Wikinovelas

Ha sido el mejor regalo que la literatura de creación nos ha hecho a los lectores en el último tramo del año 2010. Recuperando de forma quizá involuntaria el trepidante modelo de los folletines por entregas del siglo XIX, EL PAÍS y otros cuatro grandes periódicos de Europa y Norteamérica nos han ido intrigando, entreteniendo, informando y a veces confundiendo, confundiéndonos -de un modo que también es intrínsecamente literario- entre la noticia y el reportaje, el momento actual y el tiempo pasado; no creo haber sido el único lector de la novela coral de Wikileaks que a menudo tenía que recapitular, o al menos mirar el encabezamiento de cada plana impresa del diario, para saber si aquel encubrimiento jordano-americano o aquella componenda venezolana había sucedido el día anterior o era el relato en presente histórico de lo que un funcionario averiguó y puso por escrito a sus jefes cinco años atrás.

No estoy entre los entusiastas incondicionales de estas filtraciones dadas a conocer por la prensa ni tampoco entre sus enemigos, algunos cicateramente interesados en el desprestigio de la operación. He aprendido cosas que no sabía, he comprobado otras que parecían improbables cuentos chinos, y la cultura de la sospecha pudo más de una vez ser elevada a la ética de la desconfianza al leer los turbios manejos de políticos elegidos en las urnas y de sus representantes institucionales, incluyendo, por desgracia, a más de uno de los nuestros.

Ahora bien, soy un escéptico del valor absoluto que a estas miles de páginas concienzudamente seleccionadas y editadas por los periodistas se le quiere dar. Algunos de los episodios reconstruidos, algunos de los despachos transmitidos, no pocos de los retratos esbozados por diplomáticos anónimos de los Estados Unidos, tenían, es indudable, una buena escritura, una viveza de rasgos, una sabia captación del carácter, así como, de cuando en cuando, un humor patricio y un asomo de culpa propio de toda confesión. Otros eran enrevesados o reiterativos. Exactamente igual que las novelas, pues me permito insistir en que todo este llamativo acontecimiento que ha sacudido el trimestre y tal vez marque el futuro es, en esencia, una gesta novelesca más que política.

Las mejores filtraciones (leaks) promovidas por Julian Assange exponen la entraña, el artilugio y los disimulos de un poder, de unos poderes democráticos o dictatoriales, pero lo hacen de un modo muy similar al que los novelistas llevan siglos utilizando en lenguas y épocas diferentes. Todas y cada una de las páginas que hemos leído con pasión o tedio en los últimos meses eran la obra escrita de unhombre (o una mujer, por supuesto), basadas en lo oído o lo sonsacado a otros hombres que contaban y proporcionaban datos, cábalas y rumores sobre situaciones y acontecimientos vividos directamente por ellos o tan solo -a su vez- escuchados, presentidos, edulcorados, retocados, pura y simplemente inventados.

La novela moderna mató (figuradamente, como siempre son estas matanzas rituales en el reino de la imaginación) al narrador omnisciente, al dios de los relatos, y ese nuevo relativismo inestable o fragmentación narrativa operada es el rango en que se sitúan los cientos de miles de micronovelas de Wikileaks. Los llamados Papeles del Departamento de Estado -no un mal título de ficción, por cierto- son obras de individuos concretos que escriben libremente (aunque pagados por ello) para añadir su punto de vista de espías de lujo a una realidad emboscada y fugitiva, justificando de paso sus elevados salarios. En ningún caso la voz que en ellos se escucha es el oráculo del Mal ni la ordenanza sagrada de los dioses de la guerra, que tienen otros drásticos modos de actuar y manifestarse no recogidos, por desgracia, en los documentos sacados a la luz por el grupo que dirige Assange.

Lo mejor, para mí, ha sido descubrir lo balzaciano que sigue siendo el cuerpo diplomático, es decir, su sibilino grado de artimaña a la hora de maquinar y de aparentar, tan parecido al de los grandes escaladores sociales de Balzac. También son humanos, advertimos, con una mezcla de aprensión y alivio. En un momento de descrédito universal de la política y creciente repudio de nuestros gobernantes, las historias contadas en esos papeles hacen que veamos a sus personajes como seres errados y tramposos, aunque me atrevo a decir que no más tramposos ni más falibles que la mayor parte del género humano al que pertenecen y -no se olvide- pertenecemos todos nosotros, los lectores ávidos de la saga. Nos diferencia, y no es poca cosa, el lado en que estamos unos y otros situados; ellos trabajan sirviendo los intereses comunes y cobrando de la comunidad, nosotros trabajamos para nosotros mismos y vivimos de nuestros propios recursos. Pero no deja de ser curioso (¿ominoso?) que en el desenlace de tantos de los episodios leídos en Wikileaks, la frase que resuena como mensaje implícito sea la misma que nosotros -seamos escritores de obras de ficción, compradores de un piso con hipoteca, propietarios de grupos periodísticos en apuros o candidatos a un puesto docente- tantas veces hemos pronunciado en nuestras angustiosas vidas: "¿Qué hay de lo mío?".

Si llega el día, posiblemente imparable, en que el juicio final de la humanidad se base en el principio de que nada que puede ser revelado ha de quedar oculto, no sería de extrañar que nuevas tandas de leaks, obtenidas por otros hackers de otras fuentes, se interesasen también (el devenir del género novelístico lo avala) por el hombre medio, sacando de debajo de las alfombras de los despachos y los dormitorios privados sus dobleces, sus trucos, nuestras fechorías y nuestros bulos.

En cuanto a Assange, y a falta de que se pronuncie la justicia sobre su conducta sexual, no importa mucho, dirán ustedes, que tenga un pasado de pequeño delincuente amigo de lo ajeno. En la adolescencia formó -según sabemos también por EL PAÍS- un grupo de hackers en el que su lema era Mendax, y a sus 20 años produjo con sus violaciones cibernéticas pérdidas de cientos de miles de dólares a la compañía Nortel. El juez le multó, sin mandarle a prisión. Hay precedentes en la literatura. Uno de los más grandes escritores del siglo XX, Jean Genet, empezó de ladrón y sufrió cárcel. Julian Assange tiene futuro en las letras.

Vicente Molina Foix, escritor.

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