Y ahora en el metro de Londres...

Con preocupación leo unas declaraciones de mi admirado amigo Fernando Sánchez Dragó: «Entérense quienes nada saben del Corán que los musulmanes solo tienen una patria, la del islam, sin localización geográfica definida (…), y que, por ello, cualquier tentativa integradora por parte de las naciones que los acogen, les ríen las gracias y les dan palmaditas, derechos, salarios y subvenciones, está destinada al fracaso. Nunca se sentirán europeos, ni españoles, ni de ninguna parte. Tampoco respetarán las reglas de la democracia».

Esta negativa opinión es compartida, por desgracia, por muchos europeos, incluso partidos políticos aún minoritarios, menos mal, que acusan a los emigrantes musulmanes de vivir al margen de la sociedad que los acoge sin intentar integrarse. Señalan estos críticos, con manifiesta mala intención, que muchos terroristas son musulmanes de segunda y tercera generación, nacidos en el país, jóvenes privilegiados que han disfrutado, como cualquier europeo, de libertades cívicas, escuelas, seguridad social, subsidios de desempleo, ayudas a la vivienda, modernos servicios y oportunidades de progreso muy superiores a las que tienen sus correligionarios en los países islámicos.

Es fácil acusar a todo un colectivo basándose en las acciones reprobables de una exigua minoría casi inapreciable numéricamente frente a la inmensa mayoría, esos cientos de miles de musulmanes que cuando uno de estos luctuosos sucesos ocurren inundan la calle en espontaneas manifestaciones contra el terrorismo, los que blanden pancartas con protestas de paz y llamamientos a la unidad y a la solidaridad.

Los que quieren discriminar a nuestros huéspedes musulmanes en nombre de supuestos valores occidentales deberían considerar que uno de esos valores esenciales que creen peligrar es la tolerancia, la convivencia pacífica y el respeto a las culturas diferentes, la multiculturalidad que alababa el presidente Zapatero en su celebrada propuesta de alianza de civilizaciones que tan sazonados frutos ofrece.

Por eso apena comprobar que esa visión reaccionaria comienza a afectar incluso a personas antes tan inclinadas por favorecer el crecimiento de una sociedad multicultural en nuestro suelo como don Jordi Pujol, cuando cree detectar en las comunidades musulmanas «cierta actitud de reticencia, de resistencia y a veces de rechazo frente a la integración (porque) no valoran del todo el tipo de civilización que nosotros ofrecemos, porque queda lejos de la suya y porque sencillamente no la valoran». Y conste que el expresidente catalán, condecorado por Mohamed VI con el Gran Cordon del Ouissam Alauite, no es nada sospechoso de islamofobia. A su iniciativa de primar la inmigración musulmana sobre la latina se debe que Cataluña goce hoy una de las más numerosas comunidades islámicas de Europa.

Esas dificultades de integración que el señor Pujol y otras personas ponderadas señalan pudieran contener algo de verdad, pero no es menos cierto que quizá se deban al desconocimiento que la sociedad anfitriona, la nuestra, tiene del carácter del islam. ¿Qué sabemos del islam? Prácticamente nada. La televisión y los noticiarios solo nos ofrecen imágenes de sus conflictos, raramente de la riqueza de sus culturas, no de su firme espiritualidad, tan alejada de nuestras descreencias.

Si nos informáramos un poco seguramente los instintivos recelos que albergamos se disiparían. A los musulmanes piadosos les repugna el politeísmo o «asociación» (chirk) de Alá con otro Dios. Esto explica el hecho de que en algunos países donde los musulmanes son mayoría algunos exaltados se hayan propuesto exterminar a los cristianos creyentes de ese confuso dogma de la Santísima Trinidad, que establece la existencia de un solo Dios pero encarnado en tres personas distintas.

Los laicos, tan abundantes en nuestra sociedad, podrían pensar cínicamente: vale, a mí no me afecta, los cristianos se lo han buscado. Nada de eso. En el islam también se considera pecado de chirk el escepticismo y el agnosticismo porque las dos posturas niegan implícitamente la divinidad de Alá.

¿Se puede ser ajeno a esta creencia y vivir entre musulmanes? Quizá se pueda, pero no se debe. Desde la interpretación más rigorista, Alá no es sólo el Dios de los musulmanes, sino el de toda la humanidad. El islam es ecuménico. Aunque el Corán tolere las religiones del Libro (cristianismo y judaísmo) el fin último de la religión de Alá es convertirnos a los descarriados.

El islam aspira a propagar su credo hasta que sea universalmente aceptado. En este sentido el creyente divide el mundo en islámico, o dar al-Islam, «la casa del Islam», y no islámico o dar al-harb, «la casa en guerra», así denominado porque pertenece, por derecho, al islam y debe ser conquistado por conversión o por fuerza cuando las circunstancias sean propicias.

Nuestro recelo frente al islam daña la convivencia, pero además vulnera los más sagrados ideales por los que la civilización occidental ha luchado, a veces muy dolorosamente. Esos que acusan a los musulmanes de intentar imponernos a los europeos una forma de vida de la que vienen huyendo porque los condena a la miseria no advierten que lo que puede parecer fanatismo religioso, intolerancia o discriminación de la mujer son idiosincrasias culturales que deben contemplarse en su propio contexto y valorarse por sus propios principios. Estos agoreros que citan la famosa ocurrencia de Montalambert –«Porque soy débil os reclamo la libertad en nombre de vuestros principios; cuando sea fuerte os la negaré en nombre de los nuestros»– solo son sembradores de cizaña que han olvidado los principios de los derechos humanos que han hecho de Occidente el hogar habitable que hoy es, después de una historia de guerras y persecuciones.

Pregonan esos agoreros de imaginarios desastres que debido a sus altas tasas de natalidad de la población musulmana, tan superiores a las tasas de los nativos europeos, algún día los musulmanes serán tantos como nosotros y más adelante más que nosotros. Entonces democráticamente –avisan– podrán imponer su sharía.

Vale ¿dónde está la tragedia? La vida sigue siempre el curso de la civilización más vigorosa. El propio conseller en cap de Pujol, Artur Mas, de cuya ponderación e inteligencia no cabe dudar, expresó en una entrevista de TVE (noviembre de 2001) que no le importaría tener una nieta musulmana siempre que hablara catalán.

Juan Eslava Galán, escritor.

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