Vulnerabilidad e inmunidad

Cuando aún estamos haciéndonos a la idea de lo que va a significar vivir confinados en nuestras casas, las actuales circunstancias constituyen una inesperada oportunidad para reflexionar sobre la vulnerabilidad humana. Y sobre lo que puede hacernos inmunes. A primera vista, las consecuencias económicas que acechan pueden parecerse a las vividas hace poco más de una década. Aquella crisis financiera fue una crisis de confianza. Pero esta crisis de vulnerabilidad puede hacernos más inmunes si aprendemos lo que significa la verdadera solidaridad.

Combatimos la crisis financiera con estímulos económicos, y con un sucedáneo de la honestidad denominado «compliance». La crisis que ahora vivimos necesitará seguramente estímulos financieros y fiscales, pero sobre todo vamos a combatirla cuidando unos de otros; y eso no es un sucedáneo de la solidaridad, sino el anticipo de que cuanto más avancemos en la globalización y la transformación digital más importantes serán las profesiones que tienen como finalidad cuidar de las personas.

No dejamos de aplaudir cada día el trabajo de los profesionales de salud. Porque lo admiramos, y porque lo necesitamos. Y porque tenemos miedo. En nada, estaremos aplaudiendo el trabajo de los educadores: en cuanto llevemos unos días encerrados con niños que parecen necesitar más de doma que de adiestramiento. Sin embargo, cuando nuestros hijos dan señales de una vocación profesional docente u orientada al cuidado de la salud, se redoblan los intentos de disuadirles argumentando que en otras profesiones el rendimiento económico de los esfuerzos y recursos es muy superior.

Las tecnologías nos han cambiado. Sobre todo, las más disruptivas, las que están convirtiendo nuestra realidad en datos: la inteligencia artificial e internet de las cosas. Sentimos haber vivido ya un antes y un después, un camino sin marcha atrás que llamamos transhumanismo. El siguiente paso parece ser el posthumanismo: un momento a partir del cual la inteligencia artificial nos superará ampliamente y no sólo se convertirá en autónoma, sino que nos gobernará. Llevamos tiempo acariciando la posibilidad de una inteligencia sin soporte físico, alcanzando de ese modo la inmortalidad a través de los datos.

En medio de ese sueño irrumpe un virus que nos enfrenta a una vulnerabilidad universal con la que parecíamos no contar. Una fragilidad que demuestra que en realidad no nos importa tanto la inmortalidad que pueda alcanzarse hibernando nuestros datos. Mucho más que eso, nos importan los otros, los seres queridos.

Ciertamente, ya éramos conscientes de la vulnerabilidad de los datos. La red es una construcción humana clave para comprender el poder en nuestros días. Y el ciberespacio, debido a los bajos costes de entrada, tiene una alta capacidad para ejercer el poder. Los pequeños actores logran en muy poco tiempo (gracias al anonimato) un desequilibrio capaz de causar enormes brechas de vulnerabilidad.

Toda vulnerabilidad produce miedo. Que la vida nos ponga en relación con otros también evidencia su carácter dependiente y vulnerable. Porque cuando intentamos querer a los demás asumimos el riesgo de no ser aceptados o correspondidos, y eso nos hace sentir vulnerables. Pero ¿cuál es la mayor vulnerabilidad que puede sentir una persona? No parece ser la que pueda eliminar nuestro cuerpo. Cuando nos preguntamos si desearíamos no morir, encontramos respuestas que apuntan claramente al deseo de terminar con una vida poco apetecible. Más temible que el cuerpo deje de realizar sus funciones vitales es la muerte de nuestro ser íntimo: la soledad, la incapacidad para amar o ser amados, la imposibilidad de ser recordados.

Necesitamos ser alguien para alguien, estar presentes en la memoria de otros. Sin embargo, aunque la vida en comunidad nos protege, en realidad no nos proporciona una plena in-munidad, no nos hace refractarios a cualquier mal o enfermedad. Vivir con otros, en comunidad (cum-munus), significa que estamos ligados por tareas comunes, por una alianza de reciprocidad que nos obliga a intercambiar nuestros dones («munera»). Para los latinos, la expresión «munera» hacía también referencia a un oficio, una tarea que se debe cumplir proporcionando un servicio a la comunidad. En este sentido «cum-munera» evocaría la obligación que todos tenemos de considerar nuestro trabajo como un servicio a los demás. Por todo ello, tener una vida en común, vivir en comunidad, significa que nuestra vida es un regalo, pero un regalo para otros.

En definitiva, el mal que precede a todos los demás es la soledad. Pero vivir con otros tampoco significa dejar de sufrir. Porque la inmortalidad que anhelamos no la concebimos simplemente como un regalo, sino que necesitamos ganarla sirviendo a los demás. Sólo anhelamos la inmortalidad que pasa por la experiencia de la limitación. No queremos una inmortalidad regalada, sin tarea. Queremos la inmortalidad que nos ganamos junto a quienes amamos, a los destinatarios de nuestro don. Como Ulises en su regreso a Ithaca, cuando declina la oferta de eterna juventud que Calipso le ofrece, sólo concebimos ser inmortales si es en nuestro lugar en el mundo, junto a quienes amamos.

La inmunidad a la vulnerabilidad se produce cuando existe reciprocidad en el amor. Probablemente hace tiempo que no sentíamos la necesidad de ayudar y de ser ayudados como en estos momentos de zozobra mundial. Nos importan los otros. Entendemos por qué las profesiones cuya finalidad es el servicio a los demás tienen una motivación y una satisfacción diferentes. Porque lo que da sentido a cualquier trabajo es el servicio. También recordaremos este aprendizaje cuando trabajemos con robots: todo trabajo humano tiene sentido en la medida que sirve a otros.

De este modo, la vulnerabilidad no sólo produce miedo, sino también confianza. Sólo una persona que reconoce su propia vulnerabilidad es confiable. La confianza proporciona un beneficio anticipado, basado en la expectativa de que se realizará una acción. Confiamos en quienes son capaces de dar, en quienes nos tratan con un espíritu de solidaridad. Confiamos cuando no se busca única o exclusivamente el beneficio personal. Esa actitud lleva a la percepción de una situación favorable: sé que voy a ganar, estoy seguro de que lo haré bien.

Las actuales circunstancias nos invitan a comportamientos generosos, protegiendo y ayudando a los más débiles. La generosidad, elemento esencial de la confianza, va a convertir nuestra vulnerabilidad en inmunidad. Por eso, tras esta crisis, la confianza podrá volver a ser el cemento que cohesione nuestra sociedad y el fundamento de nuestra recuperación.

José María Ortiz Ibarz es rector de la Universidad Villanueva.

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