Ya ha pasado la jornada electoral, eso que no hace tantos años se llamaba la fiesta de la democracia y parece que va dejando de serlo: ya no se esperan grandes cambios de las elecciones, parece que todo se va reduciendo al juego de si ganan los míos y pierden los otros. No parece que, en Euskadi, nadie esperase grandes cosas de estas elecciones municipales: ni el tema que todavía hace cuatro años salvaba la campaña, el número de viviendas de protección oficial que cada partido estaba dispuesto a prometer, ha sido capaz esta vez de elevar el interés.
Y como las juntas generales son las grandes olvidadas de nuestro sistema institucional -en ningún caso el ejecutivo de su nivel, la Diputación, ha anulado tanto al legislativo o normativo como en el de las juntas-, y como ningún partido político ha tenido interés alguno en ofrecer un programa en el ámbito en el que dichas instituciones, los parlamentos territoriales, mayor capacidad normativa poseen, en el ámbito de la política fiscal, todo queda reducido a saber si habrá alteración de socios en algunos municipios y diputaciones forales. Pero con el convencimiento de que, para la vida diaria, ni eso va a suponer cambio significativo alguno.
Hay que volver, pues, al día a día. También al día a día de la política. Volver al día a día de la política que sigue secuestrada por la pelea de gallos entre el PSOE y el PP, entre el Gobierno y la oposición. Y digo secuestrada no porque el tema en el que se centra esa pelea, la lucha antiterrorista, carezca de importancia. Lo digo porque la manera de plantear la pelea por parte de ambos partidos impide ver las consecuencias que el debate está teniendo en lo que se podría denominar cultura democrática, en la educación de la ciudadanía, que no sólo tiene lugar en la escuela, sino sobre todo en el espacio público de los debates políticos.
La falta de mesura en las críticas -de ambos lados, pues si es criticable que el PP recurra permanentemente a juzgar las intenciones de Zapatero, a palabras como 'cesión' y 'traición', por no citar términos como 'descerebrado' y otros que algunos de sus líderes usan para caracterizar al presidente del Gobierno, tampoco es aceptable que se afirme que la lucha contra el terrorismo y la consecución de la paz no han tenido éxito por culpa de la oposición y de algunos medios de comunicación- o bien hace que los ciudadanos pierdan también la mesura en su juicio político, o que, asqueados, vuelvan la espalda a la política.
Que el fiscal general ponga en duda su actuación como órgano del Estado que es, afirmando que quizá haya ido demasiado lejos en la impugnación de algunas candidaturas, es algo muy grave. Afirmaciones como ésa no colaboran, desde luego, a la confianza institucional de los ciudadanos, mucho más necesaria que la confianza en las personas que en un momento dado pueden ser líderes políticos: éstos pasan, pero las instituciones permanecen, el sistema continúa. Y es éste, son ellas las que deben ser merecedoras de confianza.
Pero son otras actuaciones y otras afirmaciones las que quisiera comentar como poco inductoras de cultura democrática. Si al principio he aludido a lo que se decía no hace mucho tiempo de las elecciones, que eran la fiesta de la democracia, es conveniente añadir que esa afirmación da a entender que lo fundamental de la democracia son las elecciones, que los ciudadanos puedan hacer oír su voz. Nada que objetar a esta afirmación, a no ser que puede resultar desfiguradora de la democracia que pretende resumir si se toma como algo absoluto. Sin elecciones no es posible la democracia. Pero la democracia no se reduce, no se puede reducir a convocar unas elecciones en libertad y en pluralismo. Es necesario que se dé el cumplimiento de más requisitos, de más principios para garantizarla. Es preciso que esté institucionalizada la sumisión del poder constituyente al imperio del Derecho y de la Ley. Es imprescindible el respeto a las reglas de juego en la política diaria que consiste en actos y en palabras, en decisiones y en afirmaciones. Es imprescindible la separación de lo público y lo privado, la aconfesionalidad, la libertad de conciencia, la libertad de opinión y la libertad de identidad: el espacio público no se constituye estableciendo una fe, una creencia, una identidad, un interés como obligatorio para todos. Al contrario.
