Wall Street: el muro de la desvergüenza

La caída del muro (wall) de la vergüenza de Berlín fue el pistoletazo de salida. Ya no era necesario demostrar, con reglas limpias y una cierta ortodoxia contable, que el sistema económico capitalista era superior a la colectivización socialista. Este sistema no encontró otra fórmula que una dictadura política férrea y sangrienta para evitar la hemorragia de los que querían abandonar el paraíso comunista. El Muro de Berlín es la plasmación plástica, fría y tenebrosa de ese vano empeño.

Por si quedaba algún resto de ética cívica y de valores ciudadanos, se consideró necesario que la nueva etapa en la que todo valía y había barra libre se revistiera de una especie de mística que generó una curiosa mezcla de conservadurismo tradicional y ortodoxia religiosa que dio a luz al movimiento de los neocon, expresión cuya raíz denota su componente cristiano. Ante este panorama, la naturaleza humana demostró, una vez más, que es difícil mantener los principios cuando todo son facilidades para hacerse inmensamente rico y que incluso te aplaudan y glorifiquen como la personificación del éxito.

Hemos asistido impotentes a un desastre fabricado, alentado y ensalzado por medios de comunicación especializados que, conociendo lo que estaba pasando, se dedicaban a proclamar el ingenio de los grandes financieros que cerraban los ejercicios con beneficios brillantes, pero ficticios. Solo algunos --entre ellos Paul Krugman, reciente Nobel de Economía, y Joseph Stiglitz, que ya lo había logrado-- se atrevieron a descubrir las trampas de los tahúres y malandrines que campaban a sus anchas por la jungla financiera que se expandía como una planta carnívora por toda la esfera económica mundial.

Pese al serio aviso que supusieron WorldCom y Enron (en el 2002), se siguió jugando con los términos para envolver las trampas. Los balances no reflejaban la realidad, pero tampoco había que rasgarse las vestiduras: estaban justificados por lo que llamaban "artificios contables" o "contabilidad creativa". En román paladino, falsedades contables castigadas en cualquier Código Penal, que nunca se pensó que se pudiera aplicar a tan distinguida clientela. Las falsedades encubrían las pérdidas y engrosaban artificialmente los beneficios con verdaderos fuegos artificiales en las cuentas de resultados. El que esté libre de culpa que tire el primer balance.
Ahora estamos mejor informados y sabemos a que se debe la especulación. Ahora somos un poco más ilustrados y tenemos el derecho a gritar, como al final de algunas obras de teatro, "¡que salga el autor!". Los juegos de manos ya no se hacen lenta y artesanalmente. Las nuevas tecnologías han suministrado un valor añadido al fraude. Las manipulaciones se hacen a la velocidad de la luz y es muy fácil que el espectador no note que le están tomando el pelo. En este mundo de tiburones, como expresivamente se les ha llamado, está descontado que haya víctimas entre los actores, pero las más numerosas serán las colaterales.

El sistema, no obstante, disponía y era exigible que tuviera reguladores. El nombre es ambiguo: se trata de personas y organismos que revisen las cuentas y sean fieles a la realidad sin tratar de maquillarla. Recuerdo al inolvidable Cantinflas en una película titulada El contable. Llevaba en un cuaderno las modestas cuentas de una pequeña tienda de alimentación y, al revisar las partidas, sentenció de manera genial: "Debe/haber, pero no hay nada".

Han querido envolvernos en la semántica. Nos decían que eran ciclos, turbulencias o tormentas financieras, ajustes de mercado, etcétera, todo ello empaquetado en la brillante metáfora de la ingeniería financiera. Menos mal que los ingenieros no cayeron en la tentación de aplicar tan endebles reglas a los puentes y las obras públicas. El derrumbe estaba asegurado.

Descubierto el truco y diagnosticada la enfermedad, la terapia es compleja y hay que dejarla en manos de los especialistas, que deben ser conscientes de que las medicinas son muy agresivas y llevan aparejadas secuelas graves. Si es necesario, como al parecer nadie niega, inyectar dinero del Estado --es decir, de los contribuyentes-- a las entidades financieras. La medida que siempre me pareció más racional es la de la intervención de la banca, como mantiene Gordon Brown, para asumir su gestión y, por supuesto, despedir a los causantes del desastre.

Pero aquí no se acaba la terapia. No es descabellado acudir a la cirugía y perseguir penalmente aquellas conductas que tienen un encaje perfecto en el Código Penal, en las modalidades tradicionales de falsedades contables, apropiaciones indebidas, administraciones desleales y maquinaciones para alterar el precio de las cosas.

Los daños causados afectan a bienes que están protegidos específica y singularmente por el Código Penal. Que no se preocupen los responsables: tendrán un juicio con garantías y unas defensas que los americanos llaman Rolls Royce. Solo podrán ser acusados y condenados por lo que hayan hecho. Por desgracia, las angustias, las depresiones, las ruinas, la pobreza, la enfermedad e incluso los suicidios, añadidos al desastre económico, quedarán en la más absoluta impunidad penal, pero no así en el reproche moral y político.

José Antonio Martín Pallín, Magistrado emérito del Supremo.