Vuelve el toro mítico por sus fueros

Los sanfermines son unas fiestas eminentemente táuricas, no sólo taurinas, que conservan trazos y sobre todo el embrujo de viejos ritos culturales que tuvieron como objeto al toro mítico desde los largos y oscuros tiempos protohistóricos. Como casi todas las primitivas fiestas religiosas, también ésta acabó un día en fiesta civil y lúdica, pero no perdió del todo los ancestrales elementos cúlticos.

El toro ha evocado en todos los tiempos la potencia y fogosidad irresistible, la fuerza creadora y hasta el ardor cósmico. El bos primigenius (urus, uro) fue el primer objetivo de los cazadores primitivos y se convirtió en algo más que en pieza de caza. El toro flechado, herido o acorralado de las cuevas de Lascaux, Altamira, Teruel o Levanzo simbolizaba no sólo la virilidad animal sino también la prosperidad de un grupo humano por su enorme capacidad alimenticia.

Su caza solía acompañarse de ritos mágicos, prácticas ceremoniales y estrategias cinegéticas. El culto al bravío animal se extendió, miles de años antes de nuestra era, desde la India al Mediterráneo. Y así es el feroz y mugiente Rudra, fertilizador de la tierra, que llega a ser símbolo de los dioses superiores Indra y Shiva en el centro de Asia. O el toro celeste babilónico, de nombre Nlil, que los sacerdotes-astrónomos de Babilonia colocaron en la segunda constelación del Zodíaco. Representa al dios semita EL, proscrito por Moisés en Palestina. Y en Egipto al gran rey, dando origen a dioses creadores y solares. Las divinidades lunares mediterráneas aparecen también con forma y atributos táuricos. La luna es el poderoso novillo del cielo, y el toro el animal lunar de la Tierra.

Además, desde tiempos arcaicos, el toro y el rayo son los símbolos de las divinidades atmosféricas. El mugido del astado se asimila al huracán y al trueno, manifestaciones de la fuerza que fecunda la Tierra.

Los múltiples mitos que tienen que ver con el toro fueron representados, vividos y revividos desde un principio por ritos correspondientes, que interpretan al hombre y su mundo, lo orientan, lo liberan, lo socializan.

En mil sitios de lo que se llamó Celtiberia, nuestra rugosa piel de toro, aparecen santuarios, esculturas, pinturas, grabados, dibujos, monedas en torno al bóvido rey. Abundan hachas y puñales terminados en cabezas taúricas. Verracos con esa misma estampa coronan sepulturas como figuras votivas en terracota o bronce, a dioses tutelares. Y los toros se mezclan, repetidamente, con ciervos, figuras de la fecundidad, y con el cerdo y el jabalí, animales siempre gratos a los dioses preindoeuropeos.

Cuando los legionarios de Roma nos trajeron el culto tardío del dios védico y solar Mitra, favorecido entonces por los emperadores, a nuestros antepasados vascones no debió de sorprenderles mucho ni el rapto del toro primordial ni su degüello en la caverna, como fuente de fertilidad y de vida. Las aras y lápidas romanas en Ujué, San Martín de Unx, Aibar, Eslava, Artajona, Iruñuela, Gastiain, Sos o Uncastillo, con sus bucranios, cuernos de media luna, discos astrales, aras sacrificiales e instrumentos de pinchazo y descabello, tampoco les eran extraños.

El toro era un viejo conocido de nuestra gente; animal sagrado, amigo-enemigo, sacrificial y alimenticio. Había quienes lo veían en sueños o hasta despiertos, de noche y de día, en cuevas y bosques, echando fuego por la boca y las narices, o quemando las mieses y las metas.

El cristianismo, que fue ganando lentamente el corazón de los vascones, llevó al toro, como símbolo bíblico que es, a los altares. En Navarra, lo vemos encaramado en el tímpano de Leyre, subido a la portada de Santa María de Sangüesa, bien situado en el ábside mayor de Irache, y activo, elocuente, significante, en ménsulas y capiteles de la catedral de Pamplona, desmitificado ya pero llevando en sus nobles lomos y cuernos leyendas y milagros.

Los ritos táuricos fueron evolucionando con el tiempo. De los mitos nacieron epopeyas, leyendas, cuentos, fábulas. El rito se hizo a su vez juego, diversión popular o lucimiento de nobles. Y así el toro nupcial, que prefiguraba la fertilidad de los mozos casaderos, se convirtió en corrida nupcial.

El rey Carlos II organizó la primera corrida de toros sueltos en 1385, y la Corte de Olite dio ejemplo y ánimos a muchas ciudades y villas navarras. Del toreo a caballo, con perros, venablos y lanzas, se pasó al toreo de a pie, en el siglo XVII, donde toreros navarros de recia complexión física se hicieron célebres con sus banderillas, desplantes, quiebros, recortes, saltos de garrocha, trascuernos, y el llamado lance a la navarra.

El toro es en los Sanfermines elemento capital de ese reencantamiento simbólico del mundo que es toda fiesta. La procesión de San Fermín (1187) es todavía una santificación, formalizada y eclesial, de la hegemonía táurica. Por encima del tótem de la tribu está el patrono católico, legendario asimismo, santo celestial «que todo lo ve» y que a todos protege con su capotillo: «San Fermín, primer mozo. Milagrero capote de mil suertes peregrinas», escribió el poeta cristiano, taurófilo y sanferminero J.M. Pérez Salazar.

Con el rito cristianizador de la procesión enlaza la tonadilla madrugadora antes de comenzar el encierro, que es el rito primitivo, no sólo resto de tiempos primigenios sino eje y sentido de la fiesta actual.

En la inversión de valores que toda fiesta supone, el toro se hace dueño de la calle y señor a la vez de la vida y la muerte: por su imagen mítica, su potencia, su agilidad, su prestancia. Mucho más que «casta, poder y pies» (Ortega), es el semidiós, todo lo desmitificado y laicizado que se quiera. Porque basta no ya haber corrido el encierro, sino haberlo visto de cerca, para poder revivir de algún modo aquel temblor religioso-telúrico cuasi sobrehumano que nuestros ancestros vivieron ante el tremendo y fascinante animal que los religaba con la vida, con la muerte, con lo sobrenatural. Y los mozos que corren entre las astas, ¿no sienten «la apetencia de muerte y el gusto de su boca», como el Sánchez Mejías de Federico?

A las 18.30, dentro del coso tramposo y ritual, el torero, representante de la humanidad dominadora y «héroe civilizador» (J. Beriain), lleva a cabo, envuelto en las artes del juego taurino, el sacrificio tradicional que significa la regeneración periódica de las fuerzas sagradas, y la victoria -incluida la posible muerte del matador- personal y colectiva del hombre.

Pero en la verdadera corrida sanferminera, el encierro, volverá el toro mítico por sus fueros primordiales, que el solo juego taurino no puede expresar y mucho menos agotar.

Víctor Manuel Arbeloa, escritor, ex eurodiputado y ex dirigente de los socialistas navarros.

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