Pues bien: recientes manifestaciones del lehendakari Ibarretxe hacen pensar que desde la institución del Gobierno vasco y desde su presidencia se ejerce una mala educación de los ciudadanos vascos en cultura política, que, más allá de las elecciones, se hace muy poco por reforzar la cultura democrática y mucho por socavar sus principios. Cuando Ibarretxe habla de Euskadi como 'aquí' y de España como 'allí', y cuando en referencia a ese modo de hablar algún periodista le pregunta si no sería mejor volver al modo de hablar tradicional del PNV y referirse al Estado español que abarca tanto el aquí como el allí, afirma Ibarretxe que no, que él sólo se siente vasco, que para él España es allí, algo de fuera: entonces está destrozando el principio democrático de la separación de lo privado y de lo público, está machacando el principio de la aconfesionalidad del Estado.
Nadie le prohíbe a la persona privada Juan José Ibarretxe sentirse lo que quiera. Puede ser ateo, cristiano, evangélico, menonita, agnóstico, adventista, más vasco que español, igual lo uno que lo otro, sólo vasco, más vasco que nadie, más vasco que Sabino Arana, o que Iparragirre, o que Sarrail de Ihartza. No es algo que deba interesar en demasía a la ciudadanía vasca. Pero como persona institucional, como persona pública, como representante institucional de una sociedad que se ha organizado políticamente y vertebrado sobre el eje del Estatuto encuadrado en la Constitución española, como alguien legitimado sólo por esas leyes básicas, no puede hacer de su fe privada -pues no de otra cosa que de fe se trata en su afirmación de vasquidad exclusiva- el contenido de su significado público. Está contraviniendo normas elementales, la norma más elemental, de la democracia. Y ni siquera la referencia a su pertenencia a un partido, el PNV, puede explicar su juego antidemocrático, pues como máximo representante institucional está obligado a representar al conjunto de la sociedad, una sociedad que si por algo se caracteriza es por su complejidad y pluralismo. Y elevando a contenido de su representación pública su creencia privada está dejando de representar a buena parte de la sociedad vasca, está expulsando de la representación que ostenta a no pocos ciudadanos vascos.
Elecciones vienen y van. Pero esa mala pedagogía democrática puede terminar siendo más importante para el futuro de la democracia que las mismas consultas electorales y sus resultados. Esa mala pedagogía democrática es la que crea una atmósfera en la que es posible que un responsable educativo, director de una ikastola, pueda afirmar que ellos educan sobre la base del carácter euskaldun -aunque uno no sepa si se refiere al euskaldun fededun (el vasco lo es por creyente) de algunos, o si es un carácter que ha pasado por el purgatorio de quienes trataron de matar al Dios de los vascófilos (Euskalzaleen Jainkoa hil behar dugu, Rikardo Arregi) para abrir las puertas de la modernidad a la cultura en euskera, o si se refiere a la casta de nuestros futbolistas (!), o a la creatividad de nuestros gastrónomos, o a la violencia y el terror de ETA-.
Lo malo es que parece que la sociedad vasca se ha acostumbrado a esa mala pedagogía. La ha internalizado, al tiempo que, probablemente, se ha ido anestesiando frente a todas esas aspiraciones pseudorreligiosas. Y por eso no falta quien piense que no hay que preocuparse demasiado: el río seguirá su cauce, las aguas no se saldrán de madre.
El problema es que la democracia puede parecer fácil cuando no hay problemas serios y graves, cuando la situación económica es boyante, cuando el entorno internacional es de suficiente estabilidad. Las dificultades para la democracia suelen venir cuando fallan esos pilares de estabilidad como la economía y el entorno internacional. Y entonces es cuando la democracia tiene que recurrir a sus fuerzas internas para sobrevivir como tal. Pero para ello es necesario que en tiempos de supuesta bonanza no se juegue a la ligera con la cultura democrática, y que quienes tienen la obligación de hacerlo hagan buena pedagogía política democrática. Lo contrario de Ibarretxe.
Joseba Arregi