Walden Dos. España

A la vista de la revisión del canon de belleza que quiere imponernos el ala extrema de Mocloa, yo me pregunto, recordando aquella disputa mitológica sobre quién era la más bella surgida entre Hera, Atenea y Afrodita, a quién elegiría nuestro Paris de hoy, el sastrecillo valiente Garzón. Este concurso de belleza ya no se celebraría en el Monte Ida, sino en la más humilde cuesta de la Carrera de San Jerónimo. Paris, en señal de primacía, le dio una manzana de oro a Afrodita con la inscripción de «A la más bella». ¿Quién de las tres gracias, Yolanda, Irene o Belarra, sería hoy digna de ser nuestra Afrodita según los nuevos cánones de podemitas-comunistas y demás? Yolanda sin lugar a dudas encarnaría a Afrodita, pues aunque el don escasee no así el poder que lo engrandece todo. Afrodita, que disponía de los corazones de los humanos y provocó grandes tragedias. Yo veo a Belarra, la más kaleborroquiana, como Hera, reina de los dioses: orgullosa, colérica, obstinada, celosa y sin piedad. Mientras que Irene, la promotora de algunos de los más grandes dislates de esta legislatura, sería Atenea, o la Minerva romana. Más que inteligente, experta náufraga en su oceánica nada. Con el gran defecto de haber surgido de la cabeza de Zeus. Yolanda, como Afrodita, agradeciendo al troyano el favor, está de parte de ellos, es decir, del actual gobierno; mientras que el resto de las otras dos diosas, de peligro ofídico, están de parte de los griegos, ese magma de Partidos-Estados sin cabeza, cuya causa común es destruir a España.

Walden Dos. España¿Por qué permanentemente tenemos que estar escuchando amenazas e intromisiones en nuestra vida particular, en nuestra manera de vivirla conforme a los Derechos Humanos y las libertades democráticas?¿Por qué tenemos que aguantar que indocumentados como el ministro Garzón nos diga lo que tenemos qué hacer: qué comer, cómo vestir, a dónde viajar, a quién amar, a dónde mandar a estudiar a nuestros hijos o con qué estúpidos juguetes tienen que divertirse? En Walden Dos, la novela utópica del profesor y escritor norteamericano B. F. Skinner (1904-1990), los hijos son separados de sus padres y educados por la comunidad. Aquello que dijeron las ministras Celaá y Blanco: que nuestros descendientes no eran nuestros sino del Estado. Lo mismo que llevaron a cabo los sistemas totalitarios. Es increíble que lo afirmen hoy militantes socialistas. El ministro Garzón, de ideas estrambóticas y oprobio de la clase política, quisiera volver a reproducir el Homo sovieticus. Un ser vigilado y controlado, sin libertad alguna. Olvidándose de la sagrada inviolabilidad del individuo frente a la acción invasora de las empresas privadas (ahora las todopoderosas compañías tecnológicas) o el Estado al que él infamantemente representa.

Estos dioses y diosas olímpicas quisieran convertirse en el Gran Otro. Aquel que impone normas que nadie ha consensuado y obliga a cumplirlas a la fuerza. Ese Gran Otro que quiere regir nuestra vida individual, desde el principio hasta el fin. Devolvernos a la vida en la colmena que favorece a quienes están más orientados a las señales externas que a los pensamientos, sentimientos y valores propios; o a un cierto sentido de la identidad personal. Entre las contradicciones de este ministro está la de ir contra los ganaderos, cuando lo que él realmente quisiera ser es un pastor de rebaños. Garzón es un buen alumno de Skinner, al cual seguro que desconoce. Un ideólogo totalitario que renovó, en la posguerra de la última Guerra Mundial, las ideas de Giovanni Gentile. Skinner, profesor durante toda su vida de Psicología en Harvard, defendió el control del comportamiento humano. Una sociedad en la que el conocimiento y la felicidad colectiva remplazaba a la libertad. En Más allá de la libertad y la dignidad, así como en su exitosa novela utópica Walden Dos, la conducta humana quedaba reducida a la nada por un bien superior. Frazier, el protagonista del relato, hoy posible trasunto de lo que quisiera Garzón, decía que «el hecho es que no solamente podemos, sino que debemos controlar la conducta humana». Skinner, cuando lo escribió, no sabía que daría aliento al totalitarismo tecnológico del que hoy, los responsables de aquella comunidad conocida como Walden, en homenaje a Thoreau, se valdrían. Frazier es consciente que para poner definitivamente en práctica sus ideas, requiere de una ingeniería que en los años 40 del pasado siglo no existía, pero hoy sí. Frazier-Skinner-Garzón buscaban o buscan una sociedad absolutamente planificada, donde hay que mantener la inteligencia en su debido cauce para alcanzar el bien colectivo en lugar del individual. ¿Pero quién determina ese bien superior?

