Voz del Pueblo

«Voz del pueblo, voz del Cielo (o de Dios)», dice una letra flamenca, reproduciendo una vieja idea grecolatina, retomada por Alcuino de York en carta a Carlomagno. Una idea adoptada con entusiasmo por el romanticismo pero siempre combatida, o matizada, ya por el mismo Alcuino, como fuente de errores graves, si se cree en sentido literal. Feijóo, por ejemplo, objetaba que «aquella mal entendida máxima de que Dios se explica en la voz de el (sic) pueblo, autorizó la plebe para tiranizar el buen juicio, y erigió en ella una potestad tribunicia, capaz de oprimir la nobleza literaria. Es este un error de donde nacen infinitos; porque asentada la conclusión de que la multitud sea regla de la verdad, todos los desaciertos del vulgo se veneran como inspiraciones del Cielo…». En el fondo, es la misma noción expresada por J. L. Borges en su conocida y sintética sentencia («la democracia es un abuso de la estadística»), aunque tal vez quien lo manifestara de modo más exquisito y brillante fue la periodista Rosa Montero, hace años, en el diario El País, a propósito de opiniones mayoritarias o no: «Un millón de moscas no pueden equivocarse, así pues comamos m…».

A la vista de tales dudas, no pretendemos entrar de lleno en el terreno político: cada quien admite esta clase de resquemores, en privado, por supuesto, cuando los votos le son contrarios, y el «hatajo de borregos» siempre es el de los otros. Pero sí nos interesan más las reacciones de odio y brutalidad, como exponente social, como «Voz del pueblo», que han asomado en sectores de la sociedad española en lo que se denomina «la izquierda», de forma especial desde tiempos de Rodríguez, a quien se culpa de haber resucitado, en palabro pavoroso, el guerracivilismo, mientras se da por descontado que desde la llamada Transición hasta el 14–03–04 la concordia y la reconciliación habían reinado gloriosas. Pero es que los gravísimos sucesos –nunca castigados ni perseguidos– de los dos días subsiguientes a los atentados no surgieron por generación espontánea ni eran sólo achacables a la inopia y buenismo memo de la derecha, que tantas alegrías nos da –y nos dará– a quienes queremos una España unida, en paz y orden y con altos niveles cívicos, culturales y económicos. La caraba, vamos.

Tiene razón ABC en su mantenida campaña contra la chabacanería, la zafiedad y la entronización del mal gusto y sus desmanes adyacentes y seguros, sobre todo en la vida política, por cuanto afectan frontalmente a la convivencia cotidiana y al mero buen juicio y lógica formal. Exacerbado todo ello con la llegada al poder de pandas de zíngaros enemistados con peines y jabones, cuando no amigos de asesinos, aunque su peso numérico real sea muy inferior al institucional que les ha obsequiado el PSOE, si bien a las vanguardias leninistas les basta con eso. Pero dejemos esa faceta y vayamos a las provocaciones ofensivas que nos regalan a diario y a las cuales la derecha política no responde jamás o –gran esfuerzo– anuncia «un recurso de inconstitucionalidad» si la penúltima jaimitada atañe gravemente a las cosas de comer. Como si a las turbas desatadas que proclaman que «el poder está en la calle» les importasen un bledo las añagazas leguleyas y el burladero de los procedimientos administrativos. Amiguismos y enchufismos estaban cantados y casi son irrelevantes en el conjunto de una sociedad cuyos miembros los critican individualmente porque no les ha tocado a ellos («Ya era hora de que nos tocase a nosotros, los pobres», comentaban en la Sevilla de Juan Guerra hace ya…). Pero los gestos ofensivos contra los símbolos nacionales o religiosos proliferan sin contestación ninguna; los aires despóticos de los recién llegados, también.

Por desgracia, no es un problema de mera naturaleza política. El Carrillo final podía volver a las andadas (véanse sus postreras declaraciones, tras haber sido canonizado como santo y mártir de la Transición), burlándose porque «ya no había un ejército capaz de cortar la deriva, como en el 36». Y pisaba sobre suelo firme, el de unos rasgos colectivos nada tranquilizadores, conservados desde hace siglos y aletargados durante el régimen anterior por la coerción de la fuerza, pero cada vez más latentes a medida que se perdía el miedo al ya fenecido franquismo y alentados por la impunidad que garantizaba la parálisis de la derecha. Y con el inevitable correlato de grandes masas de antifranquistas inéditos, desconocidos e inexistentes cuando hubieran hecho falta, al menos para sus supuestos ideales. Y todos con ansias de revancha, de venganza, de cobrar cuentas atrasadas, a setenta y seis años del final de la guerra. Y muchísimos de ellos –la mayoría– sin conexión directa con agraviados o víctimas del franquismo. Hijos y nietos de franquistas bien remunerados y colocados alzando la bandera de «Nosotros, los hijos de los obreros oprimidos…». Si toda esa saña aflora y brota voceando y agrediendo es porque estaba ahí mismito, tapada a duras penas por la retórica, los florilegios y agasajos de los políticos. Rodríguez no más dio el último golpe de azada para descubrir el tesoro.

Parafraseando a José Martí («Conozco al monstruo [él se refería a Estados Unidos] porque he vivido en sus entrañas»), sabemos que cualquiera que haya conocido y vivido desde dentro los movimientos de izquierda conoce a la perfección que el resentimiento, el odio sin argumentos, han sido una constante durante todo este tiempo, por bajo de los panegíricos y ditirambos de la vida oficial. Y responde a un estado de ánimo, de odio transmitido por inoculación mimética a quienes poco o nada sufrieron del franquismo. El rencor y el chusmerío están en el aire, han estado siempre, como cuando Larra, y va para dos siglos, se escandaliza («¿Entre qué gentes estamos?») por las confianzas (el tuteo, ya entonces; la «campechanía» de los de abajo, es decir la invasión de intimidades ajenas, igualando a los desiguales); la parcialidad permanente a favor de la sinrazón, si es «campechana»: «y como el calesero hablaba en majo y respondía en desvergonzado y fumaba y escupía por el colmillo e insultaba a la gente decente, el auditorio le daba la razón y le aplaudía y soltaba la carcajada y le animaba a seguir…». El drama de la España actual: los caleseros se están alzando con el santo y la limosna, entre mohínes y dengues de la derecha política, nunca saciada de ocurrencias blanditas y pavadas (la última, por ahora, quitarse la corbata y salir a buscar a las mareas: se ahogan seguro) porque –como bien decía el héroe de Paracuellos– no hay nadie que les cierre el paso. Y, por cierto, si releen a Larra verán qué depresión les entra ante su denuncia de los tocamientos y palmaditas que propinaba cualquier gañán a una persona educada, lo mismo que hacía en su entrevista en La Zarzuela Arturo Mas con nuestro rey.

Serafín Fanjul, de la Real Academia de la Historia.

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