Xi Jinping es más peligroso para China que para el resto del mundo

El pleno del Partido Comunista de China (PCCh) acaba de aprobar la muy anunciada resolución histórica que situará al actual presidente Xi Jinping a la altura de los históricos Mao Zedong y Deng Xiaoping. La aprobación, que se refrendará en el congreso del PCCh del año que viene, le garantiza un tercer mandato presidencial de cinco años. Xi ya lleva dos, pero el cada vez más poderoso presidente chino pretende eternizarse.

Tenemos Xi Jinping (68 años) para rato. El presidente chino tendrá así tiempo suficiente para llevar a término la estrategia política que le tiene a él como eje central.

Desde Mao, ningún otro líder chino ha fomentado tanto el culto a su propia persona. La abrumadora maquinaria propagandística estatal trabaja a un ritmo creciente e incansable.

El culto es cada vez más evidente y autoritario, y ha llegado hasta la revisión y la reescritura de la historia reciente de China. O, más bien, de la historia del partido. Los nuevos preceptos se recogen en un breve documento de 531 páginas que no menciona los estragos del Gran Salto Adelante (1958-61) o de la Revolución Cultural (1966-76), a la vez que aúpa a Xi al Olimpo rojo.

Xi Jinping es hoy un coloso intocable. Se ha revelado como un líder fuerte y carismático, y ha logrado que su imagen sea el paradigma del propio progreso chino. Su nivel de aceptación es muy alto. Sin embargo, esta fiebre autoritaria supone una amenaza para China y su futuro inmediato. ¿Y si Xi Jinping es en realidad un peligro para la propia China?

La beligerancia hacia las empresas chinas se ha incrementado durante los últimos años. Las empresas son el principal objetivo de Xi Jinping en su política de vuelta a los orígenes revolucionarios. El presidente está llevando a cabo una purga en toda regla, pues considera el éxito de las compañías una traición a los principios marxistas de China. En realidad, el presidente sólo desea un mayor control sobre ellas.

El tradicional y exitoso modelo híbrido (empresas capitalistas bajo un gobierno dictatorial, pero pragmático) es ahora intolerable para Xi Jinping. El Gobierno chino debe controlar también a las empresas, con especial atención a las tecnológicas: los datos privados de los ciudadanos no pueden pertenecer a nadie más que al Estado.

Los ejemplos de esta presión abundan. La empresa de transportes Didi fue sancionada por cotizar en los Estados Unidos. La oferta pública de una filial de Alibaba, Ant Group, fue bloqueada el año pasado por el Gobierno chino. Incluso se ha prohibido el comercio en criptomonedas y se pretende regular el tiempo que los niños y los jóvenes pasan jugando a videojuegos.

El caso de Evergrande puede provocar un efecto dominó. Según el Wall Street Journal, las promotoras inmobiliarias chinas, que representan un descomunal 30% del PIB del país, acumulan más de cinco billones de dólares de deuda. El colapso del sector, tanto en las grandes ciudades como en el colosal mundo rural chino, es una posibilidad más que probable.

El cuadro se completa con un marco legal cada vez más asfixiante y difícil de asumir por las empresas. Un ejemplo es la conocida redistribución terciaria, que obliga a las tecnológicas a entregar dinero en efectivo al Estado como símbolo de redención. O el significativo hecho de que los extranjeros paguen un 31% menos que los chinos por las mismas acciones.

Las empresas son el caballo percherón del milagro económico chino. Pero también simbolizan, quizás involuntariamente, la libertad y el individualismo que tanto escaman al dictatorial Xi Jinping y al PCCh.

Para Xi Jinping es prioritario reducir las desigualdades económicas y atenuar la dependencia china de terceros. Su programa Prosperidad común refleja que la China comunista es profundamente desigual. Según la revista The Economist, el 20% de los hogares más ricos de China atesoran más del 45% de la renta del país. El 1% de los más ricos suponen más del 30% de la riqueza global.

La estrategia de Xi Jinping muestra también un esquizofrénico deseo de reeducación y control. Empezando por sus funcionarios.

Durante los últimos meses se han producido apagones eléctricos en una veintena de provincias chinas. La causa es la mala gestión del funcionariado, preso del pánico por su incapacidad para cumplir con los objetivos de reducción de emisiones de carbono. Temerosos de ser acusados por sus pares de corrupción o de desviación ideológica, algunos prefieren simplemente no hacer nada.

Y es que, para el controlador Xi Jinping, tanto los errores como el exceso de iniciativa pueden ser peligrosos. El presidente ha expresado repetidamente su temor a que los funcionarios y los ciudadanos pierdan la fe en el partido si China se aleja de sus raíces revolucionarias. “La instrucción en las tradiciones revolucionarias debe comenzar con los niños pequeños. Debemos infundir los genes rojos en el torrente sanguíneo y sumergir nuestros corazones en ellos” escribió el presidente en 2016.

La represión interna es feroz. Las purgas políticas son constantes. Los uigures encerrados en campos son ya más de un millón. No hay debate social o político. Los consejos de revisión moral y las clínicas morales imponen el pensamiento único.

No es la abyecta Revolución Cultural, pero se le parece cada vez más. Además de fomentar su propia visión del comunismo, Xi edulcora deliberadamente el maoísmo y lo presenta como una etapa seráfica y vital en la construcción de una nueva China.

La jugada, pues, es de dimensiones faraónicas. Pero precisamente por eso Xi Jinping, el faraón rojo, lo conseguirá. Otra cosa es que el precio a pagar sea el porvenir de la propia China y el de sus más de 1.400 millones de habitantes.

Andrés Ortiz Moyano es periodista y escritor.

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