Walter Mercado después del amor

Walter Mercado después del amor

Primero lo primero. Como en millones de hogares latinoamericanos, crecí atenta a las predicciones y consejos de Walter Mercado. Cuando ingresé a la plantilla regular del periódico de mi país en el que se publicaban sus horóscopos, me sentí genuinamente emocionada de tener a mi cargo en algunas ocasiones el manejo de esa página que, junto con el crucigrama, era una de las más valiosas del diario.

La tarea requería leer los horóscopos al menos un día antes que los lectores y, a los veinte años, eso me parecía una suerte mayor, como asomarme al futuro en secreto junto a Walter. Si un día había algún error, la gente lo notaba de inmediato y llamaban exigiendo aclaraciones. Me quedó claro muy rápidamente que aquellos pequeños recuadros de consejos, advertencias y esperanzas eran la parte más importante del periódico para muchos, aunque la mayoría no lo admitiese nunca.

Por su presencia en la pantalla chica, Walter Mercado era desde los años sesenta un integrante destacado del imaginario de la “gran familia latinoamericana”, construida a partir de nociones compartidas como la patria de la lengua y la experiencia colonial. Sus mensajes siempre optimistas le hacían un sólido contrapeso a la desesperanza que atravesaban las sociedades de una región empobrecida y herida por la historia. Fue famoso alrededor del mundo, pero en ningún lugar tuvo tanto éxito como en América Latina, probablemente porque representó un contraste ante la carencia compartida más profunda: la fe y la esperanza en el futuro.

Este fenómeno de “la gran familia” —que el ensayista mexicano Carlos Monsiváis definió en su libro Aires de familia— se consolida en la década de los noventa, la última antes de la revolución mediática que vendría a principios del siglo XXI con la masificación del internet, las redes sociales y la proliferación del concepto de “nichos”. Hasta entonces, casi todos los latinoamericanos consumíamos más o menos lo mismo que ofrecían las poderosas industrias culturales de la región.

Walter formaba parte entonces de la lista de figuras clave que atravesaban toda América Latina creando una especie de memoria cultural común que nos hermanaba más allá de las tragedias políticas, económicas y sociales que, por otro lado, nos convirtieron históricamente en hermanos de sangre con cada nuevo golpe militar.

Con Walter éramos hermanos, pero en las estrellas. Mirta de Perales, el Chavo del 8, Xuxa —para las niñas de mi generación—, los ídolos del bolero, la salsa y la cumbia, los protagonistas de las telenovelas mexicanas, venezolanas, brasileñas y, aunque hoy duela, hasta las habichuelas y el adobo Goya, son una minúscula selección de piezas de la cultura popular latinoamericana en la que se enmarca el legado de Walter Mercado.

De ahí que el reciente lanzamiento del documental Mucho mucho amor: La leyenda de Walter Mercado en Netflix haya despertado tanto entusiasmo, interés y mirada crítica en la comunidad a la que sirvió durante décadas. Después de todo, ¿habrá vínculo más profundo que la nostalgia compartida?

El documental puede ser leído como una carta de amor y un merecido homenaje a un personaje familiar, y a su vez, nos permite leer la entrelínea conflictiva de todo aquello que no dice ni muestra. La película no analiza críticamente al protagonista, sino que lo celebra en complicidad con él a través de una narración en la que el propio Walter cuenta su historia. De esta manera, resulta obvio que los temas silenciados son los que él habría querido omitir en su obituario.

Ocurre con el tema del género y orientación sexual. Su persona pública no binaria, esa especie de sacerdote de voz grave en el cuerpo de una matriarca que te abraza con sus elegantes prendas, logró abrirse paso en el corazón de una cultura profundamente machista, racista y homofóbica. Sin embargo, nunca tomó partido ni se posicionó como un integrante más de los grupos LGBTQ+ oprimidos a los que —quizás— pudo haber ayudado abiertamente. A su vez, habrá quien diga que existir y ocupar el espacio público en ese contexto histórico fue una revolución suficiente.

Nada se observa en el documental acerca de su conocido y controversial vínculo con figuras conservadoras de la extrema derecha, como Julito Labatut, un comerciante cubano radicado en Puerto Rico que tuvo un historial cuestionable.

Walter fue un visionario del “progreso” para algunos y para otros, como yo, una encarnación del colonizado que aspira a convertirse en colonizador, un oprimido que sueña con oprimir, sin más. En Puerto Rico se mantuvo alineado con el Partido Nuevo Progresista, que representa en el panorama político de la isla el anexionismo y desea sumarnos como estrella a la bandera estadounidense. También es un partido que ha pactado con el fundamentalismo religioso.

Su religiosidad de licuadora, ese espiritualismo en el que todo lo considerado divino es admisible y está por encima de las estrictas reglas del catolicismo y las diversas iglesias del protestantismo, tan prominentes en Latinoamérica, es revisado de forma anecdótica, cuando fue un aspecto central de su figura pública. Walter responde eficientemente a esos cuestionamientos advirtiendo que “nadie tiene un monopolio sobre Dios”, pero el documental pierde una oportunidad importante de escarbar en el complejo significado de ese planteamiento en una región en la que, pese a ser tan diversa culturalmente y llena de sincretismos religiosos, muchos políticos han querido gobernar con la Biblia bajo el brazo.

Uno de los momentos más profundos del documental es cuando indaga en la traición de Bill Bakula, quien fue por años su mánager. Es en este momento en el que tenemos acceso a un Walter derrotado, expulsado de la televisión y despojado hasta de su nombre. Envejecido pero aferrado a la dignidad y belleza del personaje que construyó y en el que se convirtió, vemos a un hombre que fue el doctor Frankenstein y Frankenstein a la vez. Y que al final, como dicta el libreto, fue consumido por su propia creación.

Walter Mercado predicó por décadas, transgrediendo las construcciones de género y haciendo las negociaciones necesarias para sobrevivir y triunfar en las entrañas de una sociedad que, sin capas y rimbombancias, probablemente le habría dado la espalda.

Con él, crecimos sin darnos cuenta. Para eso también sirve la nostalgia. Pero quizás lo esencial del documental cabe dentro de la frase que Walter convirtió en su mejor contraseña: “Y que reciban de mí mucha paz, pero sobre todo mucho mucho amor”.

Lo que quiero decir con todo esto es que amo a Walter, incluso pese a aquello que en él me parece reprochable. Así, a veces, se ama a la familia.

Ana Teresa Toro es periodista puertorriqueña y escribe para el Nuevo Día de Puerto Rico.

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