Vuelven los fantasmas

Cuando era joven y leía con avidez episodios de nuestra historia me rebelaba contra la idea pesimista que teníamos sobre nosotros mismos: ni toda nuestra historia había sido un desastre, digno de olvidar, ni estábamos abocados a seguir una senda diferente a la de los países de nuestro entorno. Sin embargo, no me dejaba de sorprender la capacidad que mostrábamos para ensimismarnos en cuestiones domésticas, algunas de las cuales culminaban en fratricidas contiendas. Mientras los países de nuestro entorno evolucionaban con mayor intensidad, veía como pasábamos con frecuencia, sin grandes intervalos de tiempo, de la calma, del «no pasa nada» o del «qué importa» a altos grados de exaltación colectiva.

No dudo que otros países de nuestro entorno pasaran por avatares parecidos, ¡soy alérgico a la idea de una excepcionalidad negativa e inevitable de nuestro país!; pero en ellos, las fuerzas de progreso, y no estoy haciendo una clasificación ideológica, tenían una capacidad de imponerse a las resistencias que encontraban a su paso mucho más clara y fuerte que las nuestras.

Veía ese ensimismamiento aletargado y me sorprendía que aquellos españoles no se dieran cuenta cabal de lo pequeño que era el motivo de su disputa y de las grandes oportunidades que estaban perdiendo; veía, mientras mostrábamos nuestros instintos más cainitas, cómo quedábamos rezagados en todos los campos y cómo a la vez desdeñábamos lo que sucedía más allá del corral donde nos entreteníamos en ocasiones con furia sanguinaria. Los años 1977 y 1978, el primero con la celebración de las primeras elecciones democráticas y el siguiente con la aprobación de la Constitución, fueron años en los que pensamos que la «historia poco canónica» de España no se volvería a repetir; el optimismo de aquellos años de ilusión y de esperanza colectiva traspasaba la guerra civil y los 40 años de dictadura, se trataba de superar una historia que siendo nuestra, nos atormentaba. Creímos que podíamos ser mejores de lo que habíamos sido hasta ese momento y lo fuimos durante unas décadas que el paso del tiempo situará entre las mejores de nuestra historia.

Sin embargo, coincidiendo la última crisis económica con el debilitamiento de la confianza de los ciudadanos en las instituciones, hemos vuelto a enredarnos en nuestras propias miserias, desdeñando los grandes movimientos políticos, económicos y culturales que sacuden al mundo. En nuestra pasada historia fueron diversas las causas de nuestro ensimismamiento, en la actualidad el origen de esta inclinación que aparece con tanta frecuencia en nuestra historia, ha sido la irresponsabilidad infantil de los independentistas catalanes. Paradójicamente, los que luchan y se afanan por distinguirse del resto de los españoles -cómo si anular años y siglos de una historia en la que hemos corrido los mismos avatares generación tras generación dependiera de un acto soberano de su voluntad- son en estos primeros años del siglo XXI los causantes de que vuelvan a aparecer los viejos fantasmas. Si en el siglo pasado las asonadas, los pronunciamientos, los golpes de cuartel nos entretenían dramáticamente, hoy lo hacen los independentistas catalanes. Los que se ofenden si les confunden con los españoles, son precisamente los causantes y culpables de que vuelva lo peor de nuestra historia.

La cuestión no se debe plantear como una inevitable tendencia española, enraizada en una historia tan desconocida como rechazada por los propios españoles, a destruir todo lo conseguido. Los países de nuestro entorno tienen expresiones distintas de la misma crisis política que los españoles creemos exclusivamente nuestra, adornada con ropajes políticos que van desde las pretensiones no conseguidas de Le Pen en Francia o el exitoso y desgraciado Brexit en Gran Bretaña hasta muchas otras expresiones políticas a lo largo y ancho de todas las democracias occidentales. Todas estas opciones políticas tienen varios denominadores comunes: creen que todo es posible, mantienen un repliegue sobre su pasado más o menos falsario, tienen miedo a un futuro que amenaza con arrasar justamente lo que defienden y una desconfianza -expresada encubierta o explícitamente en basura ideológica- en las normas, bases y costumbres sobre las que se ha erigido la democracia que conocemos.

La diferencia entre esos países y el nuestro es que la crisis no les impide el debate o la reflexión sobre el futuro y es incentivada desde el ámbito privado y público. Mientras, nosotros volvemos a encallar, presos de una obsesión y de una dedicación casi exclusiva a la cuestión catalana. Lo que aquí denuncio y sucede no es responsabilidad exclusiva de los independentistas catalanes; es también muestra de la incapacidad de los políticos españoles para elaborar un discurso que supere sin complejos el embarramiento golpista de una parte de la clase política catalana que ni siquiera ganó las últimas elecciones autonómicas. Es imprescindible un discurso nacional que integre las ambiciones de una sociedad que mayoritariamente desdeña el egoísmo prepotente del independentismo catalán, y requiere que se le dedique tiempo y energía para seguir la estela de los países de nuestro entorno.

En Davos, el presidente de la República francesa, país con un porcentaje de ciudadanos simpatizando con las ideas de Le Pen mucho mayor que el que representa el independentismo catalán en España, ha reflexionado sobre el futuro que nos espera, sobre lo que quiere para Francia y lo que desea que sea en ese futuro desconocido la UE. Y justamente esto es lo que debemos pedir a nuestros líderes: que apliquen las leyes, que hagan lo que deben hacer en Cataluña, pero sobre todo y de forma prioritaria que se esfuercen en definir las coordenadas políticas, económicas y culturales de España para los próximos 15 años.

Antaño perdimos muchas oportunidades pero estábamos cerca de los países más prósperos del mundo, hoy la competición es global y desengancharse de la gran revolución tecnología que cambiará el mundo como nunca nos imaginamos que pudiera cambiar, puede suponer un golpe irreparable para nuestras ilusiones y, lo que es peor, para las de las futuras generaciones. Qué fracaso sería el nuestro, si pasadas unas generaciones, un joven ávido de lecturas sobre nuestra historia como lo era yo hace ya unos años, tuviera la impresión de que los políticos y las élites españolas actuales no supieron estar a la altura requerida.

Nicolás Redondo Terreros es miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.

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