¿Y a mí quién me paga las pitas? (y III)

Asturias es un país pequeño donde hay demasiada gente que se cree muy grande, y ahí está la base de un rasgo cómico e identitario. Porque lo identitario siempre va más cargado de comicidad que de cualquier otra cosa. A ese rasgo característico de la asturianía se le denomina grandonismo.Es cierto que ha habido asturianos importantes - hasta un premio Nobel, suelen añadir los más burros del lugar, ya que es principio de ley que cuanto más bellota más patriota-, los ha habido e incluso los hay, pero el secreto consiste en que desde don Pelayo, que estaba por desasnar, las lumbreras del país, tampoco tantas como para desatar campanas, han redimido al resto y hasta les han proporcionado una cantidad de autoestima tan enorme que se hace en ocasiones insoportable y en general, patético.

Para aquellos que vivimos en un va y ven constante entre Asturias y Catalunya sería divertido hacer un cuadro comparativo de genialidades sobre la sensibilidad o la idiotez de los pueblos pequeños que se sienten grandes. Bastaría un apunte genérico, basado en una vieja historia que Pepe Bergamín gustaba de contar en los últimos años de su exilio interior en Euskadi: los vascos y muy en concreto los de Herri Batasuna, decía él, son los más españoles de todos. Y yo añado: los vascos, sumados a los asturianos y los catalanes. Las tres comunidades constituyen un condensado patriótico de esta cosa indefinible, nueva rica y abrumadoramente mediocre, que llamamos España. Dicho esto, al asturiano modo declamativo y para evitar malentendidos, sigo.

El grandonismo es una manifestación de carácter típicamente asturiana y tiene multitud de variantes. Desde la afirmación urbi et orbi del día exacto en que termina la posmodernidad, expresado por Juan Cueto en Gijón una tarde de septiembre, a la dedicación de un monumental edificio como es la vieja Universidad Laboral para industria de la artes, con despacho incluido del presidente de la comunidad, don Tini Areces, valorado en un millón y pico de euros. Recuerdo una polémica en el Parlamento asturiano donde una diputada ardorosa denunciaba: "Estamos haciendo el ridículo ante el mundo".

Ahí es nada, ¡el mundo! Porque el grandonismo consiste en disimular la realidad cubriéndola de retórica y proyectar planes por encima de las posibilidades reales, forzándolas hasta tal punto que estén abocadas a la quiebra. Los premios Príncipe de Asturias, por ejemplo, son una muestra clarísima de grandonismo con final feliz. Nadie en su sano juicio y con los mimbres económicos que puede tender Oviedo por sí solo podría haber conseguido un eco y una proyección como la actual, pero llegó un momento en que el simbolismo de los premios obligó al Estado a asumir lo que Asturias no estaría en condiciones de encajar. O a lo grande, o no merece la pena. Podría citar una docena de proyectos culturales en la Asturias de la transición que fallaron por exceso de pretensiones. La modestia no es consustancial al modo de hacer de Asturias en las últimas décadas.

Y hay que precisarlo: éste es un fenómeno reciente, nada que ver con la historia y con don Pelayo, ni Covadonga, ni la Independencia, ni las huelgas y revoluciones. Es algo nacido en la posguerra franquista. Todo en Asturias, hasta que llegó el franquismo, respiraba sencillez, localismo y ambición de buen hacer, empezando por la gastronomía que compensaba su modestia con la contundencia del material; la casualidad convirtió la palabra Modesta en sinónimo del buen comer en Asturias gracias a un restaurante hoy desaparecido, Casa Modesta.

La supuesta marca identitaria del grandonismo es como todo el patriotismo, fructífera invención del presente. Si uno contempla la historia de Asturias, la modesta historia de Asturias encuentra que sus momentos de grandeza está vinculados a cosas muy obvias de puro humildes. Las grandilocuencias que apostillan hechos gloriosos como la guerra contra Napoleón, el pobre Riego, las modestísimas y valiosas aportaciones culturales, desde el padre Feijoo, las limitaciones intelectuales de Jovellanos, la voluntariosa extensión universitaria de la Institución Libre de Enseñanza en Oviedo, hasta la huida de Pérez de Ayala y de Fernando Vela y Valentín Andrés Álvarez y de Gerardo Diego - profesor en Gijón- y de tantos otros, por referirme sólo a los momentos anteriores a la guerra civil, todo fue sencillo, sin rebomborio ni grandilocuencia. Incluso la revolución del 34, el levantamiento minero, su impresionante gesto no tiene nada de grandón sino de natural; una clase obrera muy politizada que cree fervientemente en sus jefes revolucionarios, unos incompetentes irresponsables. Luchan porque son fieles a las ideas que encarnan sus dirigentes en la confianza de que ellos sabrán lo que se hacen. Hasta en eso son simples y humanos, porque si hubieran sido curtidos guerreros los hubieran corrido a gorrazos hasta el exilio mexicano. Y no fue así. Eran gente muy sencilla ymuy valiente en su rebelde naturalidad.

