Wanted President!

He dejado pasar un tiempo, antes de desbrozar estas reflexiones sobre la matanza en el Virginia Tech, situada en la ciudad de Blacksburg, en la que eran asesinados treinta y dos estudiantes, y se hería a otros veintinueve. La escena debió de ser dantesca. Alumnos que saltaban por las ventanas, se arrastraban por el suelo, improvisaban barricadas o se hacían los muertos, mientras un profesor -superviviente de los horrores del Holocausto-, perdía la vida, al tratar de bloquear las puertas. Y lo he hecho de forma premeditada, pues deseaba asegurarme de si mi primigenio análisis seguía pareciéndome correcto. Pues bien, mi criterio no ha variado; lo más, la presencia de las oportunas posteriores matizaciones.

¿Cómo se puede explicar lo acontecido en el campus universitario de un país ejemplar en tantos y tantos ámbitos: en lo económico, en el mecenazgo, en la investigación, en lo cultural y, por supuesto, en lo universitario? ¿Cómo es conciliable la elogiable sensibilidad ciudadana y política para impulsar la creación y el apoyo a algunas de las universidades de indiscutible referencia internacional -sirvan los ejemplos de Harvard, Yale o Stanford-, mientras no se pone coto al uso indiscriminado de las armas? ¿Cómo se puede comprender que una nación sea capaz de acoger en sus universidades a los más aventajados representantes del conocimiento -desde el físico Albert Einstein al jurista Hans Kelsen- y sufrir simultáneamente semejante lacra?

Hay un principal responsable: la desafortunada presencia de las armas en la vida americana. Recuerden los magnicidios de Abraham Lincoln (1865), James Abram Garfield (1881), William MacKinley (1901) y John F. Kennedy (1963), sin contar los complots e intentos frustrados contra los presidentes Andrew Jackson (1835), Theodore Roosevelt (1912), Franklin Delano Roosevelt (1933), Harry S. Truman (1950), Richard Nixon (1974), Gerald Ford (1975), Jimmy Carter (1979), Ronald Reagan (1981) y Bill Clinton (1994); o los asesinatos del senador Bob Kennedy y el reverendo Martin Luther King (1968). Así que las cosas no son diferentes, por inconcebible que parezca, en la universidad, lugar referencial del saber y la tolerancia.

Un horror con demasiados antecedentes: la muerte de dieciséis personas en la Universidad de Texas en 1966; el asesinato de cinco niños en el patio de una escuela en Stockton (California) en 1989; la muerte de un profesor y tres alumnos en un colegio de secundaria en Olivehurst (California) en 1992; el asesinato de tres estudiantes en Kentucky y de una pareja en un colegio de Mississipi en 1997; la muerte en una escuela de Jonesboro (Arkansas), donde dos niños, ¡de once y trece años!, mataban a otros cuatro compañeros y a una profesora en 1998; el sangriento episodio en el Instituto Columbine, en Littleton (Denver), en el que dos alumnos acribillaban a un profesor y a doce compañeros en 1999; el crimen de tres personas en la Facultad de Derecho de los Apalaches de Virginia y de otras tres en la Universidad de Tucson en 2002; el tiroteo por un alumno de seis compañeros y una profesora en la reserva de Red Lake (Minnesota) en 2005; y las muertes en una escuela de Nickel Mines (Pensilvania), donde un hombre mataba a seis personas en 2006. Lo peor: que tales actos ya no sorprenden, mientras son cada vez más sangrientos, a causa de armas más mortíferas y de sencillo acceso.
Entre tanto, la Asociación Nacional del Rifle (NRA), con cuatro millones de miembros, sigue imponiendo su poderoso lobby en un país con doscientos millones de armas, y en el que sesenta y seis millones de personas (un veintidós por ciento de su población) las porta generalizadamente. Su organización, trabajo y sus elevadas donaciones a favor de la causa explican su pujanza. La mejor prueba de lo dicho, la celebración, ¡un día después de la matanza!, de una feria en el American Center de San Louis, con la celebración de seminarios, tan ejemplares, como los dos siguientes: «Rechaza ser una víctima» o «Dispara por diversión y para potenciar aptitudes», y actos paralelos tan edificantes como la firma por el gobernador de Missouri de una ley que garantiza la no confiscación de las armas incluso en casos de emergencia nacional. Y qué decirles de la Asociación de Propietarios de Armas de América, que han declarado que la matanza no se habría producido de haber portado armas los profesores y alumnos. Sin comentarios.

