Vuelva, señor Lassalle

Hace poco más de un año, señor José María Lassalle, siendo ya secretario de Estado de Cultura pero sobre todo como lector, intervino en la presentación barcelonesa del libro Modesta España de Enric Juliana, el director adjunto del diario La Vanguardia. ¿Lo recuerda? Yo salí del acto apenado, desconcertado. Permítame usar la brocha gorda para describir una velada que se me fue haciendo sombría, aunque uno de los problemas de este embrollo interminable sea el uso maniqueo de las palabras y la terca incapacidad para subrayar el matiz que es la clave. A mí su análisis del libro me había parecido sugestivo, pero tras la presentación, a media voz, no dejé de escuchar cómo muchos susurraban que si usted representaba el ala digamos liberal del Partido Popular —no liberal en lo económico sino en una dimensión más bien cívica, la de la tolerancia comprensiva de la diferencia— los catalanes, estaba claro, ya no tenían nada que hacer con España: no quedan en Madrid interlocutores que nos puedan comprender. En ese y aquel corrillo, cómplice copa en mano, una lluvia fina y unánime reverdecía algo que se ha convertido en lugar común: la convicción irrefutable de que la catalanidad ha perdido todos sus aliados en el resto de España. Esa es la idea dominante, no es la mía, pero la comprendo aunque hoy, aquí, asedie incómodamente.

Podríamos decir que lo que aquella noche afloró era la nostalgia de Dionisio Ridruejo. Del Ridruejo que se fue haciendo demócrata en la medida en que se había ido convirtiendo “de un modo más o menos hábil, de un modo más o menos diestro, en un simpatizante de las libertades del pueblo catalán”. Así lo afirmó en el teórico pleistoceno, el año 1964, en casa del padre de Fèlix Millet, el saqueador confeso (y aún en libertad) del Palau de la Música, durante un encuentro semiclandestino de intelectuales de oposición al franquismo. Era un grupo de liberales que habían pactado reunirse, de manera más o menor regular, para trazar una hoja de ruta sobre cómo debería articularse la plurinacionalidad española cuando por fin llegase la democracia. Los primeros debates, ay, fueron sobre la situación de la lengua catalana y los flujos económicos entre la aportación de los catalanes a las arcas públicas y las inversiones del Estado en Cataluña. Eran los años sesenta, insisto. Y no estará de más recordar que en 1965, durante uno de los breaks de aquellos coloquios en blanco y negro, Enrique Tierno Galván convocó a los representantes del socialismo catalán. Quiso notificarles en Toledo que, oído lo oído (y acababan de escuchar a Ernest Lluch), entendía que el PSOE debería estar integrado por partidos autónomos —uno catalán, especialmente— federados con el español, pero sin que debieran disolverse en él.

Repesco otras palabras de Ridruejo, pronunciadas en el mismo foro pero en 1971, para acabar de perfilar el cuadro. El tema de la reunión era “Centralismo y organización federal”: la discusión sobre cuál debía ser el modelo territorial para que, en la medida de lo posible, fuese traslación auténtica de su realidad. Aquel día de mediados de octubre Ridruejo se definió como lo que ya era —un federalista—, pero además quiso añadir lo que sigue (y disculpe por la extensión de la cita): “Como súbdito de un Estado con el que tengo discrepancias pero es un hecho, yo no tengo más remedio que admitir la posibilidad y el derecho de que algunos de los que hoy considero mis compatriotas dejen de serlo. En nombre de la libertad humana en la que creo fundamentalmente, tengo que aceptar la posibilidad de que una decisión mayoritaria convirtiese en Estados independientes a cada una de las comunidades españolas, ibéricas, si ustedes quieren”. Esa es la predisposición que hoy, mayoritariamente, es requerida por los integrantes de la hegemonía intelectual en Cataluña —la omnipresente hegemonía soberanista retroalimentada desde el fracaso del Estatut por la implosión de la corte maragallista— para entablar diálogo con los intelectuales españoles.

Esa actitud no es habitual. Claro que no. Lo esperable es que un intelectual que se defina también como español no sólo no sea cómplice pasivo de un proceso de secesión, sino que además es lógico que trabaje para desactivarlo. Ejerce así su libertad de pensamiento del mismo modo que la ejerce el soberanista que, para consolidar sus planteamientos, sabe de la necesidad de desactivar los “puentes del diálogo”. (Me permitirá, señor Lassalle, que use la sobada metáfora de Salvador Espriu, en este año de su centenario, toda vez que la comisión oficial que lo conmemora ha optado como eslogan por el verso “Ens mantindrem fidels”, rebosante de trascendencia misional y unanimidad patriótica). Le decía que me parece lógico que intelectuales españoles se comprometan en la desactivación del proceso soberanista que el Gobierno de la Generalitat (y sus voceros orgánicos) impulsa con descaro. Para mí —un catalanista pactista de los de toda la vida— la cuestión clave, más que la impugnación del proceso, es la alternativa que gentes como usted puedan ofrecerme.

Me temo que de momento sólo vienen elaborando su alternativa, tan poco atractiva, cruzados de la lengua común, profetas de la españolización de los alumnos catalanes y abanderados de la reconquista neocentralizadora que plagian los argumentos dictados desde la santa madre FAES. Y así no vamos a ninguna parte, siempre y cuando la estrategia de unos y otros no sea retroalimentarse para tensar la convivencia y excitar a las respectivas parroquias, que a la postre hace ganar unas elecciones. Pero en esta coyuntura estamos ahora, hundidos en el pozo de las crisis, sumando posicionamientos gubernamentales que, al menos en lo visible, sólo coadyuvan a minar la necesidad de reformar el modelo de Estado. Escribo reforma del modelo de Estado, levanto la cabeza y veo cómo me van asediando las flechas lanzadas desde la caverna. Pero la crisis ha descubierto que ese modelo, consensuado durante la Transición con sabio pragmatismo (pero no sé hasta qué punto con convencimiento), era artificioso.

Ahora, desde la adulta normalidad democrática, esta reforma debería lograr visualizar lo que es una realidad histórica incontestable: el autogobierno catalán, avalado por la Carta Magna, no emana de la Constitución ya que Cataluña, como sujeto político, no es homologable a las comunidades autónomas que la Constitución denominaba implícitamente como regiones. La distinción entre regiones y nacionalidades, obviamente, no postulaba la desigualdad de derechos entre ciudadanos, un argumento falaz cacareado por el clientelismo artificial que ha reconsagrado el “café para todos”. No. Pero desengañémonos, un problema real persistirá mientras esa distinción no penetre en el corazón mismo del Estado, mientras las políticas del Estado cultural no la integren a fondo, mientras el aparato institucional no sea fiel reflejo de la complejidad española. No es un problema inventado por el pujolismo, como tantos propalan, y perpetuado por sus herederos. Es un problema tan viejo como vivo.

Durante un siglo largo, pensadores del catalanismo formularon soluciones concretas para este problema político. Soluciones que fueron, en líneas generales, expresiones honestas de regeneracionismo hispánico expresadas desde ideologías diversas. Mañana, día 7 de mayo, señor Lassalle, en el mismo auditorio donde usted elogió el libro de Juliana, se presentará la Biblioteca del Catalanisme:una colección de clásicos que me gustaría pensar que son tan suyos como míos. Allí, como es natural, estarán los cuatro presidentes de la Generalitat. Y usted, ¿nos honrará con su presencia? Encontrará gentes, se lo aseguro, que sí querrán dialogar. Lo espero. Estimado secretario de Estado, véngase y luego cuéntelo.

Jordi Amat es filólogo y escritor.

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