Wethringsett

¡Wethringsett! La propia palabra en inglés tiene un provincianismo inmortal como si un pueblo con ese nombre hubiese tenido que fundarse al principio de los tiempos. El lugar hace honor a esa reputación. Los postes indicadores que nos llevan hasta él desde la carretera principal nos cuentan con detalle que se encuentra primero a 3,5 millas, luego a cuatro millas, luego a 1,25 millas, y finalmente, a 1,5 millas. Afortunadamente, no hay que esperar ninguna lógica en la campiña inglesa. En teoría, nosotros los británicos hemos convertido al sistema métrico nuestras medidas, pero está claro que en el campo no funcionan. Al fin y al cabo, estamos en la Inglaterra profunda.

Persistimos, encontramos caminos bordeados de robles, hileras de castaños, y luego un grupo de casas anodinas que sabemos que debe de ser Wetheringsett. Dónde está la iglesia, dónde está la casa del párroco, nos preguntamos, y al final encontramos a un albañil que nos indica amablemente la dirección. Seguimos hasta lo alto del pueblo y vemos la iglesia, un edificio de piedra gris con una plaza y una torre bastante sólida, construida seguramente en algún punto de la Edad Media, una época en la que incluso Wetheringsett tiene que haber formado parte del mundo católico, y detrás de ella, casi anexa, hay una casa antigua que debe de tener algo que ver con ella. Tiene que ser, y lo es, la Casa del Párroco. Podemos imaginarnos a los sacerdotes establecidos allí desde la época de las grandes cruzadas, preparando sus sermones, ensayando la colecta del día y recibiendo a las delegaciones de los pobres de la parroquia y explicándoles cómo rezar. Quizás allí también el sacerdote del siglo XVII tenía que verse con el inspector parlamentario Dowsing, que disfrutaba en aquella época puritana rompiendo vidrieras y destruyendo altares católicos. Esto nos recuerda que en el siglo XVI el interior de esta iglesia seguramente resplandecía con los colores y las numerosas tallas que contenían muchas imágenes para ayudar a enseñar la Fe a unos feligreses que no podían leer ni entender el latín de las misas.

Lo que caracteriza a la iglesia actual son sus grandes vidrieras diáfanas y el tamaño de la nave. Es una iglesia muy grande y luminosa. Unas bóvedas de cuatro crujías separan los laterales de la nave, y los techos de los laterales supuestamente son del siglo XV. La pila también es medieval. Hay muchos otros elementos medievales en esta elegante iglesia como, por ejemplo, algunos extremos de los bancos con tallas medievales; el cofre de la parroquia con tres candados cuyas llaves las tenían el párroco y los capilleros; las piedras que se usaron en la construcción fueron talladas en el siglo XIII; la torre está reforzada en sus cuatro esquinas por contrafuertes en ángulo, mientras que sobre la puerta oeste hay un arco del siglo XIV; las caras de las gárgolas de la época de los Plantagenet se asoman para expulsar el agua de lluvia de los muros de la torre; la gran puerta norte data de 1250; y hay un magnífico claristorio revestido de sillar que data del siglo XV. El hecho de que sobrevivan estas imponentes reliquias medievales en la remota campiña es una inspiración estimulante que nos permite olvidar las banalidades agresivas asociadas a la cultura moderna televisada.

Pero tengo que explicar la razón por la cual vine a este remoto pueblo, «en un valle muy retirado» como alguien escribió en el siglo XIX, del que nadie ha oído hablar y que nadie visita nunca hoy en día. Es porque durante 26 años, entre 1590 y 1616, el párroco fue Richard Hakluyt, un galés que había ido a la Universidad de Oxford (era «estudiante» de Christ Church), y allí, en su salón con paneles, relató con su letra clara las experiencias de los viajeros ingleses al Nuevo Mundo. Hakluyt era amigo de sir Walter Raleigh, de sir Humphrey Gilbert, de sir Philip Sidney, y de sir Francis Drake. También conocía al jefe de los espías isabelinos, sir Francis Walsingham, y a Robert Cecil, el hijo del primer secretario de Estado de Isabel, Burghley, y su sucesor defacto. Estos dos hombres poderosos ayudaron financieramente a Hakluyt. Su obra principal fue Principal Navigations, Voyages and Discoveries of the English Nation [Los principales descubrimientos, viajes y navegaciones de la nación inglesa]. Hubo dos ediciones, una en 1589 y otra en 1598-600. Escribió probablemente unas 25 obras más. Tradujo varios relatos de viajes franceses y también la famosa y útil obra DeOrbe

Novo, de Pedro Mártir, un cronista de la corte española que recogía los acontecimientos en el Nuevo Mundo. Hakluyt había sido capellán en la Embajada de Inglaterra en París en la década de 1580, y fue el embajador sir Edward Stafford quien le concedió ese «oficio» como se dice eclesiásticamente, presumiblemente para que pudiese trabajar en sus libros (en realidad fue la mujer de Stafford quien le nombró). Al igual que Enrique elNavegante y William Prescott, el historiador ciego del imperio español, el propio Hakluyt nunca viajó muy lejos, y parece que no fue más allá de París. Pero recopiló una gran cantidad de material. Llegó a conocer al derrotado pretendiente del trono portugués, Don Antonio, el Prior de Crato. El que fuese reconocido incluso en su propia época como un gran escritor lo atestigua el hecho de que fuese enterrado en la Abadía de Westminster, el mismo año en que murieron Cervantes y Shakespeare, 1616. Pero no hay ningún recordatorio de él en Wetheringsett, excepto en la lista de párrocos, que empieza en 1229, en la que consta su nombre.

Hakluyt trabajó para la Compañía de Virginia y para la Compañía de las Indias Orientales como asesor en temas geográficos. Fue, por tanto, uno de los primeros ejemplos de la figura del especialista que es tan conocida en el siglo XXI. Se fundó una «sociedad Hakluyt» en 1846 que ha publicado varios cientos de libros de viajes, la mayoría de ellos bien editados con notas y referencias. Esta editorial también ha relatado y publicado muchos viajes españoles, holandeses y franceses.

Me gustaría añadir unas últimas palabras sobre el mecenas de Hakluyt, sir Edward Stafford. Cuando estaba en París, uno de sus cometidos era el de intentar concertar y negociar un matrimonio entre su reina, Isabel, y Enrique, el duque de Anjou (el futuro Enrique III). Con la perspectiva que da el tiempo, puedo decir que fue una suerte tanto para la reina como para Inglaterra que sir Edward fracasase en su misión.

Hugh Thomas, historiador.

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