El grandonismo astur es de posguerra, es heredero del franquismo y de los vencedores de la Cruzada. Pero lo impregnó todo, entre otras cosas porque los hijos de los vencedores coparon la hegemonía tanto de la derecha como de la izquierda en Asturias. Eso es lo que explica la confusión en la que estamos metidos y el arte de prestidigitación a la que buena parte de esa izquierda se está dedicando al echar la vista atrás. Quien fuera alcalde socialista de Oviedo en la transición, Antonio Masip - otro compañero de pupitre colegial- ha hecho recientemente unas declaraciones en su condición de actual eurodiputado socialista. Evocando su infancia ha recordado a su padre como "un gran orador con acento cristiano". Lo peculiar del grandonismo es la transformación de la realidad en grandilocuencia, en exceso. Decir que el alcalde de Oviedo en los años sesenta era un orador cristiano con veleidades monárquicas y casi liberales es grandonismo y desvergüenza, y hasta camelo, porque la base del grandonismo es el cuentu,que dirían en Asturias. Vamos a bajarnos de la peana y a hablar natural.

El antiguo alcalde de Oviedo, don Valentín Masip, padre del actual dirigente socialista Antonio Masip, era un gran franquista, posiblemente con mucho acento cristiano, me es indiferente lo que pensara en su fuero interno. La historia de la izquierda en Oviedo, y por ampliación en Asturias, está marcada por muchas cosas, entre otras el hecho de que figuras notables de esa izquierda real y radical durante la primera transición fueran hijos de quienes dirigieron, avalaron y aplaudieron la brutal represión sobre los mineros asturianos en las huelgas de 1962 y 1964.

Los hijos del alcalde de Oviedo, el del gobernador civil Marcos Peña Royo - actual presidente del Consejo Económico y Social y militante socialista tras una breve estadía en el PCE-, y del jefe de Policía, Mourenza, cuyos hijos militaron y con notable valor y audacia en el PCE desde los años sesenta, para desesperación paterna. Se podrían citar más y sobresalientes.

Hay que asumir la singularidad de que la decadencia de Asturias coincide con el franquismo. Pero en eso ocurre como en Catalunya. Asturias perdió la guerra, pero un buen puñado de asturianos, y de catalanes, la ganaron. Hay una reflexión soberbia, casi diría un retrato de época y de casta, y de grandonismo, que protagonizó el barón de Grado, don Martín González del Valle, personaje importantísimo en la economía y la política, en Asturias y fuera de ella. La contó él mismo en un libro no venal titulado Vivencias y semblanzas dedicado a sus 34 nietos, para que supieran algunas cosas del abuelo y de sus hazañas. Ahí narra la visita que le hizo a un Franco ya terminal, en 1973. Se conocían desde agosto de 1936, en Sevilla, cuando su padre, Marqués de la Vega de Anzo, se presentó al Generalísimo, que apenas empezaba, con sus dos hijos, José María y este Martín, vestidos ya de militares para la Cruzada. Las palabras del barón de Grado a Franco ¡en 1973! deberían figurar en Asturias, y muy especialmente en Oviedo, con la misma fuerza que les da Lampedusa en la Sicilia moderna. Dirigiéndose al Caudillo, imagino que con voz cargada de emoción por la trascendencia, le espetó: "Mi general, quiero que sepa que nosotros somos los de siempre".

A partir de ahí es posible entender muchas cosas y situarse en un mundo moderno con un peso de la tradición brutal, teñido de melancolía y de retórica. Por eso uno se queda perplejo cuando escucha las cuitas de un paisano de Mieres, que al ir el primer domingo de septiembre a dar de comer a sus gallinas (pitas) se encontró que de las catorce que tenía, diez estaban muertas y cuatro desaparecidas. Gallinas de la raza asturiana pita pinta,¡un respeto! El buen hombre se vio de pronto metido en un lío, porque había que decidir quién le había liquidado el gallinero. Sin esa condición no había posibilidades de que le indemnizaran. Si fue un raposu (zorro, en bable) se lo ha de pagar el coto de caza; si las mataron los lobos, hay que reclamar al Gobierno del Principado, y si fueron perros asilvestrados, la responsabilidad es del Ayuntamiento. Yel hombre, con esa conciencia campesina de que todo está pensado para complicarte la vida, exclamaba a quien quisiera oírle, "¿Y a mí, quién me paga les pites?".

Asturias se mueve entre el nosotros, los de siempre y la astucia que dificulta saber quién pagará las pitas. En el fondo y en resumen, a nosotros los de siempre les importa un carajo quién mató las pitas.

Gregorio Morán