Walter Veltroni, una cita prematura

La cita con el destino le ha llegado demasiado pronto. Sí, Walter Veltroni llevaba tiempo preparándose para el gran desafío de su vida: intentar llevar un nuevo centro-izquierda al Gobierno de Italia y acabar así para siempre con la era de Berlusconi. Pero el Gobierno de Prodi no ha resistido y el desafío se ha adelantado. Y Veltroni debe afrontarlo en las peores condiciones, con el consenso del centro-izquierda en unos mínimos históricos. Pese a ello, no ha rehusado el reto, aunque, al empezar la campaña electoral, sus esperanzas de victoria eran mínimas.

Veltroni es el más nuevo de los dirigentes políticos de la izquierda italiana, pero viene de lejos. Creció dentro del PCI, el partido comunista más fuerte de Occidente, en el que entró a los 15 años, en 1970. Walter era un joven militante comunista que se nutría más de cine que de marxismo. También le gustaba más Gramsci que Togliatti. Entendía la política más como conquista de la hegemonía cultural que como conflicto de clases. Su maestro fue Enrico Berlinguer, un maestro más moral que doctrinal. El secretario del PCI muerto en 1984 era un "político profesional", escribe Veltroni, "pero daba una imagen de líder popular por su modo de ser, por su rostro, por sus palabras. Creía en lo que decía y cualquiera que le escuchase lo comprendía y le respetaba".

Veltroni llegó a diputado en 1987. En 1988 entró en la secretaría nacional del PCI. En 1989, la caída del muro de Berlín le encontró preparado: estaba convencido de que el comunismo había muerto en Hungría en 1956 y había dejado el camino expedito a algo nuevo, un progresismo democrático mundial. Desde luego, él nunca tuvo la mirada puesta en la URSS, sino en los Estados Unidos de Martin Luther King, John Kennedy, Bob Kennedy. "Sí, era posible estar en el PCI sin ser comunista", declaró en 1995. Cuatro años después, en una entrevista, echaba más leña al fuego: "Comunismo y libertad son incompatibles. Ésa es la gran tragedia después de Auschwitz. Yo no era más que un niño pero consideraba a Brezhnev como mi adversario y a su dictadura como un enemigo que había que batir".

Ya entonces, su objetivo político era la constitución de un partido demócrata a lo estadounidense, mientras que a su alrededor se trabajaba para convertir el antiguo PCI en un partido laborista o socialdemócrata al estilo europeo. Para Veltroni, el mito positivo era Estados Unidos, el gran enemigo de la izquierda. La Norteamérica "radical" de la lucha de los derechos civiles, de los Kennedy, del gran cine. La Norteamérica, hoy, de Barack Obama.

Cuando en 1992 se convirtió en director del Unità, el periódico comunista fundado por Antonio Gramsci, Veltroni lo renovó a fondo, dio enorme espacio a la cultura y empezó a adjuntar vídeos de películas italianas y estadounidenses. Easy rider, pero también John Ford. Después empezó a regalar libros: no sólo las obras de Gramsci, sino las grandes novelas italianas e internacionales. Y los cuatro Evangelios. Hasta llegar a los cromos Panini de futbolistas y cantantes pop.

Dejó la dirección del periódico en 1996 para ser viceprimer ministro, cuando Romano Prodi ganó por primera vez en unas elecciones a Silvio Berlusconi. En la cúspide de un Gobierno de centro-izquierda, sus citas no estaban sacadas de los clásicos del marxismo, sino de lo mejor de la cultura católica italiana (Lorenzo Milani, Primo Mazzolari, Giuseppe Dossetti, Giorgio La Pira...). Y los comentaristas inventaron para él una nueva palabra que entró en el vocabulario de los italianos: el buonismo. Es decir, su tendencia a no enfrentarse nunca, a tratar de unir siempre a los contrarios, a arreglar los conflictos. Un intelectual de derechas, Marcello Veneziani, lo ve así: "Su buenismo no viene de Dossetti y La Pira, como se nos quiere hacer creer. No, viene de Rintintin y Lassie, los perros buenos de la televisión con la que se formó. Viene de Furia, el caballo salvaje, y Mary Poppins, con los que se graduó". El desprecio de quienes le atribuyen una cultura superficial, alimentada de televisión, canciones pop y cromos, se compensa con la amplia aprobación popular de la que goza: en los índices de aceptación, Veltroni supera a todos los demás políticos, incluido Berlusconi.

