Vulnerables

Zygmunt Bauman, en uno de sus últimos ensayos, We, the Global Bystanders, daba cuenta de la condición particular que podría caracterizar el comportamiento intelectual de muchos de nosotros. Las rápidas y profundas transformaciones que ha sufrido nuestra época en las últimas décadas, la imprevisibilidad de los cambios, la agitación de los acontecimientos, etcétera, nos han convertido en “espectadores globales”, algo así como quien se ve obligado a situarse en la perspectiva de los hechos sin poder intervenir en ellos, una imagen que tiempo atrás sedujo por igual a pensadores europeos como Ortega y Gasset, Paul Valéry y Thomas Mann, entre otros. Ante nosotros discurre con aceleración insospechada un tiempo en el que los grandes cambios afectan por igual a las instancias económicas, políticas, sociales y culturales del planeta. Cambios que hay que pensar en su articulación para poder situar la dirección de los mismos y sus consecuencias.

Lo que apenas hace unas décadas se presentaba como prometedor horizonte e inicio de una era dominada por los efectos de una ciencia y tecnología omnieficientes —recordemos la euforia que se derivó de ciertos informes que sobre el año 2000 instituciones dedicadas al análisis de tendencias publicitaban— resulta ahora dificultad, incertidumbre, impotencia incluso, derivadas de un escenario en el que los hechos se resisten no solo a ser interpretados, sino que se muestran cada vez más con inusitada violencia. Y por referirnos a lo más próximo, la pandemia que de forma global ha sacudido nuestro sistema de seguridades y protección, dando lugar a escenarios diversos, todos ellos marcados por la enfermedad o la muerte y, en última instancia, por una nueva precariedad que se ha instalado en nuestro mundo.

Frente a un ingenuo darwinismo social, abanderado por las previsiones edificantes y optimistas de ciertos pensadores sociales, se ha instalado en nuestra sociedad una nueva forma de pesimismo que afecta a las raíces mismas del proyecto moderno y sus declinaciones históricas. La confianza que creció en el culto a la razón y en su poder de transformación y organización del mundo se cubre de sombras dando lugar a una especie de ansiedad volcada sobre el futuro del que no recibe ninguna respuesta. Es una nueva forma de perplejidad en la que nos encontramos y que genera un nuevo desasosiego que afecta a los dispositivos políticos, económicos y sociales. Y si antes nos resultaba difícil representarnos cómo serán las sociedades del futuro, ahora los interrogantes que nos formulamos se hacen más inseguros, y las respuestas, más imprecisas. Es en este marco de inseguridades que ha crecido la conciencia de una nueva vulnerabilidad.

Sin darnos cuenta, de la noche a la mañana, nos hemos convertido en viajeros de la línea de sombra, como decía Conrad en El corazón de las tinieblas. Por un lado, puede decirse que uno de los efectos de la actual crisis es dejar en evidencia la verdadera situación del mundo tras décadas de globalización. Había como un silencio pactado que protegía cómplicemente la verdad de los hechos. Hemos asistido a una supeditación progresiva del espacio político a la razón económica, referencia última tanto a la hora de fijar las prioridades como a la de legitimar los resultados. Este cambio en el sistema de legitimación ha impuesto un nuevo pragmatismo, ajeno en sus prácticas a cualquier consideración que vaya más allá de los hechos, interpretados una y otra vez desde una perspectiva economicista. Efectos derivados de esta gestión de la globalización no son otros que las nuevas formas de conflictos emergentes, zonas del planeta que acusan dramáticamente condiciones de vida rigurosamente inhumanas, fronteras que marcan nuevas líneas de enfrentamiento o exclusión, etcétera, y que constituyen hoy el mapa de una fragmentación creciente de las periferias del mundo. Es decir, una situación que se agrava día a día acumulando tensiones, riesgos, empobrecimiento generalizado y cuya lógica es solo comprensible, dice Richard Falk, desde la violencia y exclusión que el sistema genera.

Lo que está en juego es la defensa del bien común, como fundamento de la construcción de lo social en sus dimensiones más cosmopolitas. Y un primer paso es reivindicar un pensamiento crítico que, haciéndose cargo de la nueva situación y complejidad, haga posible un nuevo proyecto social pensado desde el sistema de relaciones que se hallan en la base de una nueva concepción de lo humano. Michel Serres decía que además del contract social de Rousseau necesitamos un contract naturel, un acuerdo que ponga fin a un largo periodo de guerra. Un contrato que relacione la Humanidad entera con la Tierra e instituya un tipo de relación simbiótica y no de explotación. Para ello es necesaria una comunidad política que pueda ser reconocida como conciencia de una “sociedad mundo”. Solo así será posible construir una política capaz de hacer suyos los ideales morales nacidos de la época moderna y volverlos a pensar de forma global, es decir, para toda la Humanidad. En la crisis del proteísmo moderno y de sus metamorfosis, es urgente volver a pensar, como decía Hannah Arendt, la “condición humana” como primer presupuesto moral, y desde ahí imaginar una nueva experiencia política.

Francisco Jarauta es filósofo.

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