La invocación de la distinción entre el político burocratizado y el vocacional le ha servido a Roberto R. Aramayo para intervenir en la polémica abierta en Podemos. Esta distinción es relevante para juzgar la situación previa a Vistalegre II, pero no en el sentido de Aramayo. Él cree que Podemos tiende a convertirse en una corporación de políticos profesionales y no de políticos vocacionales. A su parecer eso es malo porque estrecha el margen de incorporación a la política de profesionales de otros ámbitos. En su opinión, estos profesionales libres, al no vivir de la política, serían ya políticos vocacionales.
Por supuesto, el artículo de Aramayo es rico en sugerencias. Si deseo expresar mis reservas sobre su planteamiento es porque, primero, el dilema real no se da entre el político profesional y vocacional como él lo plantea; y segundo, porque si no entendemos bien el problema de la política como vocación, perdemos una herramienta para evaluar la situación política de Podemos.
La política vocacional es ajena al voluntariado, al amateurismo y al profesional que coopera en política. El político por vocación define un estilo psíquico que no se encuentra entre esos profesionales que formarían el “banquillo del voluntariado”. Por cada político de vocación, hay miles de políticos profesionalizados que se ganan el pan disciplinadamente. Y así debe ser. No hay política sin partido, ni partido sin maquinaria, ni maquinaria sin profesionales. Los voluntarios de la política tienen que cooperar con esa maquinaria. Que lo hagan de forma continuada o temporal, para luego regresar a su profesión, eso no afectará al caso. Lo fundamental es si lucharán personalmente por los puestos directivos o no. Sólo el político vocacional lo hace. Este puede vivir toda su vida de la política y ser un profesional de ella. Esto no es lo relevante. Lo decisivo es si además vive para la política.
En España tenemos dificultades para entenderlo y el artículo de Aramayo nos confunde. La primera condición de vivir para la política es luchar por las posiciones directivas. Esta actitud implica una pasión grande y generosa. Pero esa pasión política encierra dos elementos. Primero, tener fe en una causa positiva y constructiva, cosa compleja y difícil, que no debemos confundir con la negatividad del odio. Segundo, aspirar al manejo visible y personal del poder. Sí, ésta es una condición del político vocacional. Sin embargo, ambos elementos no tienen nada que ver con emborracharse de poder. Consisten en buscar la capacidad de horadar la realidad, de transformarla al servicio de esa fe, por mucho que la realidad sea dura como el cemento y sólo contemos con la mano para atravesarla. Tercero, que el poder que se ejerza, no sea regalado, que se deba a nuestra propia lucha. Cuando comprendemos esto, nos damos cuenta de que lo mejor que surgió con Podemos fue la pasión política firme, que creció en largos años de silencio, en luchas sin éxito, oscuras, despreciadas por todos, y que por esa fe originaria logró forjar ahora un electorado importante.
Integrar a otros políticos profesionales o vocacionales siempre es un mérito en política, desde luego. Pero su eficacia dependerá de si al frente hay un político vocacional en este sentido. Sin embargo, todavía nos queda lo más importante del político vacacional: la responsabilidad en el uso del poder. Para tenerla, y más allá de la pasión, el político vocacional debe ser frío como el témpano y mantener el pathos de la distancia. Pasión ardiente y mesurada frialdad, ese es el complejo psiquismo del político vocacional. Y esto se reduce al gobierno de sí mismo. A todo ello se oponen la actitud frenética del comediante, la borrachera del poder y la falta de responsabilidad. La primera lleva a una ausencia de finalidad objetiva constante y a ejercer en bandazos la apariencia brillante del poder en lugar del poder real; la segunda, a gozar del poder por el poder, sin tomar en cuenta la finalidad, cambiar la realidad. Y ambas implican la falta de fe en la causa acerca de la que responder, lo que transforma cualquier éxito parcial en pura inanidad.
La batalla que se da en Podemos no debe escandalizar. Es una lucha política legítima. Lo decisivo de esa contienda no es integrar más o menos profesionales libres. Pero tampoco es una desnuda lucha por el poder. Es una lucha entre dos modos diferentes de usarlo. Lo decisivo es si esa lucha alumbrará políticos directivos con fe, pasión, frialdad, medida, autocontrol y responsabilidad, o si sólo significará la victoria de una espectacular borrachera transitoria e inane de poder.
José Luis Villacañas es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.