobos. Y, como en tantos otros sitios, su avance ha contado con una ayuda inesperada: las contradicciones de una izquierda que, atribuyéndose la defensa de los principios de igualdad y justicia, solo los defiende con determinación cuando son atacados por sus adversarios ideológicos.

En pocos lugares esa incoherencia es tan visible como en España. Podemos, un partido que nació de la indignación de la calle tras la Gran Recesión, se muestra beligerante contra lo que percibe como una degradación de la democracia española, a la vez que defiende con entusiasmo a regímenes autoritarios de países como Cuba o Venezuela. Critica duramente y con razón el deterioro de la libertad de expresión en España, pero jamás habla en favor de quienes son perseguidos por practicarla en Pekín, La Habana o Caracas. A sus ojos Venezuela es, gracias a Nicolás Maduro, un país democrático, respetuoso con las libertades de la oposición y económicamente estable. “La gente hace tres comidas al día”, decía Íñigo Errejón, uno de los líderes de Podemos, en una entrevista reciente.

La insistencia de la izquierda en distinguir entre autoritarismos inaceptables y los que merecen infinita comprensión —esto es: los que llegaron al poder enarbolando sus ideas— merma su legitimidad para presentarse como la primera línea de defensa frente al auge de la ultraderecha. Si los derechos humanos son universales, el discurso frente a quienes los ignoran también debe serlo. Los nuevos extremismos no pueden ser combatidos con efectividad desde la trinchera ideológica, sino desde principios morales transversales.

Los partidos populistas de derechas, desde Italia a Hungría, y desde Estados Unidos a Filipinas, comparten un mismo discurso del miedo frente al otro, el extranjero o el que piensa y actúa diferente. Reniegan de la igualdad y buscan reconfortar a sus seguidores en una superioridad ficticia sobre minorías que, contradictoriamente, ven como una amenaza. Su habilidad ha sido explotar las incertidumbres y agravios surgidos tras la crisis económica que estalló hace una década para ofrecer soluciones fáciles y demagógicas a problemas complejos como la inmigración.

Vox, el partido que tras cinco años de ostracismo ha logrado su primer éxito electoral en España, no es una excepción. Su líder, Santiago Abascal, no pierde oportunidad para culpar a los inmigrantes de la delincuencia, la violencia de género o el desempleo en España, pero cuando se le piden datos básicos que sostengan sus posiciones no es capaz de ofrecer ninguno. Si los que se le presentan contradicen sus afirmaciones, los ignora.

Pero la simpleza del mensaje de la ultraderecha no puede ser subestimada: ha demostrado ser enormemente atractivo para muchos ciudadanos decepcionados con los partidos tradicionales. Los intentos de la izquierda de combatirlo desde una supuesta superioridad moral, con una reivindicación de su esencia humanista, tiene poco vuelo mientras no vayan acompañados del ejemplo. Las incoherencias reiteradas y las expectativas incumplidas terminan dejando un vacío que el populismo ocupa con rapidez, como ha sucedido con Vox en Andalucía, donde obtuvieron doce escaños y 395.185 votos.

Los socialistas han gobernado la región, la segunda más pobre del país, de forma ininterrumpida los últimos 37 años. Mientras los andaluces se quedaban estancados en desarrollo y educación, la izquierda construía una élite clientelar que vivía al abrigo del poder, parasitaba las instituciones y promocionaba políticas que, bajo el argumento de beneficiar a los más desfavorecidos, perpetuaban su dependencia del sistema. La partitocracia andaluza se esmeró por levantar obstáculos para evitar la competencia política, desincentivar el emprendimiento, a la vez que desarrollaba una burocracia insostenible —un cuarto de los asalariados andaluces son trabajadores públicos—, y minar cualquier atisbo de meritocracia en favor de la colocación en posiciones de privilegio de militantes, amigos y padrinos. La prioridad había dejado de ser modernizar el modelo, sino preservarlo.

Vox ha sabido aprovechar el declive socialista en Andalucía y la irrupción del nuevo nacionalismo español, surgido como reacción al independentismo catalán, para romper la excepcionalidad en un país que tenía en la memoria reciente de la dictadura franquista su antídoto frente al avance de la ultraderecha. La izquierda, una vez más, escogió el bando equivocado en Cataluña, con Podemos mostrando una intencionada ambigüedad ante el intento de los independentistas de imponer su nuevo Estado a más de la mitad de los catalanes y los socialistas pactando con ellos su llegada al poder en Madrid. De nada sirvieron las advertencias socialistas sobre el avance del extremismo y las llamadas a defender los principios democráticos. Vox no perdió la oportunidad de sacar provecho a una deslealtad que le ha costado a los progresistas su bastión histórico en el sur de España.

Tan solo una semana antes de las elecciones andaluzas, el presidente del gobierno español, Pedro Sánchez, visitó Cuba. El primer viaje de un mandatario español a la isla en tres décadas tenía el buen propósito de mejorar las relaciones entre ambos países, pero terminó siendo un ejercicio de legitimación del régimen cubano y un desaire a quienes esperaban apoyo en favor de una apertura democrática. El líder socialista se marchó sin mencionar los derechos humanos y sin reunirse con ningún opositor cubano. Cuando días después Vox irrumpió en el parlamento andaluz y en las calles se coreaba el grito de “¡No pasarán!”, el presidente prometió ponerse al “frente” de la batalla para frenar a la ultraderecha. En el aire quedó, inevitablemente suspendida, una pregunta: ¿con qué autoridad moral?

Para que en el futuro sea más efectiva, la izquierda debería defender los valores democráticos desde la coherencia, más allá de simpatías ideológicas, y con igual determinación en Sevilla, Pekín o La Habana.

David Jiménez es escritor y periodista. Su libro más reciente es El lugar más feliz del mundo.

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