En 2001, con el fin del Gobierno del Olivo y la vuelta de Berlusconi al poder, Walter recaló en el Campidoglio y se convirtió en alcalde de Roma. Con unos resultados inmejorables (fue reelegido, tras su primer mandato, con el 62% de los votos). En aquellos años empezó a circular el rumor de que, al terminar los dos mandatos, Veltroni pretendía retirarse a África.

A África dedicó un libro (Forse Dio è malato. Diario di un viaggio africano). Pero el tiempo aceleraba su curso. El segundo Gobierno de Prodi, nacido en 2006, recibe en enero de 2008 el suspenso en el Parlamento y termina prematuramente. Italia se encamina hacia unas nuevas elecciones, con Berlusconi de nuevo en el candelero. Walter tiene que entrar en el juego. Los partidos de centro-izquierda, irremediablemente derrotados según todos los sondeos, buscan una nueva vía. Se apresuran a crear el Partido Demócrata, el viejo sueño de Veltroni. En tal situación, ¿podía retroceder? Veltroni se convierte, pues, en el candidato favorito para dirigir la nueva formación. Entre otras cosas, porque sus rivales, Massimo d'Alema y Piero Fassino, están debilitados por un escándalo bancario del verano de 2005.

Veltroni fue coronado secretario nacional del Partido Demócrata mediante un gran rito de masas: las elecciones primarias de octubre de 2007, en las que participaron voluntariamente casi dos millones de italianos. El 76% escogió a Veltroni, aunque tampoco faltaron los desencantados: el nuevo partido, dijeron, no era más que la suma de dos aparatos ya existentes (el de los demócratas, herederos del PCI, y el de la Margarita de Prodi). Y resulta extraña una casa que se construye a partir del tejado: primero el líder, luego el partido.

Pero no queda más tiempo. La campaña electoral acosa. Sobresalen desde el principio dos decisiones radicales de Veltroni. La primera, presentarse solo, al frente del Partido Demócrata, sin los tradicionales aliados de izquierda, comunistas y verdes, a los que acusa de haber impedido gobernar a las formaciones de centro-izquierda anteriores. La segunda, no alzar nunca la voz, no deslegitimar nunca al adversario, al que ni siquiera nombra. Se refiere a Berlusconi siempre con un giro de palabras: "El principal exponente de la formación contraria".

Los críticos lo consideran excesivo. El buenismo de Walter consigue ocultar la gran anomalía italiana, la presencia en el escenario político del patrono de la televisión. Porque, efectivamente, la anomalía berlusconiana está intacta. La campaña electoral se ha hecho como siempre, es decir, con Berlusconi mandando en las tres televisiones de Mediaset y controlando políticamente una parte de la RAI. No se ha resuelto el conflicto de intereses. Persiste el monopolio de Berlusconi del mercado televisivo y publicitario. Y Berlusconi sigue siendo el de los procesos por corrupción que acaban con un chaparrón de leyes, el de las falsedades en los libros de cuentas que se despenalizan ad personam, el que tiene como mano derecha a Marcello Dell'Utri, condenado por facturas falsas, por relaciones con la Mafia, incluso por haber mandado a un jefe mafioso a cobrar los créditos.

Pero de eso ya no se habla. Son argumentos que se consideran pasados de moda, poco elegantes. Veltroni dice que para vencer no hay que hacer campaña "contra", no se debe "demonizar" al adversario. Hoy ya no da escalofríos la tercera (posible) vuelta del Caimán. Metabolizado su monopolio televisivo, metabolizado el conflicto de intereses, metabolizados sus sobornos a políticos y financieros, metabolizados sus ("heroicos") ayudantes mafiosos, Italia se dispone a votar sin gran entusiasmo. El próximo lunes, 14 de abril, al término de la segunda y última jornada electoral, las urnas dirán si Walter Veltroni ha actuado bien.

Gianni Barbacetto, periodista y escritor. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.