La respuesta política no puede ser la timorata contestación del Presidente Bush: «Este es un día de tristeza para la Nación entera». Ni la de su apesadumbrado rector: «Una tragedia de proporciones monumentales». Se requiere mucho más. Se necesita encontrar un Presidente, con talla de estadista, que ponga fin a esta enloquecida carrera. Así que ya saben, Wanted President Reward...! Esta gran Nación ha tenido destacadísimos hombres de Estado, que ligaron sus políticas a hacer más grande su país: su bondadoso y omnipresente fundador, George Washington; el tenaz Abraham Lincoln, con su defensa a ultranza de la Unión; el presidente Woodrow Wilson, que auspició la entrada de Estados Unidos en la I Guerra Mundial; el emprendedor Franklin D. Roosevelt y su política del New Deal; el presidente Harry S. Truman y la ayuda del plan Marshall en la Europa de la postguerra; o la ilusión colectiva despertada por el Presidente Kennedy.

Es verdad que tales obras son conductas de perturbados mentales, pero también que dichas acciones reflejan una enfermedad que encuentra adecuado desarrollo en un contexto favorable y multiplicador por la facilidad de medios para hacerlas posible. Y en ello desempeña un papel muy nocivo la permisiva legislación sobre compra y tenencia de armas. Un país donde quien carezca de antecedentes penales puede obtener casi cualquier clase de armas: desde una simple pistola o revólver, hasta un rifle de alto rendimiento o una ametralladora capaz de disparar cientos de proyectiles por minuto. No es suficiente pues con una drástica restricción en la concesión de las licencias, sino que hay que dar el paso definitivo: la proscripción de las armas y la eliminación de un vestigio anacrónico -todavía no existía ni el Ejército federal ni la Guardia nacional- que hoy no tiene nada que ver con la proyección del derecho a la libertad de sus primeros pioneros. Ni tampoco vale la argumentación de que tales conductas son la inevitable explicitación de la «grandeza y servidumbre de su educación», ni consustanciales a la «cultura de la frontera» y al american way of life.

No basta así con cambiar las específicas normativas de los Estados, sino que es perentoria una reforma constitucional que derogue la enmienda segunda de la Constitución de 1787, de 1791, avaladora de la actual situación: «Siendo necesaria una milicia bien ordenada para la seguridad de un Estado libre, no se restringirá el derecho del pueblo a poseer y portar armas». Hacen falta más que peticiones al Congreso, como la de Bill Clinton en 2004, para elevar la edad de tenencia (de 18 a 21 años). Tampoco la aprobación de moratorias, como la del también presidente demócrata en 1994 sobre cierta clase de armas, y hoy dejada expirar por la Administración Bush. El resultado está a la vista: cuarenta y tres Estados no exigen ni licencia ni registro, mientras otros cinco, ni siquiera prevén una edad límite para poseerlas. Los políticos y el pueblo americano deben hacer algo. Y aquí, puestos a la invocación de la segunda enmienda, yo abogo por recordar la mismísima Declaración de Independencia de 1776: «en el caso de que la forma de gobierno se volviera destructiva... es derecho del pueblo modificarla o abolirla o instituir un nuevo gobierno». El «dejadles tener armas», que exclamaba Thomas Jefferson en 1787, hoy carece de todo sentido.

Pedro González-Trevijano, rector de la Universidad Rey Juan Carlos.