Skinner había perdido la fe en la democracia. En Walden Dos, Frazier dice claramente: «No me gusta el despotismo de la ignorancia, no me gusta el despotismo de la omisión, de la irresponsabilidad, ni aun el despotismo de la casualidad. ¡Y no me gusta el despotismo de la democracia!». Desde luego, el ministro Garzón y sus compañeras tienen el conocimiento omitido, son expertos irresponsables y están de casualidad en sus puestos. Y, por supuesto, odian y combaten a la democracia. Para ellos, como para Skinner, extrema derecha o izquierda ya es un tenue velo. Les encanta esta sociedad conductista que excluiría la acción política. Walden Dos, este paraíso de felicidad, está rodeado de alambradas incluso en algún tiempo electrificadas. Un mínimo grupo de planificadores organizan la felicidad de las mil personas que habitan en este, sin duda, campo de concentración. «El control es necesario para el debido funcionamiento de la comunidad», le dice Frazier a un reducido grupo de visitantes universitarios. Esta distopía no representa una sociedad totalitaria violenta e infeliz como las que conocimos, sino que por el contrario todo es apacible, pacífico y feliz. Hay trabajo para todo el mundo y mucho tiempo libre para otros quehaceres. Eso sí, todas las emociones están desterradas; la libertad no existe porque es innecesaria y el genio creador está marginado. Quien se desvía es simplemente reconducido a través de la reeducación. Skinner odiaba la individualidad y la consideraba la gran amenaza para la humanidad y su sociedad instrumentaria. La individualidad era una fricción problemática que consumía una gran energía robándosela a la colaboración, la armonía y la integración.

El científico informático Alex Pentland se refiere al Homo imitans. Es la imitación y no la empatía ( y menos aún la política) lo que define la existencia humana. El control siempre descansa en la sociedad pero, sin democracia ¿quién la representa? Pentland ya nos adelantó lo de una «gobernanza computacional». El poder de las máquinas y sus cálculos matemáticos, ajenas ya a cualquier tipo de disputas políticas. Skinner está contra la voluntad sartreana del querer. Para el autor de Sobre el conductismo (1974), el ser humano era una «destructiva ficción». De la misma manera que afirmaba que el libre albedrío era una «desafortunada rémora de una edad oscura en la que la ciencia aún no había aparecido». Muerto Dios, ahora le toca ya al individuo sacrificarlo en el altar de ese supuesto bien común. Shoshana Zuboff, en La era del capitalismo vigilante, nos advierte de la posibilidad no muy lejana de una colmena de máquinas en donde ya no existe ni un mero recuerdo de la libertad en interés del conocimiento perfecto, administrado en provecho de otros.

‘Walden Dos’ (1948) y 1984, de Orwell (1949), tienen mucho en común, aunque defienden posturas diferentes. La primera es una defensa de la sumisión feliz del individuo; mientras que en la segunda se defiende al individuo por encima de todas las cosas. La novela de Skinner fue considerada una reactualizada utopía totalitaria y un retrato de un paraíso infernal. Garzón, Irene, Belarra o Yolanda, quizás sin saberlo, son discípulos de Frazier, no ya de los líderes totalitarios bien sabidos. Son creadores de eufemismos que en la política, como decía el propio Orwell, son instrumentos que logran que las mentiras sean verdad e incluso los asesinos parezcan algo respetables. Lo estamos viendo a diario con los homenajes continuos a los de ETA. En la Colección Wallace, en Londres, hay una escultura de Robert Guillaume Durdel (1781) que se titula Descartes atravesando las nubes de la ignorancia. El filósofo francés extiende sus manos para recobrar la libertad. Yo, a estos cuatro seres penosamente mitológicos, solo los veo retozando entre ellas.

César Antonio Molina es escritor y ex ministro de Cultura. Acaba de publicar ‘¡Qué bello será vivir sin cultura!’ (Editorial Destino).

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